miércoles, 27 de octubre de 2010

Tres textos más de "Luna siempre es luna"

Ilustración de Armando Quintero


La luna vino al jardín

La luna vino al jardín.
A paso raudo, atravesó
el sendero, hasta el fondo.
Y se detuvo, sonriente,
sobre la pequeña rosa
tierna, recién nacida.
Su manto de luz la rozó
más suave que una caricia.
Y la flor tornó su blanco
brillante como la luna.

Luna en la laguna

Una estrella miró inquieta.
La luna vino a bañarse
esta noche de verano..
Desde la rama de un árbol,
giró y se lanzó en picada
al agua de la laguna.
¡Un sacudón de las aguas
con la inquietud de los peces
y un revuelo de pájaros
anunció su refrescada!

La luna como una flor

Hoy la luna anocheció
tras los campos arados.
Bonita, oronda, brillante.
Parecía una flor,
Además, varias estrellas
le giraban alrededor.
Como abejas por néctar,
Como insectos por su luz.
-¡Tendremos buena cosecha!-
dijo la voz del abuelo.

lunes, 4 de octubre de 2010

Algunos textos de "Luna siempre es luna"

"Luna cacheireada nº 16" Ilustración de Armando Quintero



La luna se sentó en mi silla

La luna  se sentó en mi silla.
Me miró. La miré. No habló.
Tampoco le dije nada.
Le alcancé un vaso con agua
y un gran trozo de pan tierno.
Bebió, Comió. ¡Pobrecita!
Agradecida subió sobre los techos
y, desde arriba, sonrió.
Con su luz bien recargada.
¡Qué hambre y sed tenía!


Veo pasar la luna

Me asomo por la ventana
y veo pasar la luna.
¿Es la uña de un gato, a veces?
¿Un trocito de manzana,
cuando los corta la abuela?
¿O el gran tambor de un payaso
que gira su recorrido?
Así la veo. ¿Tú sabes
cómo ilumina su luz
en el cielo de otros suelos?

Cosas de luna

El abuelo me ha contado
que la luna es muy viejita.
y, por eso, olvidadiza.
A veces, demora en salir.
Otras en entrar. Siempre así.
Pero, desde que me dijo
que toma su luz del sol,
mi brazo sale a la noche.
Para ver si su brillo logra
dorármelo, poco a poco.

Del libro inédito de Armando Quintero "Luna siempre es luna".
Con ilustraciones del autor realizadas en técnica mixta.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¡Ya es la hora de ir a la escuela!


Ilustración tomada del blog de Vanina Margaría

Sarita tenía sus ojos abiertos. Muy abiertos.

Y su cabellera rojiza más ensortijada que nunca.

Desde hacía rato, Sarita estaba despierta en su cama. Muy despierta.

Daba vueltas para un lado. Daba vueltas para el otro.

Sarita contaba ovejas, como le había enseñado su abuela.

Pero, nada de regresar el sueño.

Las ovejas se le dispersaban por los verdes campos del desvelo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus hermanos.

- Sarita, ¡sí que molestas! Aún no suena el despertador – dijo su hermana.

- Tengo sueño – dijo su hermano – La noche fue muy cortita. ¿Ya es hora de levantarse? – preguntó. Y se volteó hacia la pared para seguir durmiendo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus padres.

- Sarita, por favor, ¿qué haces despierta a las cinco de la mañana? – dijo la madre sobresaltada por la voz de su hija – ¡Acuéstate y déjanos dormir!

- Ten en cuenta que es su primer día de clases. – comentó su padre.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus abuelos.

- Sarita, ¡falta algo para que suene el despertador! – respondió la abuela.

- La noche es joven aún – le comentó su abuelo – Cobíjala un poco más. Y se abrazó a su almohada para seguir dormido.

El despertador sonó como un montón de palomas alborotadas.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – gritó Sarita llena de alegría, y despertó a todos con los aleteos de sus risas.

No necesitó que la llamaran a bañarse, ya estaba lista esperando a su madre.

- Sarita, siéntate bien en esa silla – dijo su madre – Estás medio parada.

- Mastica bien tu pan con mermelada – comentó su abuela.

- Desayuna tranquila – dijo su padre a Sarita – Estamos con sobrado tiempo.

- No te preocupes – comentó su abuelo que, con una caricia y una sonrisa cómplice, le agregó: – Yo hice lo mismo cuando fui al colegio por primera vez.

Luego del desayuno y el lavado de sus dientes, su madre la vistió con el uniforme nuevo del colegio e hizo dos hermosas trenzas con su cabellera.

- Sarita, mírate en el espejo – dijo su abuela – ¡Estás preciosa!

- Tu morral tiene todo en orden – comentó su padre, cuando se lo alcanzó.

- Aquí tienes tu merienda – dijo su abuelo – te hice un emparedado especial.

La puerta del colegio era un alboroto cargado de sorpresas.

Muchos niños se apretaban a las piernas de sus padres, temerosos.

Algunos lloraban, obligados a entrar a rastras. Otros se reían.

Sarita miraba todo y avanzó de la mano de su hermana sin decir nada.

Desde lejos, había visto un montón de juegos y juguetes y corrió hacia ellos.

Al regreso, a gritos, demostraba toda la alegría de su primer día de clases.

- Además, hay una tortuga enorme, se llama Lala. Y podemos montar en ella.

Horas pasó contando su jornada hasta que, cansada, se durmió.

- Con tantas alegrías se olvidará de nosotros – pensó su madre al darle el besito de las buenas noches.

- ¡Sarita, levántate que ya sonó el despertador! – dijo su hermana mayor.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijeron sus padres, al lado de su cama.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – repitieron sus abuelos, desde la puerta.

Sarita apretó en su pecho su almohada en forma de elefante.

- ¿Por qué? – les preguntó a todos – ¡Si ya fui ayer!


Texto del libro "Sarita" de Armando Quintero.

Si quisiera leerlo en catalán vincúlese a http://ventafocs-interessant.blogspot.com/ El cuento tiene traducción de Catalina Cerdó Torrandell, Mallorca, España.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Los fantasmas también sueñan

Ilustración: Armando Quintero

El fantasma invisible

Siempre había sido un fantasma recatado.
Pero, desde hacía varios días, no se le podía ver.
Aquel fantasma se había enamorado de una bellísima mujer invisible que pasó a su lado. Ella olía a rosas blancas, con la fuerza de un jazmín.
Como ser invisible no es lo mismo que ser fantasma, por seguirla, se quitó la sábana que lo cubría.
Sólo para acompañarla. E intentar conquistarla sin levantar sospechas.

La mujer visible

Montada sobre aquel árbol viejo, seco, sin hojas y sin frutos, la muerte aguardaba a los campesinos que pasaran por debajo.
Para segarlos con un golpe certero de su guadaña, como ellos con sus hoces lo hacían con el trigo maduro de los campos.
Pero ellos, conocedores de las historias que los abuelos les habían narrado sobre el sitio, siempre tomaban el más prudente de los atajos.


Pasaminutos

El tiempo pasaba tan lento por aquel lejano pueblo que, el inventor, creó un extraño aparato para acelerarlo. Lo denominó pasaminutos
Posiblemente funcionó una hora.
La que el tiempo se tardó en cruzar por la llamada calle principal, desde la entrada, a la salida de aquel pueblo.
Allí, sobre un taburete muy antiguo, estaba funcionando el aparato.
El tiempo lo tomó entre sus manos, para observarlo con cuidado.
Lo hizo con tanta lentitud que, como suele pasar en esos casos, el pasaminutos se le resbaló de las manos y se desparramó en el suelo.
El inventor no logró jamás recomponerlo y el tiempo, sin ninguna pereza, se lo llevó consigo.


Un secreto a gritos

No podía guardarlo más.
Le habían pedido el mayor de los silencios. Más, se lo hicieron jurar. Pero, llevaba mucho con él adentro. No estaba seguro de aguantar más.
Correría hasta la montaña para gritarlo, y aliviarse de su peso.
Lo haría lejos, en una cueva que había descubierto.
Y, lo hizo. Lo gritó desde el corazón, a pura fuerza.
Nunca supo que la cueva era tan profunda que salía por el otro lado del mundo. Y, menos, que el secreto se escuchó, completo, por allí.
Corrió con mucha suerte: en esa provincia de China, nadie hablaba su idioma.
Además, los que oyeron el secreto, comentaban entre sí que, los espíritus del bosque habían gritado algo, en una lengua tan extraña que era preferible no traducir.


