Su suegra le dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores
para llevar al cementerio a la tumba de su propia hermana y de su madre, porque
hoy era fechas de muertas. Sí, ya sé –pensó– terminaré comprándolas yo porque,
como siempre, luego me dirá que ha tenido mucho trabajo y gastos, más que
suficientes, con los nuevos arreglos que están haciendo en su casa, que había
que desmontar las puertas para pintar y, sobre todo, atender muy bien a los
obreros. ”Más que atenderlos, vigilarlos, porque el ojo del amo engorda al
ganado”, le agregaría su suegro. Y entonces pensó: qué mañana diáfana, como regalada
para sentirse bien. ¡Qué fiesta! ¡Qué fresco! Siempre tuvo esa impresión
cuando, con el leve chirrido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría
de par en par la ventana del balcón y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué
calma! –se dijo– ¡Más silencioso que éste, desde luego, es el aire a primera
hora de la mañana, luego de una buena noche con mi marido! Pero, no, claro que
no, Ernestina. Estoy harta del abuso de esos viejos. Tanto, que si los hubiera
conocido antes, no me caso con él. Vienen siempre sin avisar, a que uno les sirva el almuerzo, la merienda
y, también, a llevarse algo de comer como para dos o tres días. Porque a su
suegra, ella lo dice y lo repite hasta el cansancio, no le gusta cocinar. Sin
embargo, con la sensación, mientras estaba de pie ante el balcón abierto, de
que algo horroroso estaba a punto de ocurrir este día.
—Lo que nunca pensé, Ernestina, no es necesario que te lo jure, es que
Antoñito, con toda la inocencia de sus cuatro años, asomara la cabeza detrás
del sofá donde estaban sentados mis suegros y les dijera a toda voz:
—Abuelos, ayer mamá le dijo a Ernestina que está harta de ustedes y que
si los hubiera conocido antes no se hubiera casado con papá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario