Yo conocí una niña que tenía los ojos color del tiempo.
Vivía en un pueblo donde todas las casas tenían los techos
rojos, las puertas y las ventanas pintadas de verde, las paredes blancas. Las
mesas, las sillas, los objetos eran muy parecidos unos a otros. Los animales
eran tan similares que, a la hora de querer jugar, acariciar o solo saludar al
gato, al conejo o al perro que eran mis mascotas, pasaba tiempo para
diferenciarlo de los otros gatos, conejos o perros. Las personas se parecían
como en las monedas se parecen las cabezas de los héroes. O esos números
rodeados de laureles que, también, encontramos allí.
Era un pueblo donde no pasaba nada. Todo se repetía, se repetía,
se repetía. Se le conocía por ello y se llamaba El Pueblo Donde No Pasaba Nada.
Cierta vez, la niña quiso asomarse al mundo. Quiso ver si fuera
de su pueblo podía encontrar, aunque más no fuera, una flor que tuviera pétalos
con formas, colores y aromas diferentes. Y se fue. Caminó, caminó y caminó
mucho tiempo. Hasta que llegó a la casa de un señor que, casualmente, era un
poeta. El poeta estaba dormido pero, como buen poeta y distraído que era, no le
había puesto trancas a las puertas. La niña empujó la puerta y entró.
La sala, como toda casa de poeta, estaba desordenada. Sobre la
mesa de trabajo descubrió unos cuantos libros. Otros en las sillas o entre
variados objetos o en el suelo. Algunos pocos, dispersos en los estantes de las
siete bibliotecas de aquella sala. La niña de los ojos color del tiempo fue
tomando cada libro entre sus manos. Y descubrió que cada uno era diferente.
Cada libro tenía portadas con ilustraciones distintas. Letras de tamaños,
formas y colores diversos. Los papeles de los libros tenían texturas distintas.
Y, hasta los aromas que salían de sus páginas, eran diferentes. La niña los fue
mirando y leyendo hasta que se quedó dormida.
A la mañana siguiente, cuando el poeta se despertó, encontró a
la niña durmiendo en su escritorio arropada en libros. Y le dio tanta vergüenza
del desorden que quiso arreglarlo, sin hacer ruido, para que la niña no se
despertara. Comenzó a colocar cada libro en las estanterías de sus bibliotecas,
cuidando hasta el sonido de su respiración. Pero, de pronto, vio que la niña lo
miraba con sus ojos color del tiempo.
Ella no le hablaba. Estaba débil, suave, delgada, blanca como
una hoja de papel. Y, el poeta comenzó a
escribir otro de sus cuentos sobre ella. Escribió, escribió, escribió hasta
sentir que se convertía otra vez en una niña.
Con una sonrisa muy abierta en su cara y una alegría muy grande
en su corazón, la niña se despidió del poeta. Lo hizo con un beso y un abrazo
que sonaron como el suave susurro de un roce de papeles, como la tenue
sonoridad de un libro cuando se le hojea. Caminó, caminó y caminó mucho tiempo.
Hasta que regresó, al fin, al Pueblo Donde No Pasaba Nada para contarles a
todos lo que le había sucedido en la casa del poeta. Al llegar, justo a la
entrada de su pueblo, notó que en su brazo se comenzaba a leer, con la misma
letra del poeta: “Yo conocí una niña que tenía los ojos color del tiempo…” Ella quiso leer todo lo que el poeta había
escrito sobre ella.
Y leyó, leyó, leyó hasta convertirse en este cuento que acabo de
contarles ahora.
Ilustración y texto: Armando Quintero Laplume