Una puerta en silenciosa espera
En una montaña, que se eleva en medio de un extenso valle atravesado por un río, había una enorme puerta bien cerrada.
Todos los que sabían sobre ella estaban seguros que, dentro de la montaña, había algo oculto. Pero nadie, nunca, había encontrado la llave que permitiera abrirla. Aunque intentaron hacerlo por todos los medios y con todos los recursos sin lograrlo. La puerta resistía todos los embates.
Una vez, una pareja de enamorados que venían bajando por la montaña, después de subirla desde su otro lado, encontraron, debajo de una piedra que reverberaba, unas viejas llaves. Cuando, por fin, llegaron al pie de la puerta cerrada, comprobaron que la llave calzaba perfectamente en su cerradura.
Al abrirla, se encontraron con una habitación iluminada que tenía una mesa pequeña con una llave en su centro y otra puerta cerrada.
Abrieron la nueva puerta y, otra vez: una habitación iluminada, una mesa, una llave, otra puerta cerrada. Y, continuaron desde allí, hasta abrir cuatrocientas ochenta y nueve puertas más.
Agotados, y en común acuerdo, decidieron detener su recorrido.
Juraron, mutuamente, ante esa puerta no decir nada de nada, a nadie.
Se regresaron y cerraron con su llave la cerradura de la primera puerta. Luego, se acercaron a las orillas del río, en su sitio más caudaloso, y lanzaron la llave al centro profundo de sus aguas.
¡Lástima!, porque detrás de la puerta cuatrocientos noventa hubieran encontrado el verdadero Jardín del Edén.
El libro de lluvia

No es un invento de esos que uno podría leer en los cuentos. No.
Las gotas de lluvia se cansaron de pasar directamente de las alturas a la tierra o, en el mejor de los casos, a otras aguas para volver al cielo.
Se reunieron en asamblea general y, como corresponde a toda comunidad representativa y protagónica, decidieron guardar un registro de todo su pasaje y presencia por estos lugares en un libro de lluvia.
Y, no sólo por aquello de “las palabras dichas vuelan; escritas, permanecen”, que las haría más humanas, sino por algo más convencional y simple: creer que con ello harían historia.
Claro que, como suele pasar dentro del mejor estilo de algunos seres, no previeron nada, ni siquiera lo pensaron. Solamente lo decretaron.
Y, sucedió lo que tenía que suceder. Con la acumulación de tantos registros, gota a gota, el libro desbordó sus propios márgenes y, con toda su magnitud y fuerza, generó el diluvio universal.
Lo demás, todos lo conocen: de generación en generación: se gestaron, poco a poco, las historias de los hombres.
Esas que, por supuesto, ignoran lo no previsto ni pensado por las gotas de lluvia, aunque ellas lo hubieran decretado en una asamblea general.

La enciclopedia sin hojas

Cuando el escritor fue a consultar uno de los tomos de su enciclopedia, descubrió que estaba sin hojas.
Como tampoco quería quedar en la ignorancia de qué era lo que había sucedido con ellas, investigó.
Unas pequeñas huellas le indicaron el posible camino a seguir. Y lo hizo.
Al mirar por el agujero notoriamente agrandado de una cueva, se encontró a un ratón con anteojos. Estaba consultando las hojas que faltaban.
A su lado, en una edición miniatura, y abierto en uno de sus relatos, se veía “El Aleph” de Jorge Luís Borges.
El escritor, emocionado del entusiasmo intelectual del otro, nada dijo.
Sentado en el cómodo sofá de su sala, se limitó a aguardar que, terminada la consulta de ese verdadero ratón de biblioteca, le devolvieran las hojas faltantes.

Descantinflado

Mario Moreno aún no se llamaba “Cantinflas” cuando vio, desde la puerta de su vecindad, a una pequeña niña mocosa y harapienta.
Ella, más que cargar, arrastraba un enorme guacal de chiles jalapeños hacia las antiguas puertas del mercado popular.
Nada dijo. Pero años después, y cuando ya cargaba con todo el peso de su merecida fama, se dio cuenta que, desde ese momento y para siempre, quedó descantinflado ante la mísera condición humana.

Un bosque sin árboles


Las carreteras se quedaron sin árboles.
Igual ha sucedido con las autopistas. Y, antes sucedió con las avenidas y las calles. Si seguimos así, a poco, este país se quedará sin árboles.
Pero, que no cunda el pánico. El progreso siempre nos da soluciones. Ahora tenemos un nuevo bosque para contemplar cuando circulamos por ellas: el de las coloridas vallas metálicas, cargadas de anuncios comerciales.

Una selva apretujada

Por un poco más de espacio necesario le reclamaban los elefantes a los hipopótamos, los leones a los elefantes, los tigres a los leones, las gacelas a los tigres, las hienas a las gacelas, los gorilas a las hienas, los monos a los gorilas y las ratas a los primeros. Sin detallar los silbidos, chillidos y ululares de las aves, el golpeteo de las colas de los cocodrilos, los bruscos movimientos de las pirañas y la tensa calma de otras especies, que parecían mantener silencio.
Los reclamos se elevaban bajo los techos con toda su intensidad.
Porque los hipos, gruñidos, barritos, quejidos y aullidos de cada uno de los animales de aquel poblado zoológico invadían, ya, a los espacios más íntimos de las fábricas, talleres, edificios y casas de la gran ciudad.
¿Quién fue el primero, si lo hubo? ¿Todos lo hicieron a un tiempo? ¿Fue una solución organizada o meramente ocasional? Nunca lo sabremos. Sí, sólo se supo que, al irse todos los hombres, mujeres y niños, alguien abrió las jaulas y refugios de los animales.
Ahora, los espacios de todo el zoológico incluyen las calles, avenidas y cada una de las numerosas habitaciones abandonadas por sus pobladores.
Por ello, si usted llega a una gran ciudad y comienza a sospechar que sus pobladores pasan a su lado como si usted no existiera para ellos. O, lo miran desafiantes o amenazadores, no le hablan ni responden y, menos, le sonríen, no se asuste. Sólo, cuídese.
Y, responda a todo, con la mayor serenidad que le sea posible.

El camino sin regreso

Cuando el ingeniero constructor escuchó comentar sobre los caminos sin regreso, no lo pensó dos veces. Y trató de concretar la idea, a la brevedad.
El gozo de llevar a cabo una obra digna de su ingenio, lo mantuvo despierto por días. Luego, durante semanas y, por último, por meses.
Medía y pensaba. Repensaba y volvía a medir. Realizaba cálculos y cálculos, borroneaba proyectos y más proyectos. Trabajaba sin descanso.
Para nada, porque sus caminos terminaban siendo, a lo sumo, unos simples caminos sin final. Que, en nada, se parecían a los que deseaba.
Llegó a la conclusión que, para lograr un verdadero camino sin regreso, había que consultar a alguien especialista en ellos. Hasta, si era necesario, asociársele. Y lo hizo.
Lamentablemente, encontró una socia que resultó muy convencional en sus quehaceres: sólo realizó su labor de siempre. Eso sí, perfecta.
Él no logró sobrevivir para construir los caminos soñados, menos para reconocer que asociarse a la muerte nunca ha sido un recurso ingenioso.

Textos tomado del libro de Armando Quintero Laplume Sucedidos
Mini cuentos para palabreros y otros oficiantes

viernes, 18 de junio de 2010

Mini cuentos para lectores (*)


Imágenes tomada del album Alicia de Javier Marichal en facebook.

1.- La última destrucción de Troya

- ¡Sí! Claro que conozco la historia que narran los griegos. Lo que no puedo permitir es que, sólo, se dé por cierta la versión de los supuestos vencedores – decía la joven desconocida, ante la asamblea de todos los ancianos de Cartago -. Luego de ocho veces, Príamo se cansó de hacernos reconstruir nuestra amada ciudad. Eneas sugirió la huída cuando, por nuestros espías, nos enteramos de la propuesta de Odiseo. La asumimos y se aprovechó el momento. Mientras ellos construían el caballo, nosotros tomamos lo más necesario y nos fuimos hacia las naves, que ya habíamos preparado. Sólo quedaron los soldados que introdujeron, en nuestra sitiada Troya, al enorme animal de madera cargado de aqueos. Hecho esto, en el mayor sigilo, nuestros soldados destruyeron todo lo que habíamos dejado, iniciaron el fuego de la ciudad desde las afueras y, también, huyeron. Fue el escarnio al que se verían sometidos por nuestra burla, lo que les hizo inventar eso que, por ahora, narran. Como ven, no fuimos vencedores pero, menos, vencidos. ¡Ah!, y para que no haya dudas sobre lo que digo, lo asevero por las apreciadas cenizas de mi suegro y de mi heroico esposo. Me presento: soy, la hija de Aecio, el rey de Tebas, de quien los griegos cuentan que me convertí en esclava de Pirro, el hijo de Aquiles. Algo que, como ven, tampoco es cierto. Mi nombre, por si quedan dudas, es Andrómaca.

2.- El secreto de la eterna tejedora

- ¡No puedo dejar que se complete la tela! – comentó para sí el joven Telémaco -. Sería terrible para el amor de ella y de mi padre. Mucho me cuesta moverme sigiloso para destejerla. Pero, aquí estoy otra vez, deshaciendo por la noche lo que ella avanza en el día. En alguna ocasión se lo confesaré, para que ella lo siga haciendo y, así, corra la fama de que mi madre es la eterna tejedora de la que hablarán los aedas y rapsodas.
A su lado, detrás de unas cortinas de esa habitación del palacio de Ítaca, oculta y sonriendo, Penélope observaba el ardid que venía realizando su hijo. Sobre todo, alababa lo mucho que se parecía a su amado y astuto Odiseo y pensaba que, una noche de éstas, se dejaría ver por él, sólo para ayudarlo.

3.- La piedra certera

- ¡Sí!, ¡claro que David derrotó a Goliat! Pero, se los puedo asegurar, no fue así cómo de verdad sucedieron todos los hechos! – aseveró el joven guerrero filisteo, que fuera atrapado mientras merodeaba por el campo enemigo -. Nunca pensamos que, ese joven pastor que sólo parecía atender a su majada, era David. Y, menos, que iba a descubrir la treta que, por mucho tiempo los asustó a todos ustedes, israelitas. No supimos cómo llegó hasta los espejos que estaban ocultos entre las peñas. Porque, de verdad, todo era un juego de espejos: Goliat era un enano…
Éstas fueron sus últimas palabras. Una piedra, lanzada con certeza, había golpeado la frente del joven guerrero filisteo, y lo mató en el acto.
A prudente distancia, con su honda aún vacía entre las manos, David sonreía desafiante. Y nadie se atrevió a modificar la historia.

