sábado, 28 de febrero de 2015

UN DÍA EN UN PAÍS CULTO Y TRANQUILO


 



El sol aún no estaba ni cerca de asomarse y ya nadie podía dormir.

Eran los festejos de “El día de la Raza” y como siempre, “¡a lo grande!”.

Todo tenía que estar listo antes que comenzaran a llegar los vecinos, los amigos y los invitados especiales, por eso las correderas en la estancia.

En los fogones, las mujeres hervían las enormes ollas cuarteleras con todas las carnes y verduras más duras. Y, le agregaban las papas y verduras más tiernas, así terminaban de hacer “la olla podrida”. Los hombres en tanto, arrimaban más brasas debajo de las parrilleras que, poco a poco, asaban los corderos y vaquillonas. Los lechones, hacía rato que se venían haciendo. Algunas achuras y chorizos estaban listos y circulaban, con trozos de pan recién horneado, para acompañar los vinos y refrescos.

 A mitad de la mañana la estancia era un tumulto de voces, movimientos y colores. Había llegado la mayoría de los vecinos, amigos e invitados.

Un niño merodea  mirando y escuchando todo aquello.

El español trajo a su señora y a sus hijas.

Y que le costó como cinco años, pero, ya. Llegaron hace unos días.

 Dicen que ella baila de lo mejor y que él quiere que hoy lo haga.

  Tiene que ser así: acabo de ver unos trajes españoles, bien bonitos. Con mantillas, abanicos y castañuelas. Los guardaron en las habitaciones.

Como que se va a poner buena la cosa… ¿no le parece?  

Los ojos del niño se agrandaron imaginando el momento.

El español, muy emocionado, venía presentando su familia a todos.

De pronto la mujer se detuvo y ante la sorpresa general, se quebró en llantos.

Cuando el niño se acercó para alcanzarle un vaso de agua fresca, ella se secó las lágrimas y con mucha ternura, le pasó una mano por el rostro. Luego, al tiempo que tomaba el vaso entre sus manos, dijo:

¡Muchas gracias! No pude soportar ver tanta carne para comer. En mi país, con la guerra, pasamos muchas necesidades. Recordé que, en mi aldea se turnaban los vecinos de toda la calle para comprar un hueso con carne. A la familia que le tocaba era la que se comía la carne y pasaba el hueso pelado a la casa siguiente. Para que la sopa tomara un saborcito. Día a día, se pasaban el hueso hasta llegar al final de la calle. Y, en orden se turnaba al comprador…

 La Guerra Civil arremetió con su odio. Y la postguerra, lo completó.  No quedó una familia que no tuviera, al menos un preso, un detenido, un exiliado, un muerto  y un desaparecido. Las guerras y las dictaduras, son socias fieles de la muerte –agregó el marido.

 – Invadieron instituciones y agrupaciones hasta la interioridad de cada una de las familias, de cada una de las personas –dijo la mujer.

¡Joder! Y las que vimos y tuvimos que soportar para sobrevivir.

Para algunos de los que oyeron, les pareció que lo que se llama historia, estaba ahí, en esas cosas, a veces ni tan grandes,  pero vividas por la gente y que al quedar guardadas en algún lugar de la memoria si, por alguna causa, vuelven a pasar por sus corazones, es para volcarse hacia los otros.

Este país es culto y tranquilo –dijo el español. No para algo así.

El niño vio y escuchó todo aquello.

Arriba, en el cielo, una bandada de negras aves de rapiña revoloteaba en círculos. Sus sombras se proyectaban, enormes, sobre el descampado.

El niño, sin saber aún por qué, lo guardó en su memoria.

