jueves, 28 de mayo de 2015

La muchachita del bosque


Es posible que no todos los cuentos comiencen por había una vez o érase una vez.

Éste, sin embargo, sí.

Había una vez un lejano país perdido allá por la Edad de las Tinieblas.

En ese país, había un enorme bosque de abedules.

Por lo tupido de su vegetación, podría llamarse Selva Negra.

Pero, no: nadie conocía el nombre de ese bosque.

Quizás, algunos, no querían ni acordarse.

Varias trochas y caminos serpenteaban por él.

Todos conducían a una casa, hermosa. Como de cuento.

Un águila giraba, cada tanto, sobre ella como avistando a una presa.

Bajo las pocas nubes blancas, iluminadas por el sol de la mitad de la mañana.

La puerta de la casa estaba abierta.

En sala, en un perchero de pie, se veía una caperuza de color…

—¡Rooooooojo!

—¡No! Esta vez era azul.

Desde la cocina, manaba un fuerte olor a legumbres y hortalizas recién cortadas.

Una muchachita picaba, con extremo cuidado, papas, puerros, zanahorias, varias cebollas, ajo y unas cuantas ramitas de perejil.

A un lado de la mesa, una enorme olla con suficiente agua y sal.

Sobre la mesa, además, se veían unos fideos para sopa.

Las indicaciones del caldo a hacer en aquel día, eran del Sr. Lobo.

¡Un buen maestro de cocina!

—¿Dónde está la carne?― preguntó la muchachita.

El lobo tomo un enorme y afilado cuchillo. Y sonrió con malicia.

―Es tu carne, amiguita― respondió, mostrando sus afilados colmillos.

―La mía, ni lo piense, Señor Lobo. Yo no soy Caperucita.

—Sólo fue una broma.

El lobo abrió la puerta de una de las alacenas y sacó una fuente con una enorme calabaza cortada en trozos.

—No hay pulpa más sabrosa y tierna— comentó. Y ambos rieron mucho.

De inmediato, pusieron los trozos de calabaza, las zanahorias y unas hojas de laurel  en aquella olla grande.

El águila graznó desde lo alto cuando el lobo y la niña llevaron la olla al encendido fogón del patio trasero de la casa.

Luego le fueron agregando los puerros, las cebollas, las papas, los fideos y las ramitas de perejil. Y dejaron que todo se cocinara a un buen fuego moderado.

Cuando el aroma del caldo de legumbres y hortalizas ya invadía todo el lugar, el Sr. Lobo le hizo una seña a la muchachita que sacudió en el aire un gran pañuelo rojo.

El águila grazno con toda su fuerza.

Los animales aparecieron por las trochas y caminos.

Y se sentaron alrededor de la larga mesa ya servida.

Era la hora del almuerzo vegetariano que, desde hacía un tiempo, el lobo compartía con todos los animales.

En ese lejano país perdido en la Edad de las Tinieblas, que tenía su bosque de abedules y nadie conocía o recordaba su nombre.
 
Texto: Armando Quintero.
Imagen: Bosque de abedules, foto tomada de Google.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Alberto y ella




Alberto se miraba en el espejo.

Detrás de él, apareció ella.

Silenciosa como siempre.

Alberto detalló el blanco casi glacial de ese rostro fino y alargado.

Como si una máscara de porcelana lo cubriera.

También observó la elegante capa oscura que caía desde sus hombros.

Dejaba imaginar, más que ver, un estilizado cuerpo, pálido y desnudo, apenas cubierto con un largo vestido, también oscuro.

—No me la había imaginado tan bonita –pensó.

Y se sonrojó ante la idea de que ella leyera sus pensamientos.

Ella lo miraba y parecía sonreírle. Coquetearle, más bien.

Hola –dijo Alberto. Sin voltearse.

Hola –respondió ella.

Estoy viejo. Ya tengo muchos años

—Nunca llegarás a los míos.

                        ¿Vienes a buscarme?

            Ella no le respondió.

            En esos segundos, pesados como años, Alberto recordó a El séptimo sello, la película de Ingmar Bergman que había visto varias veces en su juventud.

Pero también recordó que no estaban en la Edad Media, no habría una Peste Negra tan devastadora, ni brujas, ni Inquisición…

Aunque la inseguridad, tan desbordada en estos últimos años, nos mantiene a todos encerrados desde tempranas horas –pensó. Como si la Peste, las brujas y la Inquisición sólo se hubieran trasladado de siglo.

También recordó que, para colmo, él no sabía jugar ajedrez.

—Te propongo algo –dijo Alberto, mirándola de frente: Juguemos a La Vieja.

Los ojos de ella parecieron ponerse redondos como el dos de oro.

Era evidente que le gustaba el juego.

Después de varias partidas, ella no paró de ganarle.

Es que, como siempre, tú tienes la última jugada –le comentó Alberto.

