viernes, 18 de junio de 2010

Mini cuentos para lectores (*)


Imágenes tomada del album Alicia de Javier Marichal en facebook.

1.- La última destrucción de Troya

- ¡Sí! Claro que conozco la historia que narran los griegos. Lo que no puedo permitir es que, sólo, se dé por cierta la versión de los supuestos vencedores – decía la joven desconocida, ante la asamblea de todos los ancianos de Cartago -. Luego de ocho veces, Príamo se cansó de hacernos reconstruir nuestra amada ciudad. Eneas sugirió la huída cuando, por nuestros espías, nos enteramos de la propuesta de Odiseo. La asumimos y se aprovechó el momento. Mientras ellos construían el caballo, nosotros tomamos lo más necesario y nos fuimos hacia las naves, que ya habíamos preparado. Sólo quedaron los soldados que introdujeron, en nuestra sitiada Troya, al enorme animal de madera cargado de aqueos. Hecho esto, en el mayor sigilo, nuestros soldados destruyeron todo lo que habíamos dejado, iniciaron el fuego de la ciudad desde las afueras y, también, huyeron. Fue el escarnio al que se verían sometidos por nuestra burla, lo que les hizo inventar eso que, por ahora, narran. Como ven, no fuimos vencedores pero, menos, vencidos. ¡Ah!, y para que no haya dudas sobre lo que digo, lo asevero por las apreciadas cenizas de mi suegro y de mi heroico esposo. Me presento: soy, la hija de Aecio, el rey de Tebas, de quien los griegos cuentan que me convertí en esclava de Pirro, el hijo de Aquiles. Algo que, como ven, tampoco es cierto. Mi nombre, por si quedan dudas, es Andrómaca.

2.- El secreto de la eterna tejedora

- ¡No puedo dejar que se complete la tela! – comentó para sí el joven Telémaco -. Sería terrible para el amor de ella y de mi padre. Mucho me cuesta moverme sigiloso para destejerla. Pero, aquí estoy otra vez, deshaciendo por la noche lo que ella avanza en el día. En alguna ocasión se lo confesaré, para que ella lo siga haciendo y, así, corra la fama de que mi madre es la eterna tejedora de la que hablarán los aedas y rapsodas.
A su lado, detrás de unas cortinas de esa habitación del palacio de Ítaca, oculta y sonriendo, Penélope observaba el ardid que venía realizando su hijo. Sobre todo, alababa lo mucho que se parecía a su amado y astuto Odiseo y pensaba que, una noche de éstas, se dejaría ver por él, sólo para ayudarlo.

3.- La piedra certera

- ¡Sí!, ¡claro que David derrotó a Goliat! Pero, se los puedo asegurar, no fue así cómo de verdad sucedieron todos los hechos! – aseveró el joven guerrero filisteo, que fuera atrapado mientras merodeaba por el campo enemigo -. Nunca pensamos que, ese joven pastor que sólo parecía atender a su majada, era David. Y, menos, que iba a descubrir la treta que, por mucho tiempo los asustó a todos ustedes, israelitas. No supimos cómo llegó hasta los espejos que estaban ocultos entre las peñas. Porque, de verdad, todo era un juego de espejos: Goliat era un enano…
Éstas fueron sus últimas palabras. Una piedra, lanzada con certeza, había golpeado la frente del joven guerrero filisteo, y lo mató en el acto.
A prudente distancia, con su honda aún vacía entre las manos, David sonreía desafiante. Y nadie se atrevió a modificar la historia.

4.- El eterno resucitado

- Tal vez, algún día cambie nuestro signo – comentó el joven, al sacerdote que les visitaba -. Pero, así ha sucedido con ese milagro. De generación en generación, nuestra familia ha cuidado de nuestro anciano Lázaro. Al principio, les asombró a nuestros lejanos parientes, mientras fueron pasando los años. Luego, con tantos siglos, todos se acostumbraron. Ahí lo ve, ya está que es una pasita, en medio de su lecho. Es notorio, que fue a él a quien Jesús resucitó. Como también, el hecho que, ya sea por olvido u omisión, nunca le fue señalado su segundo fallecimiento.

5.- Otro enamorado y la muerte

- ¡No sigas! – ordenó el joven a su imprevista visitante -. Ya sé lo sucedido con el otro enamorado cuando entraste así, tan señora, tan blanca, tan fría. Ya oí el romance. Pero, te aseguro, no voy a echar carreras para que vengas a cortar una larga y hermosa cabellera de la que tendría que asirme para trepar hasta la habitación de su dueña. Menos si sé que voy a estrellarme a los pies de una torre. Y, lo peor de todo, para que me lleves antes de consumar mis deseos. Mírame bien. Soy joven y de buen parecer. Mira este lecho, cómodo y con buenas sábanas. Sólo te propongo lo que nunca te han propuesto: ¡tengamos la noche de nuestro amor!

6.- La muerte verdadera

- Sí, mí querida esposa, esto sucedió así. ¡No te estoy inventando una historia! Sólo te repetiré el hecho para que te quede bien claro. Cuando Ricardo III gritó aquello de: “¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”, todos vimos en esas palabras una oportunidad. De inmediato, cada uno intentó alcanzarle el suyo. No previmos que, con el fragor de la batalla, los pobres animales tenían que estar alterados. El rey murió pisoteado por los cascos de nuestros caballos en estampida. Lo de todas las flechas que aparecen clavadas en su cuerpo, lo inventamos después, avergonzados por lo sucedido. Y para que, por supuesto, Enrique Tudor fuera el vencedor de la Batalla de Bosworth y se convirtiera en nuestro amado Enrique VII, restaurador de la autoridad real en Inglaterra. No necesito decirte que nuestro silencio es muy importante, y debe ser eterno.

