Es posible que no todos
los cuentos comiencen por había una vez o érase una vez.
Éste, sin embargo, sí.
Había una vez un lejano
país perdido allá por la Edad de las Tinieblas.
En ese país, había un enorme
bosque de abedules.
Por lo tupido de su
vegetación, podría llamarse Selva Negra.
Pero, no: nadie conocía el
nombre de ese bosque.
Quizás, algunos, no
querían ni acordarse.
Varias trochas y caminos
serpenteaban por él.
Todos conducían a una
casa, hermosa. Como de cuento.
Un águila giraba, cada
tanto, sobre ella como avistando a una presa.
Bajo las pocas nubes
blancas, iluminadas por el sol de la mitad de la mañana.
La puerta de la casa
estaba abierta.
En sala, en un perchero
de pie, se veía una caperuza de color…
—¡Rooooooojo!
—¡No! Esta vez era azul.
Desde la cocina, manaba
un fuerte olor a legumbres y hortalizas recién cortadas.
Una muchachita picaba, con extremo cuidado,
papas, puerros, zanahorias, varias cebollas, ajo y unas cuantas ramitas de
perejil.
A un lado de la mesa, una
enorme olla con suficiente agua y sal.
Sobre la mesa, además, se
veían unos fideos para sopa.
Las indicaciones del
caldo a hacer en aquel día, eran del Sr. Lobo.
¡Un buen maestro de
cocina!
—¿Dónde
está la carne?― preguntó la muchachita.
El
lobo tomo un enorme y afilado cuchillo. Y sonrió con malicia.
―Es
tu carne, amiguita― respondió, mostrando sus afilados colmillos.
―La
mía, ni lo piense, Señor Lobo. Yo no soy Caperucita.
—Sólo
fue una broma.
El lobo abrió la puerta
de una de las alacenas y sacó una fuente con una enorme calabaza cortada en
trozos.
—No hay pulpa más sabrosa
y tierna— comentó. Y ambos rieron mucho.
De
inmediato, pusieron los trozos de calabaza, las zanahorias y unas hojas de
laurel en aquella olla grande.
El
águila graznó desde lo alto cuando el lobo y la niña llevaron la olla al
encendido fogón del patio trasero de la casa.
Luego
le fueron agregando los puerros, las cebollas, las papas, los fideos y las
ramitas de perejil. Y dejaron que todo se cocinara a un buen fuego moderado.
Cuando
el aroma del caldo de legumbres y hortalizas ya invadía todo el lugar, el Sr.
Lobo le hizo una seña a la muchachita que sacudió en el aire un gran pañuelo
rojo.
El águila grazno con toda
su fuerza.
Los animales aparecieron
por las trochas y caminos.
Y se sentaron alrededor
de la larga mesa ya servida.
Era la hora del almuerzo vegetariano
que, desde hacía un tiempo, el lobo compartía con todos los animales.
En ese lejano país
perdido en la Edad de las Tinieblas, que tenía su bosque de abedules y nadie
conocía o recordaba su nombre.
Texto: Armando Quintero.
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