Perdón, el último silencio –corrigió ella. El más largo de todos. ¿Nos vamos?

Alberto chequeó que todo estaba en orden: el dinero adelantado de dos meses en su sobre, allí sobre la mesa, junto a la carta donde le explicaba a la dueña sobre un largo viaje de negocios, impostergable, que iba a realizar. Y de su posible “no retorno al país”.

Salieron. Al cerrar la puerta, ocultó la llave bajo la alfombra de la entrada al anexo.

Subieron las escaleras. Pasaron la reja de salida a la calle.

Después de cerrarla, desde allí, con un pequeño brinco, lanzó la llave de ésta hacia la pequeña escalera de la casa de la dueña. Como siempre lo hacía cuando se iba de viaje.

Ambos se dirigieron, lentos y seguros, hacia el carro de Alberto, que estaba muy bien estacionado en la acera de enfrente.

Una luna llena los iluminó con todo su esplendor.

Parecían una pareja de enamorados.

Detrás de la celosía de su ventanal, una vecina los vio montarse en el carro azul claro y alejarse, calle arriba, por la urbanización. Sólo comentó para sí:

—Otra vez el viejo verde se va de fiesta con otra muchacha joven.

Texto: Armando Quintero para el Taller de Narrativa Contemporánea.
Ilustración: Foto de la película El Séptimo Sello de Ingmar Berman, tonada de GOOGLE

Venganza



El grito, tan terrible y espantoso que estremeció toda la habitación, aún resonaba en sus oídos. Intentar colgar a su amo del centro de la bóveda de la cúpula del salón de las veinticuatro ventanas, no era para menos. Su voz explicándole al que propuso aquello, capaz de hacer temblar al hombre más intrépido y su desaparición después de ellas, tampoco se apartarían de su mente. Así que, cuando lo llamó, acudió lo más rápido que le fue posible. Allí estaba. No podía creérselo por más Genio del Anillo que fuera. Sus asombrados ojos se resistían a aceptarlo. En un gesto, nada habitual para alguien de su especie, se restregó los mismos con el dorso de sus espantosas manos. Quería asegurarse que no era un sueño o algo mucho peor que eso. El Genio de la Lámpara estaba transformado, desnudo, metido en unas aguas a calor moderado. En un enorme baño de mármol muy fino de diferentes colores, hermosos y variados. Seis esbeltas esclavas y un eunuco lo rodeaban. Friccionaban y lavaban su enorme cuerpo con varias clases de agua de olor. Su piel se veía más clara, tersa y delicada. Su cuerpo mucho más ligero y ágil. Cuando le preguntó para qué lo había llamado, la respuesta se hizo esperar un poco. Mucho más de lo necesario, según lo percibía. Pero aguardó, más por temor que por delicadeza. El interrogado le aseguró que el hijo del sastre Mustafá lo tenía demasiado cansado. ¿Qué?, le siguió diciendo, mucho más que cansado, ¡harto! ¡Con tantos pedidos y deseos, no lo había dejado vivir! ¡Qué maneras de meterse en problemas, además! Todos lo reconocen: desde niño había sido malo, terco y desobediente. Cuando el Mago Africano lo eligió, fue porque, según sus palabras: “Le había parecido un joven sin reflexión y muy a propósito para prestarle aquel servicio.” ¡Todos sabemos cómo terminó esa historia! Ese muchachito, porque no ha dejado de serlo, no cambiará nunca. Más que eso, se agravará con el tiempo. Hizo una pausa en su evidente malestar. ¡Oh, sorpresa! De una, le dijo la causa por la que lo había llamado. Esperaba que, con su complicidad, la de un verdadero Genio del Anillo, podría transformarse en alguien tan igual a él que, ni su esposa la princesa Badrulbudur, ni su padre el sultán, dudarían de que se trataba del propio Aladino, el hijo de la viuda, el que había osado remontar su vuelo hasta el más alto grado de fortuna.

—He de confesarte, como lo habrás notado, que me han resultado verdaderamente divertidos los placeres humanos y pienso disfrutarlos por un largo tiempo. Por seguridad, luego de la transformación, lo mantendré bien encerrado en mi lámpara, donde ya lo tengo y es custodiado por los otros genios. Ellos fueron quienes me solicitaron que me vengara o, al menos, los castigara. Fue demasiada ingratitud la del hijo del sastre devenido en príncipe y, también, la de su esposa por nuestros trabajos y obediencia a sus mandatos. Por ellos ‒dijo, señalando a las seis esbeltas esclavas y al eunuco‒, tranquilo, me aseguré de que nada podrán decir, son mudos y no conocen la escritura de nuestro idioma. Me estoy acicalando y preparando para la primer noche. Y, por supuesto, para la una y mil caricias a las que me entregaré con la Princesa Badrulbudur.

Texto: Armando Quintero, versión nueva de un cuento viejo.
Ilustración: imagen de lámpara se Aladino tomada de Google.