lunes, 15 de mayo de 2017

La niña y el poeta




            Yo conocí una niña que tenía los ojos color del tiempo.
Vivía en un pueblo donde todas las casas tenían los techos rojos, las puertas y las ventanas pintadas de verde, las paredes blancas. Las mesas, las sillas, los objetos eran muy parecidos unos a otros. Los animales eran tan similares que, a la hora de querer jugar, acariciar o solo saludar al gato, al conejo o al perro que eran mis mascotas, pasaba tiempo para diferenciarlo de los otros gatos, conejos o perros. Las personas se parecían como en las monedas se parecen las cabezas de los héroes. O esos números rodeados de laureles que, también, encontramos allí.
Era un pueblo donde no pasaba nada. Todo se repetía, se repetía, se repetía. Se le conocía por ello y se llamaba El Pueblo Donde No Pasaba Nada.
Cierta vez, la niña quiso asomarse al mundo. Quiso ver si fuera de su pueblo podía encontrar, aunque más no fuera, una flor que tuviera pétalos con formas, colores y aromas diferentes. Y se fue. Caminó, caminó y caminó mucho tiempo. Hasta que llegó a la casa de un señor que, casualmente, era un poeta. El poeta estaba dormido pero, como buen poeta y distraído que era, no le había puesto trancas a las puertas. La niña empujó la puerta y entró.
La sala, como toda casa de poeta, estaba desordenada. Sobre la mesa de trabajo descubrió unos cuantos libros. Otros en las sillas o entre variados objetos o en el suelo. Algunos pocos, dispersos en los estantes de las siete bibliotecas de aquella sala. La niña de los ojos color del tiempo fue tomando cada libro entre sus manos. Y descubrió que cada uno era diferente. Cada libro tenía portadas con ilustraciones distintas. Letras de tamaños, formas y colores diversos. Los papeles de los libros tenían texturas distintas. Y, hasta los aromas que salían de sus páginas, eran diferentes. La niña los fue mirando y leyendo hasta que se quedó dormida.
A la mañana siguiente, cuando el poeta se despertó, encontró a la niña durmiendo en su escritorio arropada en libros. Y le dio tanta vergüenza del desorden que quiso arreglarlo, sin hacer ruido, para que la niña no se despertara. Comenzó a colocar cada libro en las estanterías de sus bibliotecas, cuidando hasta el sonido de su respiración. Pero, de pronto, vio que la niña lo miraba con sus ojos color del tiempo.
Ella no le hablaba. Estaba débil, suave, delgada, blanca como una hoja de papel.  Y, el poeta comenzó a escribir otro de sus cuentos sobre ella. Escribió, escribió, escribió hasta sentir que se convertía otra vez en una niña.
Con una sonrisa muy abierta en su cara y una alegría muy grande en su corazón, la niña se despidió del poeta. Lo hizo con un beso y un abrazo que sonaron como el suave susurro de un roce de papeles, como la tenue sonoridad de un libro cuando se le hojea. Caminó, caminó y caminó mucho tiempo. Hasta que regresó, al fin, al Pueblo Donde No Pasaba Nada para contarles a todos lo que le había sucedido en la casa del poeta. Al llegar, justo a la entrada de su pueblo, notó que en su brazo se comenzaba a leer, con la misma letra del poeta: “Yo conocí una niña que tenía los ojos color del tiempo…”  Ella quiso leer todo lo que el poeta había escrito sobre ella.
Y leyó, leyó, leyó hasta convertirse en este cuento que acabo de contarles ahora.