Texto: Armando Quintero. El cuento es la versión abreviada y corregida  de un fragmento de "Cuando el mundo era tan pequeño que cabía en una tacita de plata". A presentar para un ejercicio, un recuerdo de infancia, en el Taller del Profesor Fedosy Santaella en el Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015 que venimos realizando.
Ilustración realizada en PAINT:  Niño con pájaro negro sobre su cabeza, Armando Quintero.


sábado, 21 de febrero de 2015

Pacto / versión corregida a partir de las indicaciones y sugerencias señaladas en el taller




Aquella mañana, la tormenta había pasado.
En el norte de la isla, un zamuro revoloteaba sobre la playa. En su vuelo incesante, su sombra se alternaba sobre la arena, sobre el mar, sobre las viejas huellas de unos pies descalzos, casi borradas, que avanzaban un largo trecho por el arenal. Una bandada de pequeños pájaros azules volaba de rama en rama, para ocultarse entre los árboles que subían la montaña de la isla hasta convertirse en una selva, cada vez más tupida, a medida que se ascendía.
En el sur, un hombre luchaba por alcanzar la orilla. Con la tormenta, una enorme ola lo arrancó de la cubierta del barco y lo metió en el mar. Aunque nadaba muy bien no lograba librarse de la fuerza de las olas para llegar hacia la playa que había avistado. Ya estaba por abandonarse a su mala suerte cuando otra ola, tan grande como la que lo puso en el agua, lo arrastró hasta la orilla. Corrió con las pocas fuerzas que le quedaban, temeroso  del reflujo.
Al salir del agua, el náufrago se tumbó en la arena y el cansancio lo durmió.
El zamuro descansaba sobre las ramas de un tronco seco que sobresalía en un recodo. Remontó vuelo hasta una altura donde divisaba la isla completa. Su graznido resonó en el aire. La bandada de pájaros azules voló al otro lado de la isla y permaneció oculta entre los árboles.
Aguardando.
El náufrago se despertó y comenzó a caminar. No veía ninguna huella a lo largo de la playa. La soledad del lugar era evidente. Un pequeño pájaro azul voló sobre su cabeza y se posó a su vista, sobre la rama delgada de una planta que sobresalía entre un metro a metro y medio en el borde del monte, con unos frutos verdes y unas hojas parecidas al perejil.
El pequeño pájaro azul, como si lo invitara, picoteó varias veces uno de aquellos frutos y algunas de sus hojas. Esperó. Picoteó de nuevo y se adentró entre los árboles para perderse de vista. La bandada completa lo recibió agradecida.
El zamuro graznó otra vez desde las alturas  y la bandada llegó hasta un claro entre los árboles. Desde allí voló hacia el norte de la isla.
El náufrago se acercó a la planta, arrancó unos frutos, unas hojas y las masticó para sorber su jugo. No era sabroso pero calmaban su hambre y su sed.
Descansó unos minutos. Un olor a ratón muerto invadía el sitio.
Casi una hora después, a lo lejos, divisó las huellas de los pies descalzos que avanzaban por el arenal, una sonrisa se dibujó en su rostro y siguió tras ellas.
Sintió el cansancio, un mareo súbito, un malestar de vómito, el hormigueo que le subía desde las piernas y cayó.
Quedó tendido boca arriba. Paralizado. Pero consciente.
Sus ojos divisaron un ave negra que volaba allá arriba, como mirándolo en un cielo sin nubes.
Unos metros más allá terminaban las huellas.
Justo donde estaba un cadáver reseco picoteado por un ave de rapiña e iluminado por el sol.
El zamuro inició su danza de muerte: trazó un primer círculo en el cielo, un segundo círculo y, con el tercero, se lanzó en picada directo a los ojos del paralizado. Acto seguido, sus garras y su pico destrozaron el vientre del náufrago para comerse sus entrañas.
Las aves tenían un pacto de vida: el zamuro  no atacaría a la bandada de pequeños pájaros azules si estos lograban engañar a todo aquel que llegara a las playas de esa isla.

 
Texto: Armando Quintero. Versión corregida por las sugerencias de los compañeros y el docente del Taller del Profesor Fedosy Santaella en el Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015 que venimos realizando.
Ilustración: Armando Quintero. A partir de una foto de huellas en la arena tomada de Google e intervenida en Paint.

lunes, 2 de febrero de 2015

Pacto



Aquella mañana del primero de septiembre de 1659, la tormenta había pasado.
En el norte de la isla, un zamuro revoloteaba sobre la playa. En su vuelo incesante, su sombra se alternaba sobre la arena, sobre el mar, sobre las viejas huellas de unos pies descalzos, casi borradas, que avanzaban un largo trecho por el arenal. La bandada de pequeños pájaros azules volaba de rama en rama. Y se ocultaban entre los árboles que subían la montaña de la isla hasta convertirse en una selva, cada vez más tupida, a medida que se ascendía.
En el sur, un hombre luchaba por alcanzar la orilla. Con la tormenta, una enorme ola lo arrancó de la cubierta del barco que timoneaba y lo metió en el mar. Aunque nadaba muy bien no lograba librarse de la fuerza de las olas para tomar aire, aguantarlo y seguir nadando hacia la playa que había avistado. Ya estaba por abandonarse a su mala suerte cuando una ola, tan grande como la que lo puso en medio de las aguas, lo arrastró casi hasta la orilla. Cuando sus pies tocaron fondo, se paró y se quedó quieto un momento para recuperar el aliento mientras la ola se retiraba. Y corrió con las pocas fuerzas que le quedaban, temeroso que el reflujo de la ola lo retornara al mar. Al salir del agua, el náufrago se tumbó en la arena. Y, el cansancio lo durmió.
En tanto, el zamuro descansaba sobre las ramas de un tronco seco que sobresalía en un recodo. Luego de un largo rato, remontó vuelo hasta una altura donde divisaba la isla completa. Y su graznido resonó en el aire. La bandada de pájaros azules voló al otro lado de la isla y permaneció oculta entre los árboles. Aguardando. El náufrago se despertó y comenzó a caminar.
No veía ninguna huella a lo largo de la playa. La soledad del lugar era evidente. Un pequeño pájaro azul voló sobre su cabeza y se posó a su vista, sobre la rama delgada de una planta.
La planta sobresalía entre un metro a metro y medio en el borde del monte. Tenía unos frutos verdes y unas hojas parecidas al perejil. El pequeño pájaro azul, como si lo invitara, picoteó varias veces a uno de aquellos frutos y algunas de sus hojas. De inmediato, se adentró entre los árboles para perderse de vista. La bandada completa le aguardaba agradecida.
El zamuro graznó otra vez desde las alturas. La bandada llegó hasta un claro entre los árboles y desde allí voló hacia el norte de la isla. El náufrago se acercó a la planta, arrancó unos frutos, unas hojas y las masticó para sorber su jugo. No era sabroso pero calmaban su hambre y su sed.
Descansó unos minutos. Un olor a ratón invadía el sitio.
Casi una hora después, a lo lejos, divisó las huellas de unos pies descalzos, casi borradas, que avanzaban un largo trecho por el arenal. Una sonrisa se dibujó en su rostro y siguió tras ellas.
Sintió el cansancio, un mareo súbito, un malestar de vómito, el hormigueo que le subía desde las piernas y cayó. Quedó tendido boca arriba. Paralizado, pero consciente.
Sus ojos divisaron un ave negra que volaba allá arriba, como mirándolo en un cielo sin nubes.
Unos pasos más allá terminaban las huellas. Justo donde estaba un esqueleto picoteado por un ave de rapiña e iluminado por el sol.
El zamuro inició su danza de muerte: trazó un primer círculo en el cielo, un segundo círculo y, con el tercero, se lanzó en picada directo a los ojos del paralizado. De inmediato, sus garras y su pico destrozaron el vientre del náufrago para comerse sus entrañas. Las aves tenían un pacto de vida: el zamuro  no atacaría a la bandada de pequeños pájaros azules si estos lograban engañar a todo aquel que llegara a las playas de esa isla.

Texto e ilustración: Armando Quintero. Ejercicio para el Taller del Profesor Fedosy Santaella en el Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015 que venimos realizando.