4.- El eterno resucitado

- Tal vez, algún día cambie nuestro signo – comentó el joven, al sacerdote que les visitaba -. Pero, así ha sucedido con ese milagro. De generación en generación, nuestra familia ha cuidado de nuestro anciano Lázaro. Al principio, les asombró a nuestros lejanos parientes, mientras fueron pasando los años. Luego, con tantos siglos, todos se acostumbraron. Ahí lo ve, ya está que es una pasita, en medio de su lecho. Es notorio, que fue a él a quien Jesús resucitó. Como también, el hecho que, ya sea por olvido u omisión, nunca le fue señalado su segundo fallecimiento.

5.- Otro enamorado y la muerte

- ¡No sigas! – ordenó el joven a su imprevista visitante -. Ya sé lo sucedido con el otro enamorado cuando entraste así, tan señora, tan blanca, tan fría. Ya oí el romance. Pero, te aseguro, no voy a echar carreras para que vengas a cortar una larga y hermosa cabellera de la que tendría que asirme para trepar hasta la habitación de su dueña. Menos si sé que voy a estrellarme a los pies de una torre. Y, lo peor de todo, para que me lleves antes de consumar mis deseos. Mírame bien. Soy joven y de buen parecer. Mira este lecho, cómodo y con buenas sábanas. Sólo te propongo lo que nunca te han propuesto: ¡tengamos la noche de nuestro amor!

6.- La muerte verdadera

- Sí, mí querida esposa, esto sucedió así. ¡No te estoy inventando una historia! Sólo te repetiré el hecho para que te quede bien claro. Cuando Ricardo III gritó aquello de: “¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”, todos vimos en esas palabras una oportunidad. De inmediato, cada uno intentó alcanzarle el suyo. No previmos que, con el fragor de la batalla, los pobres animales tenían que estar alterados. El rey murió pisoteado por los cascos de nuestros caballos en estampida. Lo de todas las flechas que aparecen clavadas en su cuerpo, lo inventamos después, avergonzados por lo sucedido. Y para que, por supuesto, Enrique Tudor fuera el vencedor de la Batalla de Bosworth y se convirtiera en nuestro amado Enrique VII, restaurador de la autoridad real en Inglaterra. No necesito decirte que nuestro silencio es muy importante, y debe ser eterno.

7.- La labradora y el señor

- ¡No me vengan con más historias! – protestó a gritos la joven Aldonza Lorenzo -. Me da pena ese señor que ustedes dicen que me convirtió en su dama. ¿Dama, yo?, si sólo tengo el olor a bosta de las vacas que arreo, el aliento a los ajos y cebollas que cosecho, y estas manos y ropas maltratadas de labranzas. ¡Déjense, vecinitas, de pasar los chismes! ¡Y déjennos en este lugar de La Mancha! A mí, con mis quehaceres. Y a él, con su triste figura. Bastante tenemos cada uno con ello, ¡para estos tiempos que corren!

8.- Muchachita del Bosque

- Escucha – le dijo Lobo Grande a Lobo Pequeño -. Y atiende bien. Si por ese sendero que ves ahí, pasa una niña con una cesta y una caperuza de este color – le mostró unas guindas-, ni le hables: ¡Es un ser muy peligroso! Esa muchachita tuvo mucho que ver con el triste final de tu tatarabuelo.

9.- Protesta

- ¿Por qué a este Príncipe no se le ocurrió otra cosa que darme un beso para que despertara – protestaba, muy molesta, Bella Durmiente del Bosque, luego de los cien años que permaneció en su hechizo -. Además, ¡cuándo estaba soñando tan bonito!
- Y, ¿por qué no? – se preguntaba para sí, con maléfica sonrisa, el Hada que lo había creado -. Mi venganza se completaría, si todos creyesen que este cuento tiene un final feliz.

10.- La sonrisa del gato

- ¡No puedo soportar la sonrisa de un gato que me siga a todas partes! – comentaba años después, y entre dientes, la joven Alicia Liddell -. Más de una vez quise abandonar mi sueño. Llegar al momento en que estaba adormilada a la orilla del río, tejer una corona de una cadena de margaritas y no hacerle caso al conejo blanco de ojos rosados que, a voz en cuello, se quejaba de la hora. Sentía que él pasaría a ser más famoso que cada uno de todos los personajes de esta historia que nos narró el reverendo Do…do… Dodgson, así, con toda su tartamudez, mientras navegábamos por el Támesis. Recuerdo, eso sí, que en ese relato inicial no lo mencionaba. Pero, desde que apareció, estaba segura que el Gato de Cheshire sería más famoso que yo. No se lo reclamé y asumo las consecuencias. Pero reconozco que, detrás de esa sonrisa, se asoma Lewis Carroll y no Charles Lutwidge Dogson, su inventor. Ésta ha sido mi pequeña venganza por dejarme en segundo plano, cuando todos sabían lo mucho que me amaba.

11.- La muerte del Conde Drácula

- No pudo soportar la carencia de sangre – les informó el médico a los numerosos vampiros que esperaban el resultado de la autopsia -. Podríamos decir que murió de hambre. Ustedes tendrían que ubicar, y hasta demandar, al inexperto dentista que le implantó este par de colmillos nuevos. No tuvo el cuidado de avisarle de la posibilidad de obturación del succionador, por la coagulación de tanta sangre acumulada de sus últimas cenas.

12.- La confesión

- Escúcheme bien, señor cura, poco me resta de vida: con mis noventa y nueve años, no puedo soportar más este secreto que, desde mis veinte, me ha signado la vida – decía, entre susurros casi agónicos, la anciana al sacerdote que la asistía en su lecho de muerte -. Es algo de lo que me siento culpable. Como si cargara con un enorme pecado, aunque no lo haya cometido directamente. Ni yo, ni mi marido, tenemos los apellidos que ustedes conocen. Yo soy Adela, la hija menor de Bernarda Alba. Él era Pepe el Romano. Cierto que aquella noche, ésa que usted ha visto en el teatro, lograron herir a Pepe. Pero no fue nada grave. Ambos logramos huir y nos mantuvimos ocultos por meses. Hasta que decidimos embarcarnos a Cartagena de Indias, donde cambiamos de nombre, nos casamos y hemos vivido siempre. Sin hijos. Compartiendo, eso sí, ese aciago recuerdo. Hasta su muerte, el mes pasado. Como ve, no es cierto que yo me suicidé. Esa historia la inventó mi madre para que, como ella siempre quiso, no se mancillara el honor de la familia. Puertas afuera, porque adentro fue distinto. Esa noche, todas las mujeres de la casa mataron a La Dolores, la hija idiota de nuestros padres, que la familia siempre ocultó. Nuestra verdadera hermana menor, que era igualita a mí. Fue a ella a la que enterraron. Esto fue hecho por orden de Bernarda y recomendación de La Poncia. Según nos contó, a mi marido y a mí, mi hermana Martirio, que nos logró ubicar antes de partir a América. Claro que, esto, no lo supo nunca García Lorca. Además, al no saberlo, trágicamente, se hace cierto lo que grita mi madre en la obra: “Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen”.

Tomados de "Sucedidos" de Armando Quintero

(*)Nota Al hacer clic en el título de cada uno de los cuentos, tendrá alguna información sobre las obras y los personajes citados en cada texto.

jueves, 17 de junio de 2010

El corazón de Martín Tinajero


Abeja libando, imagen tomada de un blog de apicultura.

"Creo... en las abejas que labraron su colmena dentro del corazón de Martín Tinajero " Fragmento de Mi Credo de Aquiles Nazoa


El corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel. Desde pequeño. Nunca conocí, ni conoceré, estoy seguro, a un ser tan tierno, tan delicado, tan claro de vivir lo que le tocara vivir y, ¡tan hombre! Menos, y perdone que se lo diga, a uno tan religioso como él. Vivía bien lo que fuera, y cristianamente. Nunca le oí quejarse de todos los trabajos y pesares que tiene nuestro oficio. Por muy dolido y enfermo que estuviera, siempre cumplía sus obligaciones de soldado. Tampoco, le sentí demostrar algún temor. Y, conociéndolo como le conocía, sabía que sus miedos los llevaba dentro. Y era tantos, o más, que los que cualquiera de nosotros sentía. Pero, su actitud era tan serena, tan de aceptar el momento que se le presentaba, que nos serenaba a todos. Como si estuviéramos ante Nuestro Señor Jesucristo amando a plenitud la voluntad de Dios Padre. Se lo puedo asegurar a Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, sin temor a equivocarme. Como le puedo asegurar de la luz de este sol que nos ilumina ahora. No sé, eso sí, si todo lo que le diga pueda servirle para su “Recopilación Historial de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada de las Indias del Mar Océano”, esa obra que usted está escribiendo, y que engrandece todos los sacrificios realizados por cada uno de nosotros en la conquista de estas lejanas tierras. ¿Su obra, si mal no lo recuerdo, ya va por el cuarto o quinto libro? ¿No es cierto? Gracias a su esmero, y al apoyo entusiasta de Nuestro Rey. Y, según me han comentado, llegará como hasta un noveno. ¿No es verdad? Bueno, disculpe que me haya desviado de la pregunta que me hiciera. Comienzo. Sepa usted que a Martín Tinajero lo conocí de toda la vida. Fuimos vecinos, casi nacimos y nos criamos juntos. Siempre fuimos amigos, “en las buenas y en las malas”, como se dice. Nuestros padres trabajaban en las mismas y productivas tierras. Como lo habían hecho nuestros abuelos, desde los abuelos de nuestros abuelos. De la fecha precisa de su nacimiento, no tengo ni la menor idea. Nunca la supe. Como, tampoco, sé la mía. Éramos de Écija, la sevillana ciudad de los valles de allá, por las orillas del Río Genil, el principal afluente del Guadalquivir. La conocida “Ciudad de las Torres”, por la cantidad de campanarios que emergen entre sus techos de grises y rosadas tejas. “La ciudad del Sol”, como la llaman. O, “La sartén de Andalucía”, como todos le decimos por sus elevadísimas temperaturas estivales. Disculpe. Me desvié de nuevo. Usted sabrá perdonarlo. Pero, es que la memoria de la tierra donde uno nació como que se nos pega dentro. Y se extrañan sus aromas, sus colores, sus sonidos, sus sabores; sobre todo, cuando se está lejos de ella. Vuelvo a aquello que le interesa a Vuestra Merced, y que fue para lo que vino a preguntarme. Siempre creímos - tanto su familia como la nuestra - que Martín Tinajero iba a ser un franciscano, como usted. O, al menos, un religioso. Sus delicadas manos no eran para trabajar la tierra, salvo para amasar la arcilla. Y, ¡bien bueno que era en la hechura de tinajas! De ahí le viene su nombre - de su oficio - como a muchos de nosotros. También, hacía otras piezas de nuestra cerámica tradicional, de la que se precian mucho los artesanos de Écija. Hay, incluso, parte de sus trabajos en las paredes y columnas de nuestras iglesias. Pero nunca podría decirle cuales. No lo sé. Nunca me lo dijo y, por respeto a nuestra amistad, tampoco se lo pregunté. Supe, eso sí, porque el mismo me lo contó, que un día que estaba arrodillado ante el Santísimo Cristo de la Salud, en nuestra iglesias de San Gil, oyó una voz que le decía: “Tu corazón está destinado a una gran leyenda” Él creyó que le llamaban para la vida sacerdotal y, con esa humildad suya, fue a hablar con el Padre de la Iglesia de Santa Bárbara, donde está la imagen de nuestro Santo Patrono, San Pablo. Por parecerle lo más cercano a esos deseos, ya que este santo, también, había respondido a los llamados de una voz que le sonó de pronto. Él me pidió que le acompañara. Cuando llegamos, yo le esperé fuera. Aquello que iba a resolverse, era sólo entre el sacerdote, él y Dios. Le aseguro a Su Merced, Fray Pedro de Aguado, que Martín Tinajero, desde muy pequeño, siempre fue algo enfermizo. Por ello, a ninguno de los dos nos resultó extraño que, apenas el Padre Superior lo viera, detallara su contextura y, a una, le recomendara la búsqueda, por otros caminos, de la voluntad que parecía señalarle la voz que había escuchado. Así me lo comentó, luego de salir del templo, cuando casi íbamos llegando a nuestras casas. Antes guardó total silencio, que no me atreví a cortarlo. Y, así lo hizo. Le confieso que, tampoco a mí, se me hubiera ocurrido que iba a tomar el mismo camino que tomamos muchos de los jóvenes de nuestra época: la búsqueda de eso que llaman El Dorado. Pero así fue. Juntos nos embarcamos hacia estas tierras. Y, juntos pasamos los primeros temores al irnos acercando cada vez más al borde del horizonte de la mar océano y, luego, ir cruzando el Mar de los Sargazos, a la espera de encontrarnos con los terribles monstruos que, siempre nos dijeron, habitan por esas aguas: ballenas blancas, tiburones azules, pulpos y calamares gigantes, incluso esos horribles seres llamados sirenas. Tengo claro que la mayoría de nosotros llevábamos los ojos puestos en las riquezas que pudiéramos obtener en esa empresa. Nada más, ni mucho menos. El oro, la plata, los diamantes y tantas otras riquezas encontradas, los frutos y animales nuevos estaban ahí, detrás de esos peligros, al alcance de todos, al beneficio de cada uno de nosotros. Para Martín Tinajero, no. Él estaba seguro que encontraría el Paraíso Terrenal en las nuevas tierras. Varias veces me lo dijo. Y, a eso vino. Apenas llegados al nuevo mundo, nos integramos a las huestes de los Hermanos Welser. Bajo el mando de Nikolaus de Federmann. Hicimos la jornada que este conquistador realizó hacia el interior de las nuevas tierras que se iban conociendo. Por lugares aún desconocidos. Partimos de Coro y alcanzamos la región de Río Hacha a mediados de 1536. Le aseguro, Su Merced, que las dificultades fueron muchas, desastrosas. Nos encontramos caminando por enormes y enmarañadas selvas, hediondas ciénagas, desolados desiertos, cumbres altísimas y borrascosas. Ríos enormes, caudalosos y profundos, donde habitan desde unos peces llamados yacaré, cuyos cuerno son tan duros, que no se pueden herir con cuchillo o flechas. En esos lugares, descubrimos, entre otros animales, culebras ponzoñosas, hormigas bermejas, y hasta alacranes, gusanos y arañas enormes, todas cubiertas de vellos y llenas de veneno, cuyo sólo contacto es sumamente peligroso. Y donde hasta los numerosos frutos, salvo que uno aprenda a esperar si lo comen o no las aves, como hacen los pobladores de estas tierras, pueden ser mortales. Y, por si fuera poco todo esto, ¡este calor siempre sofocante!. Se perdió y murió la más gente de sed y de hambre. En medio de tantas penurias, sólo recuerdo el rostro sonriente de Martín Tinajero, quien, a pesar de hallarse enfermo nunca se quejó. Nuestro Capitán le había nombrado nuestro cocinero. A veces, caminaba en búsqueda de comida mucho más que cualquiera de nosotros. Para solucionar nuestras necesidades básicas. En una de estas salidas, le aquejo la enfermedad que tenía y murió de ella. Le enterramos en un hoyo que en invierno había hecho el agua. A vista y muy bien señalado. De modo que, para que a nuestro regreso, fuera avistado y reconocido desde lejos. Esto sucedió como para septiembre de 1536. Ha de haber sido en la región situada al sur del lago de Maracaibo. De eso estoy seguro. Nosotros seguimos avanzando, hasta que Nuestro Capitán Nikolaus Federmann decidió regresar directamente a Coro y ordenó al grueso de la hueste – los pocos, de tantos, que logramos sobrevivir – a que marchase al mando del capitán Diego de Martínez hacia los llanos de Carora. Al regresar, cuando nos acercábamos al lugar donde el cuerpo de Martín Tinajero estaba enterrado, comenzamos a sentir cierto olor muy suave y agradable que ocupaba todo el campo. Como cuando en nuestras tierras se inicia la primavera, y se desatan los aromas de todas las flores. Pero, le aseguro sin exagerar, era mucho más que ello. Tanto era el ímpetu del tal aroma, que se percibía a más de cincuenta pasos a la redonda. Admirados de tanta maravilla, intentamos, pero no pudimos acercarnos a él. Nos lo impedía una colmena completa de abejas, de esas que crían miel. Nuestros asombrados ojos no podían creerlo: las abejas estaban anidadas en su corazón, íntegro aún, que parecía latir como si todavía estuviera vivo. Por eso le digo a Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, por lo que en el cuerpo muerto de nuestro Martín Tinajero se vio, él era un hombre bienaventurado, un gran siervo de Dios. Claro está que nuestros españoles y su capitán y caudillo llevaban los ojos en el oro, la plata, los diamantes y tantas riquezas que deseaban tener y, por ello, no tuvieron en cuenta este caso, ni siquiera vieron lo digno de llevar su cuerpo para darle eclesiástica sepultura. A mí, al menos, me queda el consuelo de haberle dicho todo lo que sé. Y, sobre todo, confirmarle lo que le decía al principio de todo esto que usted, al preguntarlo, me permitió que le dijera, y para que las generaciones futuras sepan de ello: el corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel.

Cuento de Armando Quintero Laplume. Publicado en Letralia nº 115, 4 de octubre del 2004. http://www.letralia.com/115/letras03.htm

lunes, 14 de junio de 2010

Ahora y otros pequeños poemas


Tomada del album: Ilustraciones de Ricardo Blotta, que firma Blota. http://ricardo-blotta.artelista.com/

Ahora

Sólo porque al pasar,
me miraste y sonreíste:
mi corazón vuela
como un pajarito al viento
con una ramita de olivo.

Ahora,
inquieto, me pregunto:
¿Qué será de él
- pobre pajarito asustado y sin olivo –
cuando al pedirte
si quieres ser mi novia
me respondas que sí?

Corazón esquivo

Dudo
que quieras ver
mis sueños realizados.
Si así fuera,
ya hubieras construido
el más amplio aeropuerto
para que aterricen
todos estos avioncitos de papel
que siempre envío,
escritos para ti:
viva razón de todo vuelo.
No pierdo las esperanzas
que lo hagas,
hoy, mañana, pasado:
cuando el tiempo despeje
- y entibie en algo –
el helado cielo
de tu corazón esquivo.

Esa locura

Hoy supe del amor.
Hoy descubrí
esa locura de estar enamorado
cuando
mirando a través de la ventana
veo una nube
que, sencillamente,
se parecía a ti.
¿Qué iba a hacer?:
La torpeza de todo enamorado:
a riesgo de un regaño
o la seguridad de quedarme sin recreo,
le envié el más sonoro de mis besos,
sin importarme las palabras
que luego me diría nuestra maestra,
en plena clase de Gramática.

Ven, sígueme

Detrás del árbol de limones verdes
- el pequeño que está en el huerto del colegio –
hay un atajo hacia el río.
Ven, sígueme.
Aprovechemos
la hora del recreo
para salirnos hasta allí,
tomados de la mano,
y regresarnos
con el rostro subido de colores
después de robarte un beso.

Avioncito de papel

Mientras la maestra escribía en la pizarra,
hice un avioncito de papel.
En una de sus alas le escribí
“te quiero mucho”
antes de lanzarlo al aire.
Vagó por el aula,
como un pajarito perdido,
buscando aterrizar en tu pupitre.
Pero – pajarito loco - equivocó el camino.
- ¡Lástima! – me delaté gritando.
Es que no me lo hubiera perdonado:
no era el avioncito,
era mi corazón el que viajaba
y él nunca hubiera aterrizado
en el cabello dormido
de Liliana, a quien
ni tú, ni yo, queremos.