7.- La labradora y el señor

- ¡No me vengan con más historias! – protestó a gritos la joven Aldonza Lorenzo -. Me da pena ese señor que ustedes dicen que me convirtió en su dama. ¿Dama, yo?, si sólo tengo el olor a bosta de las vacas que arreo, el aliento a los ajos y cebollas que cosecho, y estas manos y ropas maltratadas de labranzas. ¡Déjense, vecinitas, de pasar los chismes! ¡Y déjennos en este lugar de La Mancha! A mí, con mis quehaceres. Y a él, con su triste figura. Bastante tenemos cada uno con ello, ¡para estos tiempos que corren!

8.- Muchachita del Bosque

- Escucha – le dijo Lobo Grande a Lobo Pequeño -. Y atiende bien. Si por ese sendero que ves ahí, pasa una niña con una cesta y una caperuza de este color – le mostró unas guindas-, ni le hables: ¡Es un ser muy peligroso! Esa muchachita tuvo mucho que ver con el triste final de tu tatarabuelo.

9.- Protesta

- ¿Por qué a este Príncipe no se le ocurrió otra cosa que darme un beso para que despertara – protestaba, muy molesta, Bella Durmiente del Bosque, luego de los cien años que permaneció en su hechizo -. Además, ¡cuándo estaba soñando tan bonito!
- Y, ¿por qué no? – se preguntaba para sí, con maléfica sonrisa, el Hada que lo había creado -. Mi venganza se completaría, si todos creyesen que este cuento tiene un final feliz.

10.- La sonrisa del gato

- ¡No puedo soportar la sonrisa de un gato que me siga a todas partes! – comentaba años después, y entre dientes, la joven Alicia Liddell -. Más de una vez quise abandonar mi sueño. Llegar al momento en que estaba adormilada a la orilla del río, tejer una corona de una cadena de margaritas y no hacerle caso al conejo blanco de ojos rosados que, a voz en cuello, se quejaba de la hora. Sentía que él pasaría a ser más famoso que cada uno de todos los personajes de esta historia que nos narró el reverendo Do…do… Dodgson, así, con toda su tartamudez, mientras navegábamos por el Támesis. Recuerdo, eso sí, que en ese relato inicial no lo mencionaba. Pero, desde que apareció, estaba segura que el Gato de Cheshire sería más famoso que yo. No se lo reclamé y asumo las consecuencias. Pero reconozco que, detrás de esa sonrisa, se asoma Lewis Carroll y no Charles Lutwidge Dogson, su inventor. Ésta ha sido mi pequeña venganza por dejarme en segundo plano, cuando todos sabían lo mucho que me amaba.

11.- La muerte del Conde Drácula

- No pudo soportar la carencia de sangre – les informó el médico a los numerosos vampiros que esperaban el resultado de la autopsia -. Podríamos decir que murió de hambre. Ustedes tendrían que ubicar, y hasta demandar, al inexperto dentista que le implantó este par de colmillos nuevos. No tuvo el cuidado de avisarle de la posibilidad de obturación del succionador, por la coagulación de tanta sangre acumulada de sus últimas cenas.

12.- La confesión

- Escúcheme bien, señor cura, poco me resta de vida: con mis noventa y nueve años, no puedo soportar más este secreto que, desde mis veinte, me ha signado la vida – decía, entre susurros casi agónicos, la anciana al sacerdote que la asistía en su lecho de muerte -. Es algo de lo que me siento culpable. Como si cargara con un enorme pecado, aunque no lo haya cometido directamente. Ni yo, ni mi marido, tenemos los apellidos que ustedes conocen. Yo soy Adela, la hija menor de Bernarda Alba. Él era Pepe el Romano. Cierto que aquella noche, ésa que usted ha visto en el teatro, lograron herir a Pepe. Pero no fue nada grave. Ambos logramos huir y nos mantuvimos ocultos por meses. Hasta que decidimos embarcarnos a Cartagena de Indias, donde cambiamos de nombre, nos casamos y hemos vivido siempre. Sin hijos. Compartiendo, eso sí, ese aciago recuerdo. Hasta su muerte, el mes pasado. Como ve, no es cierto que yo me suicidé. Esa historia la inventó mi madre para que, como ella siempre quiso, no se mancillara el honor de la familia. Puertas afuera, porque adentro fue distinto. Esa noche, todas las mujeres de la casa mataron a La Dolores, la hija idiota de nuestros padres, que la familia siempre ocultó. Nuestra verdadera hermana menor, que era igualita a mí. Fue a ella a la que enterraron. Esto fue hecho por orden de Bernarda y recomendación de La Poncia. Según nos contó, a mi marido y a mí, mi hermana Martirio, que nos logró ubicar antes de partir a América. Claro que, esto, no lo supo nunca García Lorca. Además, al no saberlo, trágicamente, se hace cierto lo que grita mi madre en la obra: “Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen”.

Tomados de "Sucedidos" de Armando Quintero

(*)Nota Al hacer clic en el título de cada uno de los cuentos, tendrá alguna información sobre las obras y los personajes citados en cada texto.

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