La ciudad dormía entre las agudas puntas de sus torres.
Un hombre y una mujer avanzaban sigilosos por sus calles.
El manto oscuro de la noche los cubría y les permitía
moverse sin ser vistos. Sobre él brillaba una luna nueva como una afilada
cimitarra
De pronto, el hombre le hizo una seña a la mujer para que
se detuvieran. Por una de las calles, al fondo, se acercaban cuatro hombres
fornidos iluminados con una lámpara de aceite. Sin mediar palabras, el hombre
amarró a la sorprendida mujer con unas cuerdas.
En voz baja, casi en su oído, le habló:
—Ya sabía yo qué lo de “sésamo, ¡ábrete!” y “¡sésamo, ciérrate!” nos
serviría. Y, no hay dudas de ello. Bien que hicimos al seguir los pasos de mi
avaro hermano Cassim hasta la cueva donde escondía todos sus tesoros. Que nunca
nos descubriera fue milagroso, o parte de ese descuido proverbial que se le
atribuye a los tacaños —comentó Alí Babá a su fiel esclava Morgiana. ¡Se lo
agradezco a Alá todopoderoso! Como siempre le agradezco a mi abuelo que fuera
tan buen fabulador y me entrenara en ello desde pequeño. Así, logré inventar lo
de la cueva de los cuarenta ladrones. Con detalles tan vivos y convincentes
como para que todos los vecinos, incluso Cassim, lo creyeran. Agradezco tu gran
ayuda. Eso sí, debo confesarte que, con el abuelo, aprendí a ser muy cuidadoso
de la suerte. Por ello, reparto del tesoro con los vecinos. Y me aseguro que no
nos harán preguntas. Pero, hay algo más. Lo lamento. Nunca he desconfiado de
ti, es sólo que alguien puede hacerte hablar demasiado. Ya inventaré una
historia para explicarlo: ¡He ordenado que te corten la lengua!
Los cuatro hombres terminaron de acercarse.
La cimitarra de la luna nueva tembló en medio del manto de
la noche.
Texto: Armando Quintero, versión nueva de un cuento viejo. Ilustración: imagen de portada de Las mil y una noches.
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