Del libro "Un pupitre doble con un tintero al centro" de Armando Quintero.
Publicado en la Separata del Boletín A. U. L. I. Nº 37, 1984-2003, Montevideo, Uruguay.

martes, 8 de junio de 2010

¡Ya es la hora de ir a la escuela!


Ilustración tomada del album "Alicia" del facebook de Javier Marichal

Sarita tenía sus ojos abiertos. Muy abiertos.
Y su cabellera rojiza más ensortijada que nunca.
Desde hacía rato, Sarita estaba despierta en su cama.
Muy despierta.

Daba vueltas para un lado. Daba vueltas para el otro.
Sarita contaba ovejas, como le había enseñado su abuela.
Pero, nada de regresar el sueño.
Las ovejas se le dispersaban por los verdes campos del desvelo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus hermanos.
- Sarita, ¡sí que molestas! Aún no suena el despertador – dijo su hermana.
- Tengo sueño – dijo su hermano – La noche fue muy cortita. ¿Ya es hora de levantarse? – preguntó. Y se volteó hacia la pared para seguir durmiendo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus padres.
- Sarita, por favor, ¿qué haces despierta a las cinco de la mañana? – dijo la madre sobresaltada por la voz de su hija – ¡Acuéstate y déjanos dormir!
- Ten en cuenta que es su primer día de clases. – comentó su padre.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus abuelos.
- Sarita, ¡falta algo para que suene el despertador! – respondió la abuela.
- La noche es joven aún – le comentó su abuelo – Cobíjala un poco más.
Y se abrazó a su almohada para seguir dormido.

El despertador sonó como un montón de palomas alborotadas.
- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – gritó Sarita llena de alegría, y despertó a todos con los aleteos de sus risas.
No necesitó que la llamaran a bañarse, ya estaba lista esperando a su madre.

- Sarita, siéntate bien en esa silla – dijo su madre – Estás medio parada.
- Mastica bien tu pan con mermelada – comentó su abuela.
- Desayuna tranquila – dijo su padre a Sarita – Estamos con sobrado tiempo.
- No te preocupes – comentó su abuelo que, con una caricia y una sonrisa cómplice, le agregó – Yo hice lo mismo cuando fui al colegio por primera vez.

Luego del desayuno y el lavado de sus dientes, su madre la vistió con el uniforme nuevo del colegio e hizo dos hermosas trenzas con su cabellera.
- Sarita, mírate en el espejo – dijo su abuela – ¡Estás preciosa!
- Tu morral tiene todo en orden – comentó su padre, cuando se lo alcanzó.
- Aquí tienes tu merienda – dijo su abuelo – te hice un emparedado especial.

La puerta del colegio era un alboroto cargado de sorpresas.
Muchos niños se apretaban a las piernas de sus padres, temerosos.
Algunos lloraban, obligados a entrar a rastras. Otros se reían.
Sarita miraba todo y avanzó de la mano de su hermana sin decir nada.
Desde lejos, había visto un montón de juegos y juguetes y corrió hacia ellos.

Al regreso, a gritos, demostraba toda la alegría de su primer día de clases.
- Además, hay una tortuga enorme, se llama Lala. Y podemos montar en ella.
Horas pasó contando su jornada hasta que, cansada, se durmió.
- Con tantas alegrías se olvidará de nosotros – pensó su madre al darle el besito de las buenas noches.

- ¡Sarita, levántate que ya sonó el despertador! – dijo su hermana mayor.
- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijeron sus padres, al lado de su cama.
- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – repitieron sus abuelos, desde la puerta.
Sarita apretó en su pecho su almohada en forma de elefante.
- ¿Por qué? – les preguntó a todos – ¡Si ya fui ayer!

Cuento del libro "Sarita" de Armando Quintero

La oveja verde y su hermanita negra


Ilustración tomada de www.taringa.net

En un rebaño nació una oveja verde.

Luego de la sorpresa inicial, sus padres la ocultaron largo tiempo del grupo de ovejas blancas al cual pertenecían.
Al verla tan pequeña y tierna, temían que las otras ovejas la confundieran con un manojo de hierbas frescas traído por el viento y se la comieran.

Fue creciendo obediente, delicada y juguetona.
Con aspecto y parloteo de balar, como para siempre, el idioma de los corderitos.
Algo que muy pocas ovejas blancas hacen en esos lugares donde nadie escucha al otro, sino a sí mismo.

Cierto día, en un descuido, se asomó al mundo por la puerta falsa de un corral y supo que también tenía una hermanita negra.
Era una oveja más pequeña en tamaño. Pero, mucho más grande en travesuras que ella. De una curiosidad inagotable,apasionada de los juegos, capaz de toda clase de preguntas. Y, sobre todo, fascinada de hacerle bromas a las grandes ovejas blancas, que siempre andan alineadas, saltando cercas, a la hora de los desvelos.

Apenas se vieron, se reconocieron. Porque ambas sabían lo que cada una era con la otra. Y se fueron a recorrer mundos.
Escucharon por aquí, hablaron por allá y se sorprendieron por todos lados al descubrir que el universo tiene mucho más que siete maravillas, cinco sentidos y las dos posibilidades de observarlo.

Aprendieron a amar a Charles Chaplin, a Einstein y a Pelé.
A vibrar con Bach, Vivaldi y Rubén Blades.
A sentir a Velázquez, Goya, Van Gogh o a Reverón. Y a disfrutarlos como cuando se lee a Mafalda, Calvin y Hobbes, Olafo y a Charlie Brown.

A recordar las voces y los gestos de Blanca Graciela, Luis Luksic y el Tío Nicolás contando cuentos.
Y a sentir que el corazón y los oídos se encuentran igual de acompañados como cuando escuchan a Sting, los Beatles o las tonadas de Simón.
A disfrutar las cosas más sencillas de Aquiles Nazoa como, también, a las menos sencillas de su credo.
Y, para todos, aprendieron la seguridad de conocer que aquellos que en el mundo han sido, seguirán siendo, por los siglos de los siglos, más vivos en la memoria que de ellos mantenemos.

Por ello, y para ello, alimentan sus relaciones con el asombro, el humor, la ternura, el amor, la bondad, la dignidad y la esperanza.
Y recorren todos los espacios posibles, y aún los imposibles, con esa maravillosa propuesta de narrar sus cuentos.


Del libro "Los Cuentos de la Vaca Azul" de Armando Quintero.

sábado, 5 de junio de 2010

Sarita


Ilustración tomada del blog Frases y Poemas

Sarita es así.
Como es.
Ni más, ni menos.

Sarita tiene su cabellera rojiza, ensortijada y abundante.
Como si frente a nosotros estuviera un divertido león que sólo se alimentara de zanahorias.

Sarita tiene su blanca cara redonda, con abundantes pecas que le dibujan figuras a su rostro.
Como cuando en el cielo aparece la luna completamente crecida, con todas sus manchas al desnudo.

Sarita tiene sus grandes ojos, redondos y azules.
Como si uno mirara el cielo por los binoculares del abuelo, en primavera y sin nubes.

Sarita es así.
Como es.
Y, por si fuera poco, tiene una mirada que parece averiguar cómo eres.

Sarita se peina a su manera.
Con su abundante cabellera suelta.
O, con dos colas de caballo a ambos lados de su rostro, o una enorme trenza sujetadas con mariposas azules.
Naturales, porque las de plástico le provocan alergia.

Sarita viste como le gusta.
- ¿Cuándo se vestirá como la gente? – se pregunta la abuela.
Aunque se sonríe al recordar cómo se vestía ella cuando tenía su edad.

Sarita, a veces, sueña hermosos sueños y ve un país donde habitan una vaca azul, una oveja verde y un caballo multicolor que se alimentan de jardines.
- Anda, Sarita, ¿no vas a seguir contando? – le dicen sus hermanos.
Y Sarita se alegra de parecerse a su abuela cuando habla de sus sueños.

Sarita, también, tiene unos sueños oscuros con unos hombres de uniformes y cascos oscuros, que persiguen los reflejos de una luz diferente en las personas para montarlos en unos trenes oscuros y abandonarlos, largo viaje después, en unos barracones mucho más oscuros todavía.

- Oye, Sarita, eso pasó en tiempos de tu bisabuelo – dice su madre.
Sarita se entristece porque sabe cómo esto pasa, aún, fuera de los sueños.
Y Sarita imagina un universo donde cada uno acepte al otro por lo que es y no por lo que quiere que el otro sea.

Por eso Sarita cuenta de un pequeño unicornio azul con alas que se posa en la palma de la mano como invitándola a dar un paseo por cada lugar del mundo.
- Lo ves o no lo ves – dice Sarita – Es una posibilidad que es tuya.
Y Sarita se alegra porque sabe cómo esto siempre pasa cuando lo deseamos.

Sarita es así, como es.
Ni más, ni menos.
Y uno se pregunta, una y otra vez:
- ¿Cómo sería nuestro mundo sin personas como Sarita?

Y uno siempre se responde:
- Si en algún lugar del mundo no hay una Sarita habría que inventarla, ¿no te parece?

Del libro Sarita de Armando Quintero

sábado, 15 de mayo de 2010

Los otros cuentos de los cuentos, versiones renovadas


Imagen en acuarela tomada del facebook de Stella Artemis.

Y pasaron cien años…
– ¡¿Qué una revolución nos condena a la guillotina?! – preguntó Bella Durmiente recién despertada. Quiero que ellos sepan que estaba dormida: ¡No vi, no oí y, menos, hablaré de nada!

