El grito, tan terrible y espantoso que estremeció toda la
habitación, aún resonaba en sus oídos. Intentar colgar a su amo del centro de
la bóveda de la cúpula del salón de las veinticuatro ventanas, no era para
menos. Su voz explicándole al que propuso aquello, capaz de hacer temblar al
hombre más intrépido y su desaparición después de ellas, tampoco se apartarían
de su mente. Así que, cuando lo llamó, acudió lo más rápido que le fue posible.
Allí estaba. No podía creérselo por más Genio del Anillo que fuera. Sus
asombrados ojos se resistían a aceptarlo. En un gesto, nada habitual para
alguien de su especie, se restregó los mismos con el dorso de sus espantosas
manos. Quería asegurarse que no era un sueño o algo mucho peor que eso. El Genio
de la Lámpara estaba transformado, desnudo, metido en unas aguas a calor
moderado. En un enorme baño de mármol muy fino de diferentes colores, hermosos
y variados. Seis esbeltas esclavas y un eunuco lo rodeaban. Friccionaban y
lavaban su enorme cuerpo con varias clases de agua de olor. Su piel se veía más
clara, tersa y delicada. Su cuerpo mucho más ligero y ágil. Cuando le preguntó
para qué lo había llamado, la respuesta se hizo esperar un poco. Mucho más de
lo necesario, según lo percibía. Pero aguardó, más por temor que por
delicadeza. El interrogado le aseguró que el hijo del sastre Mustafá lo tenía
demasiado cansado. ¿Qué?, le siguió diciendo, mucho más que cansado, ¡harto!
¡Con tantos pedidos y deseos, no lo había dejado vivir! ¡Qué maneras de meterse
en problemas, además! Todos lo reconocen: desde niño había sido malo, terco y
desobediente. Cuando el Mago Africano lo eligió, fue porque, según sus
palabras: “Le había parecido un joven sin reflexión y muy a propósito para
prestarle aquel servicio.” ¡Todos sabemos cómo terminó esa historia! Ese muchachito,
porque no ha dejado de serlo, no cambiará nunca. Más que eso, se agravará con
el tiempo. Hizo una pausa en su evidente malestar. ¡Oh, sorpresa! De una, le
dijo la causa por la que lo había llamado. Esperaba que, con su complicidad, la
de un verdadero Genio del Anillo, podría transformarse en alguien tan igual a
él que, ni su esposa la princesa Badrulbudur, ni su padre el sultán, dudarían
de que se trataba del propio Aladino, el hijo de la viuda, el que había osado
remontar su vuelo hasta el más alto grado de fortuna.
—He de confesarte, como lo habrás notado, que me han
resultado verdaderamente divertidos los placeres humanos y pienso disfrutarlos
por un largo tiempo. Por seguridad, luego de la transformación, lo mantendré bien
encerrado en mi lámpara, donde ya lo tengo y es custodiado por los otros
genios. Ellos fueron quienes me solicitaron que me vengara o, al menos, los
castigara. Fue demasiada ingratitud la del hijo del sastre devenido en príncipe
y, también, la de su esposa por nuestros trabajos y obediencia a sus mandatos.
Por ellos ‒dijo, señalando a las seis esbeltas esclavas y al eunuco‒, tranquilo,
me aseguré de que nada podrán decir, son mudos y no conocen la escritura de
nuestro idioma. Me estoy acicalando y preparando para la primer noche. Y, por
supuesto, para la una y mil caricias a las que me entregaré con la Princesa
Badrulbudur.
Texto: Armando Quintero, versión nueva de un cuento viejo.
Ilustración: imagen de lámpara se Aladino tomada de Google.
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