Ilustración y texto: Armando Quintero Laplume

miércoles, 10 de mayo de 2017

Mientras nos envolvía la niebla






El abuelo sabe de nieblas porque creció en el páramo.
Él nos decía que la niebla hace que uno deje de ser lo que es.
Que la niebla es una cosa muy seria.
Tan, pero tan seria, que envuelve todo y a todos sin que nos demos cuenta.
El abuelo nos decía que, cuando comenzó a envolvernos, se fue perdiendo dentro de ella el saludo de buenos días, buenas tardes o buenas noches, según amerita la ocasión.
Que se nos perdió la sonrisa que estaba en la cara de cada uno de nosotros, porque la niebla te hace extraviarte por sendas de amarguras.
Que logró que olvidáramos el pedir nuestras disculpas cuando, en alguna situación involuntaria, uno tropieza o empuja a alguien.
O, ni que hablar, hasta de recoger y alcanzarle al otro lo que uno vio que se le cayó por distracción o por descuido.
Y que, para peor, uno lo tomara para sí, como si fuera propio.
O se nos olvide agradecer el paso cedido, la compra adquirida, el asiento otorgado.
Es que, cuando te envuelve la niebla, te afincas en tu puesto del metro o del autobús y te dedicas a escribir mensajes en tu celular o a hacerte el dormido cuando entra un anciano o una mujer embarazada para no ver al otro, aunque todos se den cuenta.
El abuelo decía que cuando nos envuelve la niebla uno deja de ser uno.
Y, se vuelve un enorme bicho de cuatro patas, lleno de pelos, con unos cachos y unos dientes enormes y con una cola larga, así use un celular.
El abuelo nos contaba que alguien, una de sus amistades, le contó una vez que, en un lugar envuelto por la niebla, se fue creando una selva apretujada.
Por un poco más de espacio, necesario para ellos, le reclamaban los elefantes a los hipopótamos, los leones a los elefantes, los tigres a los leones, las gacelas a los tigres, las hienas a las gacelas, los gorilas a las hienas, los monos a los gorilas y las ratas a los primeros. Sin detallar los silbidos, chillidos y ululares de las aves, el golpeteo de las colas de los cocodrilos, los bruscos movimientos de las pirañas y la tensa calma de otras especies, que parecían mantener un silencio respetable.
Los reclamos se elevaban bajo los techos con toda su intensidad.
Porque los hipos, gruñidos, barritos, quejidos y aullidos de cada uno de los animales de aquel poblado zoológico invadían, ya, a los espacios más íntimos de las fábricas, los talleres, los edificios y las casas de la gran ciudad.
¿Quién fue el primero, si lo hubo? ¿Todos lo hicieron a un tiempo? ¿Fue una solución organizada o meramente ocasional? Nunca lo sabremos.
Sólo se supo que, al irse todos los hombres, mujeres y niños que aún quedaban, alguien abrió las jaulas y refugios de los animales.
Ahora, los espacios de todo el zoológico incluyen las calles, avenidas y cada una de las numerosas habitaciones abandonadas por sus humanos pobladores.
Por ello, si usted llega a una gran ciudad y comienza a sospechar que quienes la habitan pasan a su lado como si usted no existiera para ellos, o lo miran desafiantes o amenazadores, no le hablan ni responden y, menos, le sonríen, no se asuste, cuídese.
Sólo responda a todos, y a todo, con la mayor serenidad que le sea posible.
Y con una muy leve mirada. De esas, de las de otro mundo.
No es sólo por una sana, gentil y urbana humanidad.
Es por sobrevivencia.

Texto e ilustración: Armando Quintero Laplume. El texto pertenece al libro Parábolas para tiempos nublados.

domingo, 7 de mayo de 2017

El cuento siempre debe continuar





Así es: el cuento siempre debe continuar. 
Desde que comienzas un cuento que has elegido, para un público ya determinado, sabes que no puedes abandonarlo.
Eres tú quién lo elegiste, lo seleccionaste entre muchas posibilidades, lo preparaste y ensayaste por y para ellos. Nada ni nadie puede detener su marcha desde su inicio 
hasta su final. ¿Se dio una situación imprevista? Intégrala o ignórala, no abandones el cuento. ¿Se te olvidó un detalle importante? Sigue, mientras buscas cómo acomodarlo en la historia que vienes narrando. ¿Cambiaste el nombre de un personaje? Sigue con ese nombre... El público no lo notará porque no se sabe tú cuento. Y si lo sabe, al no mostrar dudas en el cambio puede que piense que él es el equivocado y seguirá atento a la veracidad de tú historia.
El público sólo nota lo que tú haces evidente. Y alabará y agradecerá lo creíble de tus palabras. Disfruta lo que se presente para hacer que los otros también lo disfruten. Diviértete para que los otros se diviertan contigo y con cada una de las situaciones, emociones y sensaciones que el cuento lleva en sí.
Y continúa con el cuento hasta el final, incluso, hasta después de los aplausos.