Descargando responsabilidades
– ¡No soy culpable! –aseveró la reina ante el Tribunal que la juzgaba por el crimen de Blancanieves – ¡Fueron los enanitos!: Fumigaron los manzanos y no le avisaron a nadie.

Aviso urgente
– Cenicienta, ¡escóndete! –avisó el Hada Madrina – El alucinógeno perdió efecto y te verán como eres!

Luego, lejos de Hamelín
– ¡Vaya! –exclamó el flautista al contar todos los niños que embelezó con su flauta - ¿Ahora, cómo alimento a tantos muchachitos?

Las dos veces que se equivocó el Ogro
Entre índice y pulgar aplastó a Pulgarcito.
Arrepentido, hizo circular el otro cuento.

El Emperador tiene un traje nuevísimo
– ¡Cállate, hijo! ¡Eso no es así! –corrigió el padre al muchachito que gritaba – No está desnudo: viste una lycra color carne.
Como lo sabemos, el niño no obedeció.

Gato con botas de siete leguas
– Ese molinero-rey nunca sospechará lo hecho: lo ayudé para ser su Primer Ministro…

Para tan larga cabellera
– Al menos, logré ocultar las crines de varios caballos –se dijo Rapunzel, al lanzar su larga trenza desde la torre del palacio..

Lamento
– ¿Mi mundo?: ¡Al revés! – aullaba el lobo perseguido – Ahora todos dicen que soy malo: ¡Todo por protagonizar Cuentos de Hadas!

La confesión de Gepeto moribundo– La carpintería estaba quebraba e inventé lo de Pinocho… Nunca crece una nariz por mentir pero todos se lo creyeron: ¡Gracias a Dios podré criar a ese muchachito que encontré por ahí!

En el País de las Maravillas– ¡Qué sueño, ni nada! –me contaba en secreto Alicia, extrañamente sonreída. ¡Cuánto aprendí con el Señor Conejo! -me agregaba.

Teoría del personaje
– Soy enano, pero bien proporcionado – lamentaba Peter Pan - Los freudianos necesitaban el complejo: ¡Saberlo antes y cuánto dinero me hubiera ganado!

Selección de doce minicuentos del libro Sucedidos de Armando Quintero Laplume

miércoles, 12 de mayo de 2010

Minicuentos para pintores


«Cueva de las Manos, río Pinturas», en Santa Cruz (Patagonia argentina), 7350 a. C. El arte más antiguo de Suramérica. Imagen tomada de WikipediA.

Las manos en la cueva

- Tal vez, dentro de muchos años, no estemos habitando esta cueva. Pero hemos pasado muchos soles y muchas lunas para pintar estos toros, bisontes, renos y caballos. Incluso, hasta nuestras ceremonias de cacerías. Y, ¡nos han quedado tan hermosas! Sería de lamentar que, quienes lleguen después de nosotros, no se enteren de sus hacedores. Pido que, uno por uno, pintemos la palma de nuestra mano izquierda. La del corazón, porque fue con el sonido de sus pulsaciones que logramos lo creado. Nos reconocerán, por nuestras huellas porque, como cazadores lo sabemos, ninguno de los pulpejos de nuestros dedos es similar a los de las manos del otro.
Con estas palabras, llenas de gestos y movimientos, se expresó la joven artista rupestre ante los integrantes de su clan, para solicitar que entre todos terminaran de cubrir los muros de la cueva con sus manos.

El secreto del retrato

- ¡No es tan bonita! Como pintura, puede salvarla el paisaje de fondo. Además resulta mucho más pequeña, de lo que en realidad es, ante “La Virgen de las Rocas” que le colgaron a su frente – comentó el joven.
Pero tampoco él percibió cómo, debajo de la eterna sonrisa del retrato, Leonardo da Vinci se ha autorretratado a las risas, por los siglos de los siglos. ¡Éste ha sido su mejor y muy bien guardado secreto!

Grabar de oídas

- ¡Sí, claro que uno puede grabar de oídas! No es necesario que uno haya visto al ser que presenta a la vista del otro. Basta que uno no olvide sus oídos de niño. ¿Recuerdas cuando escuchabas a tus abuelos, o a los aldeanos de tu región, narrando cuentos? ¿Qué era lo que escuchabas? ¿No era, de verdad, el cuento que uno veía a través de sus palabras? Por supuesto que nunca viajé a África. Tampoco he visto a uno de estos enormes animales. Mi grabado sólo te presenta lo que me han dicho algunos visitantes de esas tierras.
Así se explicaba, ante uno de sus discípulos, Alberto Durero. En sus manos tenía su reciente grabado, ese donde aparece un rinoceronte.

El pintor sí cumplió

- ¡No tendría por qué quejarse! – comentó en voz baja la joven camarera real -. El Señor Nuestro Rey siempre quiso estar en la pintura con sus hijas, y lo logró. ¿Qué importancia tiene eso de que aparezcan en primer plano un perro con la enana? ¿Por qué le molesta que el pintor esté antes que él y que parezca como si estuviera riéndose? Tiene que ser de la alegría. ¿Quién ha logrado una obra tan maravillosa en luces y en sombras, con unas perspectivas de tanta perfección? Lo es tanto que parece como si uno estuviera viéndolo pintar esta misma escena en el taller. Además, si a bien ver vamos, todos los personajes están debajo de su Majestad. Aunque, ahora lo recuerdo, la cabeza del pintor queda algo más arriba. Ha de ser porque está más cerca de nosotros. O, ¿será esto lo que le molesta? Por otro lado, es muy verdadero lo que se ha pintado: el Señor Nuestro Rey, siempre anda curioseando por el estudio de Don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, ¿qué mejor lugar que colocarlo en la puerta de entrada de esta sala del viejo alcázar de Madrid?

En uno de sus delirios

- ¡Sí! La guerra ha generado todos estos monstruos de mis telas y de mis grabados. Las intrigas, engaños y mentiras de la política de palacio me han ayudado a condimentarlos para que me los pueda digerir. Mis pesadillas, a completar mis logros. Pero me libero de todos ellos, y de ustedes, cuando los retrato en mis lienzos y papeles. Pinto y grabo para exponerlos y liberarlos, también. Porque los pinto y grabo para que se miren en mis obras como se miran en sus propios espejos. Y no se olviden que ustedes me ayudaron a crearlos. Conmigo termina el siglo XVIII y empieza un arte nuevo, lo sé. Es por ello, que pinto y grabo libertades – así gritaba, en uno de sus tantos delirios, Don Francisco de Goya y Lucientes, en su lecho y ante su inminente muerte.

Por un par de anteojos

- Escuchen cómo se expresan esos llamados críticos y especialistas en arte. Como siempre: puras palabras que sobran, y poca pintura que muestran. Sólo les pido que guarden el secreto de cómo sucedió esto y, por supuesto, traten de experimentarlo. ¡Me resulta muy divertido pero, sucedió así! Me olvidé de mis anteojos. Como no quise desaprovechar lo caminado, no me regresé a buscarlos. Esto me permitió pintar como lo hice. Y, si ustedes lo hacen, entre todos, encontraremos un nuevo modo de pintar nuestros lienzos. Y, hasta crearemos, posiblemente, una novedosa escuela que, esos que ahora hablan, ya le encontrarán un nombre para llamarla – decía Claude Oscar Monet, en un rincón de la galería, ante Édouard Manet, Pierre – Auguste Renoir, Camille Pizarro y un grupo de alumnos y amigos.
Todos se miraron, como dispuestos a guardar un silencio cómplice.

La oreja de Van Gogh

- ¡No tendrían por qué dudarlo! – comentó con sus alumnos el joven profesor de la Escuela de Artes Plásticas -. Observen bien, sobre el amarillo de las flores, predomina un color rojizo inconfundible. Quien adquirió la pintura en la última subasta de Christie's, también tendría que saberlo para pagar un precio tan alto. Los coleccionistas tienen muy buenos informantes que, no sólo les pasan datos, también, les dicen los secretos de los artistas y sus obras. Seguro que esto fue así: en la vasija de “Los girasoles”, el pintor guardó su oreja cortada, cuando se regresó con ella de la casa de la prostituta a quién se la había ido a mostrar. Lo hizo para que las flores, al alimentarse de su sangre, supieran hasta la eternidad con cuánto dolor logró pintarlas.

Leyenda personal

- La gente habla y habla cuando uno ha decidido ser algo más que el consumero que siempre han conocido. Así han tejido muchas leyendas sobre mi persona – comentaba para sí Henri Rousseau ante su “La gitana dormida”, recién pintada -. Nunca conocí los animales y las selvas que pinto. Nunca estuve en África, ni en México. Nunca me dieron clases de dibujo, ni pintura. Por años sólo fui un guardia en la Dirección de Impuestos de Paris. Nunca un aduanero. Pero, cuando noté que, amanecer cada día para hacer las mismas cosas, me volvía la mirada gris, como los niños, dejé que saliera hacia fuera el arco iris que llevo dentro. Ahora, después de tantos años, he logrado concretar mi obra. Ésta es mi verdadera leyenda personal. Yo soy como esa gitana que duerme en las desoladas arenas bajo la luz de la luna, vestida con un traje de arco iris, cubierta su cabeza por un manto, al lado de una jarra de agua y una mandolina. Ella viaja así. Y, como yo, se realiza en sus sueños. Va apoyada en su bastón y protegida por ese león de cola alzada que la olfatea, mientras vigila atento que nadie interrumpa los pasos de sus viajes por los estupendos y desconocidos países que recorre.

