No sé cómo contarte esto, ni qué
otro nombre ponerle a esta historia.
Te comento que, sencillamente, seguí
unos corazones. Hace ya bastantes años. Más de sesenta, tal vez. Aquí tienes el
cuento completico.
A tu abuela la conocí cuando ella
llegó al salón, unos minutos antes de comenzar nuestro tercer o cuarto día de
clases.
Sexto Grado ya había entrado al aula
y ella pidió permiso para hacerlo.
Al escuchar su voz, la miré. Era “la
nueva”, la que venía por primera vez a este colegio y la maestra estaba
esperando. Y era tan hermosa como ahora.
Durante
toda la clase, ella me miraba. Y yo, también, la miraba.
Ambos,
como haciéndonos los distraídos, por supuesto.
¡Nunca demoró tanto la hora de salir al recreo.
Ni la salida al patio. Por su apellido, ella salía
entre los primeros.
La encontré a la sombra del jazminero más grande.
Sola.
De
pronto, ella me dijo algo. Yo, también.
Nunca
hemos podido recordar qué fue lo que nos dijimos. Pero, poco a poco, las conversaciones nos acercaron cada vez más.
Y
comenzamos a encontrarnos fuera de los horarios anteriores.
Nunca nos faltaron argumentos para hacerlo: estudiar
para un examen, ir a la biblioteca pública, adelantar materias, realizar un
trabajo de equipo…
Un
día llegamos antes de hora y nos fuimos hasta el café que estaba en la esquina
de nuestra escuela. Hasta una mesita que quedaba al fondo.
Ella
se había enamorado de mí. Y yo de ella, también.
Ella
esperaba que yo se lo dijera. Pero nada. Yo no sólo parecía tímido. Lo era. Muy
tímido. Demasiado.
Ella
recordó que un día le había comentado que mi abuela siempre me decía: “Hay que
seguir al corazón, lo que te dicta el corazón”.
Y
se le ocurrió la idea.
Ella,
como siempre, llegaba antes que yo a la mesita del café.
Aquella
tarde, desde la entrada, vi que ella no estaba allí.
Y
me fui a sentar en la silla. Para esperarla. La silla que miraba hacia la
entrada, como siempre. Me encontré una pequeña nota en la mesita, debajo del
servilletero. La leí. “¡Sigue los corazones!”, decía. Reconocí la letra de
ella, inconfundible en sus casi garabatos.
Desde
la vieja mesita hasta la entrada, vi que había unos pequeños corazones que
había pasado por arriba, sin mirarlos siquiera. Eran casi del tamaño de una uña
del dedo pulgar.
Como
un mensaje que quería ser como clandestino. O parecerlo.
Desde
allí, hasta la acera de enfrente, cada tanto, más corazones.
Muy visibles ahora para mí. Luego
seguían por la pared de nuestra escuela, por los pasillos y las escaleras,
hasta llegar al salón de clase.
Al entrar, ella estaba en su lugar
de siempre.
En el puesto donde me sentaba, sobre
una pequeña barra de chocolate, otro corazón. Yo le sonreí. Ella, también.
Partí la barra de chocolate por la
mitad y le alcancé uno de los trozos.
Ambos nos comimos las dos mitades,
lentamente, sin decir palabras.
Y cuidándonos que la maestra no nos
descubriera.
De pronto, sonó la campana. Al salir
al recreo, ella estaba esperando bajo el jazminero. Con el corazoncito de papel
sostenido en mi mano izquierda tomé la mano de ella. Noté que allí, también,
había otro corazoncito.
Y le sonreí de nuevo. Ella también.
Presioné su mano por unos segundos. Y la miré a los ojos: ¡profundamente
hermosos! Ella me devolvió la mirada. Y presionó mi mano. Sin una palabra por
lo que estaba ya dicho.
Ambos nos fuimos a caminar por los
pasillos tomados de la mano. Y, luego, hacia el salón de clase. Los corazones
de ambos latían. Los de papel, también.
El aroma de los jazmineros del patio
de la escuela revoloteaba en el aire.
Nítido, como el arrullo de las dos
palomas que se oían desde los tejados.
Texto: Armando Quintero (una versión nueva de un cuento viejo) Ilustración: pintura de Joan Miró