Un señor bajo se subió
a una escalera.
El señor era bajo, muy
bajo, bajito.
La escalera alta, muy
alta: ¡altísima!
El señor subió, subió,
subió…
Y siguió subiendo.
La escalera era tan
alta que allá, por las mil y quinientas, el señor se perdió entre las nubes.
Pasaron las horas y el
señor no regresaba.
Pararon los días y el
señor no regresaba.
Pasaron los meses y el
señor no regresaba.
Pasaron los años y el
señor seguía sin regresar.
Cansados de esperar su regreso,
finalmente se olvidaron de él y retiraron la escalera.
Justo, en aquel sitio,
la municipalidad tenía previsto construir un rascacielos.
Un rascacielos nunca
antes jamás visto. Con ascensor y todo.
El edificio comenzó a
crecer.
Piso a piso, siguió
creciendo.
El rascacielos fue tan
alto que, como a los mil y quinientos, se perdió entre las nubes.
Cuando lo inauguraban,
el señor bajo se pasó de una nube a la azotea.
Se montó en el ascensor
y bajó. Hasta la planta baja.
Al salir, todos vieron un anciano desconocido de cabellos y barbas blancas
largas, muy largas.
El señor bajo pasó entre la gente que hacía su cola para entrar al rascacielos.
Tomó lo que quedaba de la escalera y se alejó para siempre.
Del señor bajo, como de
aquella escalera, nunca más se supo.
Nada de nada.
Sólo espero que quede
algo bajo la memoria de este cuento.
Cuento: Armando Quintero Laplume (a partir de un texto del Facebook del también olimareño Bolívar Viana)
Ilustración del propio autor.
Cuento: Armando Quintero Laplume (a partir de un texto del Facebook del también olimareño Bolívar Viana)
Ilustración del propio autor.