Volver a las calles de la guerra

- Cuando era niña, me asustaban mucho los sonidos de la ciudad con el sonar de las sirenas que nos avisan de los bombarderos que se acercan con sus estallidos de muerte. No era por el miedo a la muerte, que no conocía. Era por un rostro que veía en los ojos de muchos. Me asustaba, sobre todo, que un día me encontrara sola, entretenida con una pelota o un aro, vagando por las calles. Y que encontrara ese rostro, mirándome de frente. Es por eso que, nada me ha asustado tanto, como verme retratada en esta pintura de Giorgio de Chirico. No veo nada metafísico en ella, como se nos anuncia en el catálogo. ¿Qué quieren decir con esas palabras? ¿O, sólo quieren ocultar la realidad de retornar a las calles de la guerra? – reclamó la joven ante la expuesta pintura.

El mundo fue y será…”

- Claro que se lo que hago. Siempre lo he sabido. Desde que asumí éste método estético que, por divertirme, llamé “actividad paranoico-onírica”, y los críticos me lo creyeron. Nada me importa eso de “avidas dollar” que el llamado “Papá del surrealismo” inventó sobre mí. ¡Mayor fama me ha dado! – decía el controversial pintor catalán de personalísima obra, a veces, repulsiva -. El mundo, como dice el tango, “siempre a ha sido y será una porquería” y tan cachondo como mis bigotes. A pesar de todos los que sueñan en contrario.
Detrás de él, y sin poder verlo, revoloteaba el espíritu de Federico García Lorca convertido en una azulada paloma. Afirmaba lo mejor de la vida.

Conversación en el laberinto

- Algunos se quejan de las deformaciones que, como Pablo Picasso, reflejo en mis obras. Sé que unos hasta comentan eso que, supuestamente, le respondí al general que, ofendido, me lo gritó ante mi “Guernica”. Otros, llegan a críticas peores. Incluso, hasta publican biografías muy malsanas. Poco me importa, porque sé que ellos durarán menos, con todos sus comentarios, que yo con mis obras. Reconozco que, con tanto trabajar y trabajar, soy como el Rey Midas. Y, aunque no todo lo que toque se convierta en oro, estoy seguro
que, sí, se convierte en pintura – le comentaba el pintor malagueño al Minotauro, mientras ambos paseaban desnudos por los tenebrosos pasadizos del laberinto, en uno de esos sueños que cualquier artista puede tener.

El volar de unos sueños

- Me gusta mucho la condición aérea de los floreros cargados de flores sencillas, de los peces, de los antiguos y grandes relojes de péndulo, de los violinistas, de los enamorados y de tantos seres que se elevan sobre los ríos caudalosos o los tejados de la ciudades tranquilas y serenas, más allá de las estúpidas guerras o las diferencias que los hombres han generado entre ellos – se decía para sí un entristecido Marc Chagall -. Pero, es seguro, que esto no podré aclararlo con ningún crítico de arte, porque no son esos seres los que vuelan, sino mis sueños. Y yo con ellos.

Textos tomados del libro "Sucedidos" de
Armando Quintero Laplume
Minicuentos para palabreros y otros oficiantes

Nota importante: Al hacer clic en cada título de los minicuentos se enlazará con la reproducción de la pintura a la que se refiere el texto.

sábado, 8 de mayo de 2010

Respuesta a un comentario y a una pregunta sobre la primera entrega del blog

Los tres puentes del Río Olimar, Treinta y Tres, Uruguay.
Imagen tomada de WikipediA.
Para saber sobre el Río Olimar, haga clic en la palabra anterior.

Desde hace algunos años vengo participando en el ForoCuentoInfantil Ciudad Seva (*).
Lo conocí por el periodista venezolano Hugo Colmenares que deseaba vincularme a dos narradoras orales, promotoras de lectura y bibliotecarias uruguayas, Rosa Paseggi y Débora Núñez, más conocidas como Las Caperucitas Cómplices.
Son asiduas participantes al foro un grupo de escritoras, docentes, bibliotecarias, especialistas e investigadoras de Argentina, España, Chile, Israel, México, Puerto Rico, Venezuela, entre otros países. Y, también, alguno que otro periodista, escritor o crítico. Un grupo heterogéneo e interesante de personas.
Aclaro que antes me vinculaba mucho más al Foro, lo hacía con relativa constancia. Desde hace unos meses, por nuestros compromisos con la narración oral y con la escritura de nuevos cuentos, participo casi esporádicamente.
Al enviar la información de nuestro nuevo blog, entre las respuestas de varios de sus participantes, a quienes agradezco y aprecio sus palabras, recibí el siguiente mensaje:

“Armando:
He visitado su blog. Hermosa, tierna y original la secuencia de cuentos cortos de los lobos y lobitos. Me gusta la definición de cada personaje. La analogía invertida con los humanos.
Me encanta el cuento de la vaca Clarissa. No se por qué me atrae la expresión "Hay lugares en donde se nace para salir de ellos." No estoy segura si lo cito bien. Podría dedicarle toda una tarde de pensamiento para intentar descifrarla. ¿La puede comentar?
Abrazos caribeños
Justina” (**)

La frase citada por Justina Díaz resulta, por esas divertidas traiciones que nos da la memoria, de una interesante y sutil ironía. La verdadera, la puesta en el cuento, dice: “Hay lugares en los que se nace para irse”. Frase que va entre comillas, no sólo porque está pensada por el personaje de la vaquita azul, sino porque no es de mi autoría.
En las clases de Literatura del Instituto de Profesores Artigas, en Uruguay, se la oímos decir numerosas veces al Prof. Jorge Albistur. Nos tocó muy hondo. Y, por su cruel realidad para mediado de los años 70, nos resultaba de un peso, un volumen y un color indescriptibles.
Albistur la citaba muy a menudo, y señalaba que era del poeta Rubén Darío al referirse a su Nicaragua natal. Nunca dudamos de las honestas y documentadas palabras de Albistur. Quizás por ello, y por la fuerza de su contenido, tampoco le preguntamos de dónde la había tomado. Siempre hemos lamentado esto último porque, por años, he revisado numerosos escritos del nicaragüense sin tener la suerte de encontrarla.
Creo que en lo personal la frase me llegó con tanta profundidad, y aún me llega, por haber nacido donde nací, la ciudad de Treinta y Tres.
El nombre de esa ciudad es para un cuento, y siempre me lo preguntan, porque muchos dudan que exista la posibilidad de un nombre así. Aunque basta mirar a Uruguay en cualquier mapa o planisferio para comprobar que existe.
La ciudad, tanto como el departamento, reciben el nombre de la Cruzada Libertadora, integrada por treinta y tres hombres que, bajo el mando del general Juan Antonio Lavalleja, se supone, gestaron la primera independencia de nuestro país.
El Río Olimar, con su afluente el Arroyo Yerbal, casi rodean a la ciudad de Treinta y Tres, y parecen dejarla como una isla.
Varias veces, en nuestra adolescencia, aún sin conocer las palabras de Rubén Darío -nos preguntamos si no habíamos nacido en una ciudad creada para irse. Al menos para nuestra ciudad natal, parece ser el caso.
Lamentablemente, el devenir de los hechos, con toda su cruel y silenciada realidad, nos fue demostrando que la frase se aplicaría no sólo a la ciudad, sino a todo el país.
Es que, para entrar a Treinta y Tres desde la capital, o de los departamentos y poblados vecinos, uno tenía y aún tiene la posibilidad de atravesar a cualquiera de los tres puentes que cruzan al Río Olimar.
Un puente vecinal, "El Puente Viejo". Un puente de madera e hierro, que fue el primero y que, últimamente, sólo permitía el paso de personas a pies, bicicleta o caballo. En la imagen es el más pequeño, ubicado al medio de los otros dos.
Un puente que nos unía a la Capital. "El Puente del Ferrocarril", de hierro, y creado para el cruce de estas máquinas, mientras se utilizaron en el país. Es el que está en la parte superior.
Y, por último, un puente que nos comunica con nuestro continente, "El Puente Nuevo". Construido en hormigón concreto y es el que corresponde a la Carretera Panamericana. En la imagen, es el que está más cercano a quien observa la imagen de esta nota.
Los tres puentes están separados por unos pocos metros de distancia uno del otro y generan un paisaje muy particular que singulariza a nuestra ciudad ante el resto del país.
Y, en nuestra infancia, nuestra adolescencia y nuestra primera juventud nos permitieron marchar por ellos, también en nuestros sueños. Quizás, para evitar que se enmoheciera las raíces de nuestra provinciana existencia al imaginar una serie de permanentes viajes a todos los lugares del mundo.
Sabemos de alguien que, hace unos años, desde Venezuela llegó a Uruguay y, por esa vía hasta su capital, Montevideo. Como para confirmar que el sueño no era tan sueño.


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(**) Mensaje enviado el jueves, 6 de mayo de 2010, 10:05. Por Justina Díaz, del ForoCuentoInfantilSeva@yahoogroups.com

sábado, 1 de mayo de 2010

Entre lobos y lobitos



Lobo Abuelo cuenta cuentos

Lobo Abuelo cuenta cuentos.
Cambia el cuerpo, las patas, los aullidos...
¡Cuánto cambia y cómo cambia en cada cuento!
Todos lo ven hacerse grande y gordo como un oso que roza su cabeza con las nubes. Todos lo ven hacerse pequeño e inquieto como una pulga que vive en un bosque de árboles pequeños, de hojas y raíces pequeñas.
Lobo Abuelo cuenta cuentos y hace que todos viajen al bosque donde cualquier cosa es posible, hasta los gritos del silencio.

Oír el silencio -

- Todos los momentos del día son hermosos. El amanecer, el mediodía, la tarde... -dijo Lobo Abuelo.
- ¿Y la noche? -preguntó Loba Pequeña.
- La noche también. Y no sólo por la luna y las estrellas. Hay un momento en que el río se queda mudo. Parece que el agua está quieta, como si no quisiera ir a ninguna parte. Ese silencio es tan hermoso como las voces del bosque.
- Tiene que ser hermoso oír el silencio – dijo Lobo Pequeño.

Muchachita del Bosque

- Escucha –dijo Lobo Grande a Lobo Pequeño-. Y pon mucha atención. Si por ese sendero pasa una niña con una cesta y una caperuza de este color –le mostró unas guindas-, ni le hables: ¡Es un ser muy peligroso! Esa muchachita tuvo mucho que ver con el triste final de tu tatarabuelo.

Cae la noche

Lobo Abuelo y Lobo Pequeño paseaban por el bosque cuando cayó la noche.
- ¡Qué poca luz! ¡Nos vamos a perder! –dijo Lobo Pequeño.
- No tengas miedo -lo tranquilizó Lobo Abuelo-. Nos guiaremos por las estrellas.
Mientras caminaban hacia la guarida, Lobo Abuelo le fue mostrando el cielo: contemplaron el planeta Marte y el luminoso Venus, cómo titilan las estrellas y los planetas no, y le enseñó a reconocer algunas constelaciones... Lobo Pequeño estaba asombrado.
Cuando llegaron, Lobo Abuelo le dijo:
- Una noche te mostraré la Loba Mayor y la Loba Menor; son constelaciones que sólo los viejos lobos conocemos.

Luz de luna

- ¡Aullad, aullad siempre! –decía Loba Abuela a sus lobeznos–. No es que la luna sea terca, es que es viejecita; por eso anda tan despacio y tarda en darse la vuelta para enseñar su cara oscura, y en dejarnos dormir. Pero lo consigue. Claro que con los años que tiene, está desmemoriada, y cada poco tiempo vuelve a mostrarse con toda su luz.

Boca de Lobo

Lobo Grande se había dormido.
En pleno sueño, abrió mucho la boca. Y quedó así un rato.
Lobo Chiquitito se le acercó, como echando cuentas.
- ¿Qué haces ahí? – le preguntó Loba Pequeña.
- Miraba. Para estar seguro de que la noche no es tan oscura como la boca de un lobo.

Temor de lobito

El sol brillaba en un cielo. Loba Abuela entró en la guarida y preguntó:
- Lobo Chiquitito, ¿has visto qué tarde? Estupenda para jugar en el bosque.
- Ya lo sé.
- Entonces, ¿qué haces ahí medio escondido?
- Medio escondido, no. Escondido. ¿Piensas que voy a salir a jugar en una tarde así? ¡Ni loco! ¡Seguro que el bosque está lleno de niños!

Por un amigo

- ¿Qué haces con esa pinta? – preguntó Lobo Abuelo a Lobo Pequeño.
Estaba blanco de punta a rabo, y con el pelo rizado.
Y colgado al cuello, con un lazo verde, llevaba un cencerro.
- Esta tarde quiero jugar en la pradera con mi mejor amigo. Pero su padre ni deja que me acerque al rebaño. Dice que los lobos no pueden jugar con los corderos.

Disfraces

Había llegado el Carnaval.
Todos andaban preparando sus disfraces.
Loba Pequeña se había embadurnado el cuerpo con pintura blanca.
- ¿Qué te parece? –le preguntó a Loba Abuela.
- No me vengas tú también con el cuento de que tienes una amiga cordera, ¿o acaso te has enamorado de alguno de ellos?
- ¡Ay, Loba Abuela, qué cosas tienes! Sólo quería disfrazarme de fantasma.

Jugando con lobo

Aquella tarde, Lobo Pequeño había a visitar a su mejor amigo a la pradera.
De pronto, los corderos lo rodearon y se pusieron a gritar:
-¡Quiero tirarle de las orejas!
-¡Yo voy a rizarle el pelo y ponerle un lazo!
-¡Pues yo me voy a montar en su lomo!
Entonces, Cordero Amigo le dijo a Lobo Pequeño:
- Cuando mis hermanos se cansen, dejarán de molestarte; pero ¿quién se resiste a la maravilla de poder jugar con un lobito bueno?

Lobo vegetariano

- Ya sabía que esto tenía que terminar mal -dijo Loba Grande a Lobo Pequeño-. Nunca me ha molestado tu amistad con un cordero, aunque, cuando dejaste de comer carne y empezaron a gustarte las frutas y las verduras, comencé a preocuparme. Pero esto ya es demasiado. ¿Qué van a decir tu padre y el resto de la manada? ¿Cómo explicarles que tu hermoso pelaje, orgullo de nuestra especie, se te está poniendo rojo por comer tantas zanahorias?

Guardar secretos

- Lobo Abuelo, tengo que contarte un secreto -le dijo al oído Lobo Chiquitito-. El corazón de Lobo Pequeño parece una cajita de música. Silba como una codorniz, ulula como un búho, canta como un gallo... Ni siquiera necesita cuerda. ¿Y sabes por qué? Porque está enamorado. Me lo dijo él. Me pidió que no se lo contase a nadie, pero me dolía la punta de la lengua y me temblaban las patas. Podrás guardar su secreto, ¿verdad?

Diablo de lobo

Lobo Abuelo vio llegar del bosque a Lobo Pequeño.
- ¿Qué haces con esos cuernos de toro, ese rabo de buey y esos colmillos de culebra?
- Me encontré con Lobo Diablo. Tenía mala cara. Me contó que en este bosque ya no asusta a ningún lobo. Está tan triste y aburrido que va a probar suerte con los hombres. Claro que con esos cuernos de chivo que tiene, esa pinta descolorida y la cola de carnero rabón que tiene, no va a espantar a nadie. Si le aumentamos los cuernos y el rabo, con unos colmillos largos, y pintado de rojo, quizás logre divertirse...
- Además estará un tiempo lejos de nosotros... –sonrió Lobo Abuelo.

Adagio

- Tenéis que saberlo de una vez, mis queridos lobeznos –explicaba Loba Abuela-. Nosotros somos así: siempre andamos en manada. Y nos sentimos mal cuando no lo hacemos. En nosotros, se cumple ese viejo adagio... Más vale acompañados, que bien solos.

MIRADA DE LOBO

Cuando el primer Lobo Astronauta pisó la luna, miró hacia la tierra y dijo:
- ¡Nuestro bosque es azul!


Quince cuentos tomados del libro Un lugar en el bosque

Cuentos breves en torno a una manada de lobos plenos de ternura, solidaridad y humor ante la vida en el bosque.

Textos de Armando Quintero con ilustraciones de Manuel Pizcueta y traducción al gallego de Marisa Núñez. Pontevedra: Kalandraka, 2003, Un lugar no bosque, 1ª. edición en gallego. 1ª edición en castellano, Sevilla: Kalandraka, 2004.

La obra recibió los reconocimientos: “Lo mejor del año” en el Banco del Libro de Venezuela y el “Primer Premio Nacional de Literatura Infantil por obra édita” otorgado por el Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay en el año 2006.
Y, este 30 de abril del 2010, acaba de ser reconocida entre "Los 30 de los 30" del Banco del Libro, Caracas, Venezuela.

Clarissa y el mar


Ilustración de Lemus solicitada por El Ucabista para ilustrar el texto "Desde la gente que escucha y cuenta cuentos".

Allá, después de la mar océano. Como a treinta y tres grados al sur. En un país pequeño que es como un corazón patas arriba. Allá vive Clarissa.
Clarissa sonríe bajo la sombra de un árbol y mira hacia el horizonte.
- Un lugar como éste no hay –piensa Clarissa.
La vista se le pierde por la llanura. Entre los pastos tiernos y frescos de tan verdes.

Allá donde vive Clarissa hay un río. Que para algunos es como muy pequeño para ser un río. Pero para todos es enorme por sus cuentos, poemas y canciones.
A veces Clarissa mira hacia los tres puentes que atraviesan el río de su mundo. Y piensa: - “Hay lugares en los que se nace para irse”.
Pero se queda allí como pasajera del tiempo. Y escucha entre sueños pasar los trenes.

Un día un pajarito se posó sobre su cabeza.
- Nuestro río tiene las olas grandes –dijo Clarissa por hablarle.
- Tan grandes como las del mar –dijo el pajarito.
Clarissa le dijo que no había visto nunca el mar. Y el pajarito le contó de las olas del mar y del sonido en sus playas. De los puertos, los barcos y veleros que llegan y se van.
- ¿Qué más? –preguntó Clarissa.

Y Clarissa oyó decir de las aguas del mar.
De su sabor salado lleno de peces, pulpos, calamares, camarones y de caracoles. De sus vientos y mareas.
- ¿Qué más? –volvió a preguntar Clarissa.

El pajarito miró los ojos de Clarissa y recordó la mirada de un marinero que andaba caminando tierra adentro, lejos del mar.
Y fue cuando le contó el encuentro de Odiseo con las sirenas.
Y ahí quedó Clarissa enamorada del mar.

- ¿Qué la pasa a ella? –se preguntaban las hermanas.
- ¿Qué bichito la ha picado? –se preguntaba su mamá.
- ¿Qué hace esa vaquita loca? –preguntó el toro rojo que la vio pasar. ¿Será contagioso?
- Espero que sí -pensó Clarissa.
Es que Clarissa, de sólo pensar en el mar, se colorea de azul.
Y cuando así le ocurre Clarissa se va a recorrer su mundo y el de los otros.
Y comienza a abrir puertas y ventanas para siempre en el corazón de todos.
Desde la ubre de sus cuentos, desde el piquito de su risa, desde el cielo claro de su regazo azul.

Cuento de Armando Quintero