El abuelo sabe de nieblas porque creció en el páramo.
Él nos decía que la niebla hace que uno deje de ser lo que es.
Que la niebla es una cosa muy seria.
Tan, pero tan seria, que envuelve todo y a todos sin que nos demos
cuenta.
El abuelo nos decía que, cuando comenzó a envolvernos, se fue perdiendo
dentro de ella el saludo de buenos días, buenas tardes o buenas noches, según
amerita la ocasión.
Que se nos perdió la sonrisa que estaba en la cara de cada uno de
nosotros, porque la niebla te hace extraviarte por sendas de amarguras.
Que logró que olvidáramos el pedir nuestras disculpas cuando, en alguna
situación involuntaria, uno tropieza o empuja a alguien.
O, ni que hablar, hasta de recoger y alcanzarle al otro lo que uno vio
que se le cayó por distracción o por descuido.
Y que, para peor, uno lo tomara para sí, como si fuera propio.
O se nos olvide agradecer el paso cedido, la compra adquirida, el
asiento otorgado.
Es que, cuando te envuelve la niebla, te afincas en tu puesto del metro
o del autobús y te dedicas a escribir mensajes en tu celular o a hacerte el
dormido cuando entra un anciano o una mujer embarazada para no ver al otro,
aunque todos se den cuenta.
El abuelo decía que cuando nos envuelve la niebla uno deja de ser uno.
Y, se vuelve un enorme bicho de cuatro patas, lleno de pelos, con unos cachos
y unos dientes enormes y con una cola larga, así use un celular.
El abuelo nos
contaba que alguien, una de sus amistades, le contó una vez que, en un lugar envuelto
por la niebla, se fue creando una selva apretujada.
Por un poco más
de espacio, necesario para ellos, le reclamaban los elefantes a los
hipopótamos, los leones a los elefantes, los tigres a los leones, las gacelas a
los tigres, las hienas a las gacelas, los gorilas a las hienas, los monos a los
gorilas y las ratas a los primeros. Sin detallar los silbidos, chillidos y
ululares de las aves, el golpeteo de las colas de los cocodrilos, los bruscos
movimientos de las pirañas y la tensa calma de otras especies, que parecían
mantener un silencio respetable.
Los reclamos se
elevaban bajo los techos con toda su intensidad.
Porque los
hipos, gruñidos, barritos, quejidos y aullidos de cada uno de los animales de
aquel poblado zoológico invadían, ya, a los espacios más íntimos de las
fábricas, los talleres, los edificios y las casas de la gran ciudad.
¿Quién fue el
primero, si lo hubo? ¿Todos lo hicieron a un tiempo? ¿Fue una solución
organizada o meramente ocasional? Nunca lo sabremos.
Sólo se supo
que, al irse todos los hombres, mujeres y niños que aún quedaban, alguien abrió
las jaulas y refugios de los animales.
Ahora, los
espacios de todo el zoológico incluyen las calles, avenidas y cada una de las
numerosas habitaciones abandonadas por sus humanos pobladores.
Por ello, si
usted llega a una gran ciudad y comienza a sospechar que quienes la habitan
pasan a su lado como si usted no existiera para ellos, o lo miran desafiantes o
amenazadores, no le hablan ni responden y, menos, le sonríen, no se asuste,
cuídese.
Sólo responda a
todos, y a todo, con la mayor serenidad que le sea posible.
Y con una muy
leve mirada. De esas, de las de otro mundo.
No es sólo por una
sana, gentil y urbana humanidad.
Es por
sobrevivencia.
Texto e ilustración: Armando Quintero Laplume. El texto pertenece al libro Parábolas para tiempos nublados.
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