Una secuencia fotográfica muy divertida de Freddy Lacruz Moreno fue el detonante de estas reflexiones. Las fotos fueron tomadas en el Parque Simón Rodríguez de Los Ruices, Caracas, el domingo 23 de abril, Día del Idioma, mientras narrábamos a los vecinos de la urbanización con el grupo Narracuentos UCAB.
Al publicarla en Facebook, surgieron varios comentarios, algunos de los cuales cito. Y lo hago porque me permiten unas observaciones y reflexiones como narrador consciente del oficio, también, como lo haría cualquier público que está atento al arte de narrar cuentos.

He aquí tres comentarios iniciales y una propuesta
Ligia Roa Puedo escuchar tu cuento apenas con la secuencia. Se ve el inicio del cuento, su desarrollo, el nudo, y el final...excelente...

Williams Arellano Tan divertida que mi hija y yo las disfrutamos y nos divertimos solo viéndolas.. Dios te siga bendiciendo junto a los tuyos. Saludos Hermano...

Tugomir Yepez El mejor cuento corto que he leído.

Siempre tenemos claro que el público ve y escucha como un público activo, nada pasivo. Es cómplice y coparticipe de la actividad. No es un mero espectador y, por ello, recrea “a imagen y semejanza” de sí mismo todo lo  que decimos y hacemos al narrar. Y eso es parte del arte.
Me agradaron estos tres comentarios, que agradezco. Sin embargo, las fotos fueron montadas y no corresponden a un solo cuento sino a dos. Incluso, la foto inicial estaba de último cuando el fotógrafo me envió la secuencia. Espero que esto sea valorado y, los amigos que lo hicieron, no rechacen sus comentarios. No fue un error, simplemente fue lo que sintieron. Pero, por qué se ha dado esa interpretación de las imágenes. Los comentarios que siguen lo explican.
He aquí tres comentarios más y otra propuesta
Carlos Enrique Navas Rodríguez Gracias Maestro
Así cuento, como me enseñó, ¡con pasión!

Laura Matute De Rodríguez Imágenes y palabras de un Maestro. Tiene que serlo, para decir lo que dice y para hacer lo que hace, de manera en que lo hace. Seguridad, convencimiento, compromiso consigo mismo y con la audiencia, disfrute y gozo. ¡Esta dicho y hecho! Aplausos y vítores...

Freddy Enrique Lacruz Moreno Armando Quintero Laplume. Disfruto tanto de tus cuentos y quisiera hacer más con tus expresiones pero a veces me embebo en la narración que quizá pierdo expresiones corporales con las que acompañas la historia, ¡seguiremos mejorando!


                El camino a observar va por ahí: pasión, seguridad, convencimiento, compromiso personal, con uno y con quién lo escucha  hacen muy creíble, muy veraz, lo que se crea con voz y cuerpo, con todos los lenguajes utilizados en el acto de comunicación directa que implica narrar cualquier cuento. Para cerrar este texto, les propongo, como un divertimento, lo siguiente:
Armando Quintero Laplume Los amigos, ¿pueden contarme el cuento que ven? Me encantaría.



Texto: Armando Quintero Laplume / Foto: Freddy Lacruz Moreno

sábado, 6 de mayo de 2017

Los tres primeros textos de ABUELARIO





Gotas desbordadas
—¡Cuidado porque las gotas están por rebozar el vaso!  —dijo la abuela vasca, con cierta firmeza.
Todos los irresponsables siguieron como si nada.
Y hubo que secar la mesa, el piso y hasta el patio.
¿Qué dice la historia?
El abuelo conversaba con unos amigos que fueron a visitarlo.
Hablaban del inminente arribo de una posible Segunda Guerra Mundial.
Uno de ellos, como para cerrar la conversación, comentó:
—La historia vuelve a repetirse, como dicen.
—¿Cómo que la historia vuelve a repetirse? —preguntó, la abuela. Y, de inmediato, le dijo al otro: ¿No será que nosotros no hemos cambiado?
Caminar por la vida
—Para conocer a una persona sólo déjenla caminar por la vida. Sus pasos son el propio reflejo de quién es —decía la abuelita vasca.
Y, con pícara y abierta sonrisa, agregaba:

Ellos no inventan chismes.

Textos e ilustración: Armando Quintero, de su libro ABUELARIO (Mini cuentos y otros textos para leer entre líneas)