miércoles, 1 de septiembre de 2010

El libro de lluvia

No es un invento de esos que uno podría leer en los cuentos. No.
Las gotas de lluvia se cansaron de pasar directamente de las alturas a la tierra o, en el mejor de los casos, a otras aguas para volver al cielo.
Se reunieron en asamblea general y, como corresponde a toda comunidad representativa y protagónica, decidieron guardar un registro de todo su pasaje y presencia por estos lugares en un libro de lluvia.
Y, no sólo por aquello de “las palabras dichas vuelan; escritas, permanecen”, que las haría más humanas, sino por algo más convencional y simple: creer que con ello harían historia.
Claro que, como suele pasar dentro del mejor estilo de algunos seres, no previeron nada, ni siquiera lo pensaron. Solamente lo decretaron.
Y, sucedió lo que tenía que suceder. Con la acumulación de tantos registros, gota a gota, el libro desbordó sus propios márgenes y, con toda su magnitud y fuerza, generó el diluvio universal.
Lo demás, todos lo conocen: de generación en generación: se gestaron, poco a poco, las historias de los hombres.
Esas que, por supuesto, ignoran lo no previsto ni pensado por las gotas de lluvia, aunque ellas lo hubieran decretado en una asamblea general.

La enciclopedia sin hojas

Cuando el escritor fue a consultar uno de los tomos de su enciclopedia, descubrió que estaba sin hojas.
Como tampoco quería quedar en la ignorancia de qué era lo que había sucedido con ellas, investigó.
Unas pequeñas huellas le indicaron el posible camino a seguir. Y lo hizo.
Al mirar por el agujero notoriamente agrandado de una cueva, se encontró a un ratón con anteojos. Estaba consultando las hojas que faltaban.
A su lado, en una edición miniatura, y abierto en uno de sus relatos, se veía “El Aleph” de Jorge Luís Borges.
El escritor, emocionado del entusiasmo intelectual del otro, nada dijo.
Sentado en el cómodo sofá de su sala, se limitó a aguardar que, terminada la consulta de ese verdadero ratón de biblioteca, le devolvieran las hojas faltantes.

Descantinflado

Mario Moreno aún no se llamaba “Cantinflas” cuando vio, desde la puerta de su vecindad, a una pequeña niña mocosa y harapienta.
Ella, más que cargar, arrastraba un enorme guacal de chiles jalapeños hacia las antiguas puertas del mercado popular.
Nada dijo. Pero años después, y cuando ya cargaba con todo el peso de su merecida fama, se dio cuenta que, desde ese momento y para siempre, quedó descantinflado ante la mísera condición humana.

Un bosque sin árboles


Las carreteras se quedaron sin árboles.
Igual ha sucedido con las autopistas. Y, antes sucedió con las avenidas y las calles. Si seguimos así, a poco, este país se quedará sin árboles.
Pero, que no cunda el pánico. El progreso siempre nos da soluciones. Ahora tenemos un nuevo bosque para contemplar cuando circulamos por ellas: el de las coloridas vallas metálicas, cargadas de anuncios comerciales.

Una selva apretujada

Por un poco más de espacio necesario le reclamaban los elefantes a los hipopótamos, los leones a los elefantes, los tigres a los leones, las gacelas a los tigres, las hienas a las gacelas, los gorilas a las hienas, los monos a los gorilas y las ratas a los primeros. Sin detallar los silbidos, chillidos y ululares de las aves, el golpeteo de las colas de los cocodrilos, los bruscos movimientos de las pirañas y la tensa calma de otras especies, que parecían mantener silencio.
Los reclamos se elevaban bajo los techos con toda su intensidad.
Porque los hipos, gruñidos, barritos, quejidos y aullidos de cada uno de los animales de aquel poblado zoológico invadían, ya, a los espacios más íntimos de las fábricas, talleres, edificios y casas de la gran ciudad.
¿Quién fue el primero, si lo hubo? ¿Todos lo hicieron a un tiempo? ¿Fue una solución organizada o meramente ocasional? Nunca lo sabremos. Sí, sólo se supo que, al irse todos los hombres, mujeres y niños, alguien abrió las jaulas y refugios de los animales.
Ahora, los espacios de todo el zoológico incluyen las calles, avenidas y cada una de las numerosas habitaciones abandonadas por sus pobladores.
Por ello, si usted llega a una gran ciudad y comienza a sospechar que sus pobladores pasan a su lado como si usted no existiera para ellos. O, lo miran desafiantes o amenazadores, no le hablan ni responden y, menos, le sonríen, no se asuste. Sólo, cuídese.
Y, responda a todo, con la mayor serenidad que le sea posible.

El camino sin regreso

Cuando el ingeniero constructor escuchó comentar sobre los caminos sin regreso, no lo pensó dos veces. Y trató de concretar la idea, a la brevedad.
El gozo de llevar a cabo una obra digna de su ingenio, lo mantuvo despierto por días. Luego, durante semanas y, por último, por meses.
Medía y pensaba. Repensaba y volvía a medir. Realizaba cálculos y cálculos, borroneaba proyectos y más proyectos. Trabajaba sin descanso.
Para nada, porque sus caminos terminaban siendo, a lo sumo, unos simples caminos sin final. Que, en nada, se parecían a los que deseaba.
Llegó a la conclusión que, para lograr un verdadero camino sin regreso, había que consultar a alguien especialista en ellos. Hasta, si era necesario, asociársele. Y lo hizo.
Lamentablemente, encontró una socia que resultó muy convencional en sus quehaceres: sólo realizó su labor de siempre. Eso sí, perfecta.
Él no logró sobrevivir para construir los caminos soñados, menos para reconocer que asociarse a la muerte nunca ha sido un recurso ingenioso.

Textos tomado del libro de Armando Quintero Laplume Sucedidos
Mini cuentos para palabreros y otros oficiantes

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