Cuando el hombre, como el abuelo, aprenda a leer en el libro de la lluvia, a reconocer en los astros su morada primigenia, a sumar que no a dividir y a convocar siempre la vida, por encima de toda muerte, entonces habremos comenzado en verdad a convertirnos en seres con pensamientos mágicos y en gente capaz de restituirle a esta triste planeta su condición jardinera, su dimensión de finita estación solar, su rúbrica de amor enastada en el bajel de la eternidad. Y en ese espejo sideral, por primera vez, nos reconoceremos como hermanos, capaces de desplegar en el viento el secreto de esa flor de sonrisas sembrada en el corazón de los abuelos y los niños.
Mery Sananes
¿QUÉ HACES, ABUELO?
La abuela asevera que Sarita se parece mucho a su abuelo, en casi todo.
Mira, es como si él hubiera nacido de nuevo, pero con faldas – le dice, al alcanzarle una foto vieja - Ni más, ni menos.
Sarita piensa, al ver la foto de su abuelo cuando niño, que es verdad. Y lo disfruta.
El abuelo de Sarita tiene unas cejas pobladas y un bigote canoso y abundante. Como si al frente tuviéramos a Groucho Marx, en persona, teñido de blanco.
¿Qué quieres ahora? – le pregunta el abuelo, al sentir que los dedos de Sarita restriegan sus cejas y bigote y, luego, mira con cuidado su mano.
Nada. Sólo quería saber si los tenías pintados.
Una tarde lluviosa, el abuelo estaba muy cerca del ventanal abierto de la sala.
¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, que lo observaba desde hacía rato.
Escucho el libro de la lluvia – respondió el abuelo, con una sonrisa.
¿Escuchas un libro? Un libro se lee, por tanto se ve y no se escucha.
Ven, acércate y ponle mucho cuidado a los sonidos – sugirió el abuelo.
Y Sarita aprendió que las gotas de lluvia no suenan igual al caer sobre el agua, sobre las hojas de los árboles, las baldosas, el cubo de basura o los cristales.
Abuelo, ¡es música! – dijo Sarita, asombrada – La lluvia tiene una orquesta.
Una noche de luna, clara y estrellada, el abuelo estaba en el centro del patio.
Miraba al cielo y hablaba entre dientes.
¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, acercándose.
Llamo a las estrellas por sus nombres.
Y Sarita aprendió, primero, a reconocer a las estrellas porque titilan. Supo dónde están Sirius, Aldebarán, Arturo, Cástor y Pólux. Y supo de la Estrella Polar, y del nombre de muchas otras que ya ni recuerda. Luego aprendió a distinguir a algunas constelaciones.
Una mañana el abuelo estaba en la mesa de la cocina, como sacando cuentas.
¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, al verlo.
Estoy tratando de resolver un problema sin dividir.
¿No me digas que no sabes dividir?
Si. Pero no me gusta. Y si puedo evitarlo, prefiero no hacerlo.
La manga siempre larga de la camisa del abuelo estaba recogida. Sarita vio, por primera vez, algo que nunca había visto. En el brazo de su abuelo había unos números tatuados.
Sarita recordó esos sueños que a veces tenía, con los hombres de uniformes y cascos oscuros que persiguen los reflejos de una luz diferente en las personas.
¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita - ¿Porqué los ocultas?
No, Sarita. No los oculto. Les pongo un velo para que la muerte sepa que no la olvido pero, siempre, voy a enfrentarla con más vida.
Sarita aprendió así del humor resistente, como una flor de sonrisas, de su abuelo. Supo de la ternura de su caminar y de lo constante y solidario de su hacer.
Y supo por qué, desde que vio una película muda de Charlie Chaplin, sintió que su abuelo se parecía, en casi todo, a él.
La abuela asevera que Sarita se parece mucho a su abuelo, en casi todo.
Mira, es como si él hubiera nacido de nuevo, pero con faldas – le dice, al alcanzarle una foto vieja - Ni más, ni menos.
Sarita piensa, al ver la foto de su abuelo cuando niño, que es verdad. Y lo disfruta.
El abuelo de Sarita tiene unas cejas pobladas y un bigote canoso y abundante. Como si al frente tuviéramos a Groucho Marx, en persona, teñido de blanco.
¿Qué quieres ahora? – le pregunta el abuelo, al sentir que los dedos de Sarita restriegan sus cejas y bigote y, luego, mira con cuidado su mano.
Nada. Sólo quería saber si los tenías pintados.
Una tarde lluviosa, el abuelo estaba muy cerca del ventanal abierto de la sala.
¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, que lo observaba desde hacía rato.
Escucho el libro de la lluvia – respondió el abuelo, con una sonrisa.
¿Escuchas un libro? Un libro se lee, por tanto se ve y no se escucha.
Ven, acércate y ponle mucho cuidado a los sonidos – sugirió el abuelo.
Y Sarita aprendió que las gotas de lluvia no suenan igual al caer sobre el agua, sobre las hojas de los árboles, las baldosas, el cubo de basura o los cristales.
Abuelo, ¡es música! – dijo Sarita, asombrada – La lluvia tiene una orquesta.
Una noche de luna, clara y estrellada, el abuelo estaba en el centro del patio.
Miraba al cielo y hablaba entre dientes.
¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, acercándose.
Llamo a las estrellas por sus nombres.
Y Sarita aprendió, primero, a reconocer a las estrellas porque titilan. Supo dónde están Sirius, Aldebarán, Arturo, Cástor y Pólux. Y supo de la Estrella Polar, y del nombre de muchas otras que ya ni recuerda. Luego aprendió a distinguir a algunas constelaciones.
Una mañana el abuelo estaba en la mesa de la cocina, como sacando cuentas.
¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, al verlo.
Estoy tratando de resolver un problema sin dividir.
¿No me digas que no sabes dividir?
Si. Pero no me gusta. Y si puedo evitarlo, prefiero no hacerlo.
La manga siempre larga de la camisa del abuelo estaba recogida. Sarita vio, por primera vez, algo que nunca había visto. En el brazo de su abuelo había unos números tatuados.
Sarita recordó esos sueños que a veces tenía, con los hombres de uniformes y cascos oscuros que persiguen los reflejos de una luz diferente en las personas.
¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita - ¿Porqué los ocultas?
No, Sarita. No los oculto. Les pongo un velo para que la muerte sepa que no la olvido pero, siempre, voy a enfrentarla con más vida.
Sarita aprendió así del humor resistente, como una flor de sonrisas, de su abuelo. Supo de la ternura de su caminar y de lo constante y solidario de su hacer.
Y supo por qué, desde que vio una película muda de Charlie Chaplin, sintió que su abuelo se parecía, en casi todo, a él.
Armando
No todos tus cuentos me gustan por igual. Y así debe ser. Sólo que hay algunos especialísimos, donde toda tu magia, tu sabiduría y tu amor, se te salen a rienda suelta. Y este cuento es uno de ellos. Tal vez porque siempre imaginé el libro de la lluvia, porque siempre he querido aprender a nombrar las estrellas, porque siempre he soñado en no tener que dividir. Y porque todos los días trato de parecerme más a ese abuelo, para que mis nietos algún día me recuerden así, como lo hace sarita. Torpe para las cosas útiles, difícil para cumplir un horario y llenar un formulario, pero siempre intentando leer el libro de la vida que está allí frente a nosotros aguardando que comencemos alguna vez a encontrar nuestro propio abecedario.
Mery Sananes
Tomado del blog http://embusteria.blogspot.com/2006/05/embusterias-de-abuelo_29.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario