miércoles, 1 de septiembre de 2010

Los fantasmas también sueñan

Ilustración: Armando Quintero

El fantasma invisible

Siempre había sido un fantasma recatado.
Pero, desde hacía varios días, no se le podía ver.
Aquel fantasma se había enamorado de una bellísima mujer invisible que pasó a su lado. Ella olía a rosas blancas, con la fuerza de un jazmín.
Como ser invisible no es lo mismo que ser fantasma, por seguirla, se quitó la sábana que lo cubría.
Sólo para acompañarla. E intentar conquistarla sin levantar sospechas.

La mujer visible

Montada sobre aquel árbol viejo, seco, sin hojas y sin frutos, la muerte aguardaba a los campesinos que pasaran por debajo.
Para segarlos con un golpe certero de su guadaña, como ellos con sus hoces lo hacían con el trigo maduro de los campos.
Pero ellos, conocedores de las historias que los abuelos les habían narrado sobre el sitio, siempre tomaban el más prudente de los atajos.


Pasaminutos

El tiempo pasaba tan lento por aquel lejano pueblo que, el inventor, creó un extraño aparato para acelerarlo. Lo denominó pasaminutos
Posiblemente funcionó una hora.
La que el tiempo se tardó en cruzar por la llamada calle principal, desde la entrada, a la salida de aquel pueblo.
Allí, sobre un taburete muy antiguo, estaba funcionando el aparato.
El tiempo lo tomó entre sus manos, para observarlo con cuidado.
Lo hizo con tanta lentitud que, como suele pasar en esos casos, el pasaminutos se le resbaló de las manos y se desparramó en el suelo.
El inventor no logró jamás recomponerlo y el tiempo, sin ninguna pereza, se lo llevó consigo.


Un secreto a gritos

No podía guardarlo más.
Le habían pedido el mayor de los silencios. Más, se lo hicieron jurar. Pero, llevaba mucho con él adentro. No estaba seguro de aguantar más.
Correría hasta la montaña para gritarlo, y aliviarse de su peso.
Lo haría lejos, en una cueva que había descubierto.
Y, lo hizo. Lo gritó desde el corazón, a pura fuerza.
Nunca supo que la cueva era tan profunda que salía por el otro lado del mundo. Y, menos, que el secreto se escuchó, completo, por allí.
Corrió con mucha suerte: en esa provincia de China, nadie hablaba su idioma.
Además, los que oyeron el secreto, comentaban entre sí que, los espíritus del bosque habían gritado algo, en una lengua tan extraña que era preferible no traducir.


Una puerta en silenciosa espera
En una montaña, que se eleva en medio de un extenso valle atravesado por un río, había una enorme puerta bien cerrada.
Todos los que sabían sobre ella estaban seguros que, dentro de la montaña, había algo oculto. Pero nadie, nunca, había encontrado la llave que permitiera abrirla. Aunque intentaron hacerlo por todos los medios y con todos los recursos sin lograrlo. La puerta resistía todos los embates.
Una vez, una pareja de enamorados que venían bajando por la montaña, después de subirla desde su otro lado, encontraron, debajo de una piedra que reverberaba, unas viejas llaves. Cuando, por fin, llegaron al pie de la puerta cerrada, comprobaron que la llave calzaba perfectamente en su cerradura.
Al abrirla, se encontraron con una habitación iluminada que tenía una mesa pequeña con una llave en su centro y otra puerta cerrada.
Abrieron la nueva puerta y, otra vez: una habitación iluminada, una mesa, una llave, otra puerta cerrada. Y, continuaron desde allí, hasta abrir cuatrocientas ochenta y nueve puertas más.
Agotados, y en común acuerdo, decidieron detener su recorrido.
Juraron, mutuamente, ante esa puerta no decir nada de nada, a nadie.
Se regresaron y cerraron con su llave la cerradura de la primera puerta. Luego, se acercaron a las orillas del río, en su sitio más caudaloso, y lanzaron la llave al centro profundo de sus aguas.
¡Lástima!, porque detrás de la puerta cuatrocientos noventa hubieran encontrado el verdadero Jardín del Edén.

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