Aquella mañana del primero de septiembre
de 1659, la tormenta había pasado.
En el norte de la isla, un zamuro
revoloteaba sobre la playa. En su vuelo incesante, su sombra se alternaba sobre
la arena, sobre el mar, sobre las viejas huellas de unos pies descalzos, casi
borradas, que avanzaban un largo trecho por el arenal. La bandada de pequeños
pájaros azules volaba de rama en rama. Y se ocultaban entre los árboles que
subían la montaña de la isla hasta convertirse en una selva, cada vez más
tupida, a medida que se ascendía.
En el sur, un hombre luchaba por alcanzar
la orilla. Con la tormenta, una enorme ola lo arrancó de la cubierta del barco
que timoneaba y lo metió en el mar. Aunque nadaba muy bien no lograba librarse
de la fuerza de las olas para tomar aire, aguantarlo y seguir nadando hacia la playa
que había avistado. Ya estaba por abandonarse a su mala suerte cuando una ola,
tan grande como la que lo puso en medio de las aguas, lo arrastró casi hasta la
orilla. Cuando sus pies tocaron fondo, se paró y se quedó quieto un momento
para recuperar el aliento mientras la ola se retiraba. Y corrió con las pocas
fuerzas que le quedaban, temeroso que el reflujo de la ola lo retornara al mar.
Al salir del agua, el náufrago se tumbó en la arena. Y, el cansancio lo durmió.
En tanto, el zamuro descansaba sobre las
ramas de un tronco seco que sobresalía en un recodo. Luego de un largo rato,
remontó vuelo hasta una altura donde divisaba la isla completa. Y su graznido
resonó en el aire. La bandada de pájaros azules voló al otro lado de la isla y
permaneció oculta entre los árboles. Aguardando. El náufrago se despertó y comenzó
a caminar.
No veía ninguna huella a lo largo de la
playa. La soledad del lugar era evidente. Un pequeño pájaro azul voló sobre su
cabeza y se posó a su vista, sobre la rama delgada de una planta.
La planta sobresalía entre un metro a
metro y medio en el borde del monte. Tenía unos frutos verdes y unas hojas
parecidas al perejil. El pequeño pájaro azul, como si lo invitara, picoteó varias
veces a uno de aquellos frutos y algunas de sus hojas. De inmediato, se adentró
entre los árboles para perderse de vista. La bandada completa le aguardaba
agradecida.
El zamuro graznó otra vez desde las
alturas. La bandada llegó hasta un claro entre los árboles y desde allí voló
hacia el norte de la isla. El náufrago se acercó a la planta, arrancó unos
frutos, unas hojas y las masticó para sorber su jugo. No era sabroso pero
calmaban su hambre y su sed.
Descansó unos minutos. Un olor a ratón
invadía el sitio.
Casi una hora después, a lo lejos, divisó
las huellas de unos pies descalzos, casi borradas, que avanzaban un largo
trecho por el arenal. Una sonrisa se dibujó en su rostro y siguió tras ellas.
Sintió el cansancio, un mareo súbito, un
malestar de vómito, el hormigueo que le subía desde las piernas y cayó. Quedó
tendido boca arriba. Paralizado, pero consciente.
Sus ojos divisaron un ave negra que volaba
allá arriba, como mirándolo en un cielo sin nubes.
Unos pasos más allá terminaban las
huellas. Justo donde estaba un esqueleto picoteado por un ave de rapiña e
iluminado por el sol.
El zamuro inició su danza de muerte: trazó
un primer círculo en el cielo, un segundo círculo y, con el tercero, se lanzó
en picada directo a los ojos del paralizado. De inmediato, sus garras y su pico
destrozaron el vientre del náufrago para comerse sus entrañas. Las aves tenían
un pacto de vida: el zamuro no atacaría
a la bandada de pequeños pájaros azules si estos lograban engañar a todo aquel
que llegara a las playas de esa isla.
Texto e ilustración: Armando Quintero. Ejercicio para el Taller del Profesor Fedosy Santaella en el Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015 que venimos realizando.
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