Recuerdos
de mi primer viaje a la Ciudad de México
“Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos. Y
además reclaman la atención algunos muy tontos. Y todavía no sé si a pesar de ser
pueriles tienen alguna relación importante con otros recuerdos, o qué
significado o qué reflejos se cambian entre ellos.
Algunos, parece que protestaran contra la selección que
de ellos pretende hacer la inteligencia. Y entonces reaparecen sorpresivamente,
como pidiendo significaciones nuevas o haciendo nuevas y fugaces burlas, o
intencionando todo de otra manera.”
Felisberto
Hernández, Por los tiempos de Clemente Colling.
Mi relación
y amor por México es de vieja data. Son afectos, amorcitos y corazones, que se
acumularon desde la infancia al escuchar las canciones de sus mejores intérpretes
en la radio, que fueron creciendo en la matiné de los domingos, en el cine de
la adolescencia e inicios de la madurez,
y completados con las lecturas de sus mejores escritores (1). Conocer a México,
al fin, fue un sueño alcanzable gracias al arte de narrar cuentos, sin dudas.
En el
Primer Festival Internacional de Narración Oral Escénica, que se realizó en el
CELARG de Caracas luego de mi presentación, el 1º de agosto de 1989 – fecha que
no olvidaré porque es el cumpleaños de mi madre – se me informó que, por
propuesta de los compañeros mexicanos, estaba invitado al Primer Festival
Internacional de Teatro de Ciudad de México. No estaría en programa, ya había
sido publicado, pero –tremendo compromiso– sustituiría a María Eugenia Llamas,
“La Tusita”, quién, por un serio problema de salud de su esposo, no podría
presentarse. Tenía que conseguir el pasaje, solicitar los permisos a las
instituciones donde estaba trabajando y prepararme para una estadía de veinte
días de trabajo constante, con pocos y esporádicos encuentros, la mayoría de
soslayo, con una ciudad fascinante, donde el placer del viaje iba a estar – lo
mejor que podía sucederme –en el encuentro personal, compartido, con el público
mexicano sobre todas las cosas.
Emoción
tras emoción mis recuerdos se acumulan y se atropellan, acelerados como los de
Felisberto Hernández, para esta crónica de un viaje para nada turístico sino de
trabajo con las palabras que se dicen. Así se asoma, en primer lugar, el sobrevuelo
sobre la enorme ciudad al arribar a plena luz del día, ¿un regalo o una rutina
del viaje?; tan emotivo como lo fue el alojarnos en un hotel de cinco estrellas;
o el escuchar las recomendaciones sobre la seguridad, la altura, el clima y las
contaminaciones sónicas y atmosféricas en una ciudad altamente contaminada que
nunca me afectaron, ni esta vez, ni en los otros dos viajes posteriores; y,
luego de la entrega de la grilla, la primera visita al Museo Nacional de
Antropología, condición que había solicitado y ocuparon las primeras horas de
mi viaje (2).
De
las otras horas y de los otros días se incluyen una visita al Zócalo y a la
Catedral que vimos por fuera, estaba en remodelación por los daños sufridos en
el terremoto de 1987, cuyos vestigios se notaban en muchos espacios y edificios,
tanto como en las palabras y en los ojos de algunos compañeros que nos hablaron
de él; una cena en Plaza Garibaldi, escuchando mariachis; el ir donde La Lupita,
Nuestra Señora de Guadalupe, imagen que, como la de La Chinita o La Gioconda,
me resultó pequeña porque, sin quizás, las dimensiones de su idealización la agrandaron
en mi mente; unas escapadas a Lagunilla, el mercado de pulgas, donde hay que ir
a primera hora y, sobre todo, aprender a regatear; como, también, el conjunto
de las dos o tres presentaciones diarias en numerosos espacios como la plaza de
Santa Catarina, el Zoológico de Chapultepec, el Museo Nacional de Antropología,
el Palacio de Bellas Artes, incluida, porque no, una presentación en un
reclusorio de menores de alta peligrosidad. Pero, de los recuerdos, dos
anécdotas sintetizan todo el viaje: una por la finalidad profesional del mismo,
la otra, porque me muestra ese espíritu humano, humilde y solidario que, desde
las canciones y el cine siempre he sentido y apreciado en el mexicano.
En mi
primera presentación, en la Explanada de Xochimilco, tomé conciencia de dónde
estaba y qué significaba narrar en espacios públicos en México: había que
hacerlo con micrófono de cable ante una asistencia no menor a dos mil personas.
Como era quien cerraba, los compañeros mexicanos me explicaron cómo manejarlo. Compartí
mi alegría de estar en México, para darme confianza, a partir de lo que aparece
en la nota (1). Narré a continuación los dos cuentos que elegí. Fui muy
ovacionado. Lo había logrado. Pero no
dejaba de pensar que, al otro día, tenía una presentación con Francisco Garzón
Céspedes, donde yo sustituía a La Tusita. Esa noche casi no dormí. Entré a la
habitación, fui al baño, me quité la correa, tomé la jabonera e improvisé un
micrófono de cable para ensayar. Recordar los movimientos de Rocío Durcal y de Juan
Gabriel apoyaron mi movilidad escénica. Ya en el sitio, me sentí confiado con
el micrófono pero el cable se trabó y, al jalarlo, hizo un giro muy
pronunciado.
–
¡Eso, mi cuate! – gritó a voz en cuello alguien del público. Y calentó
los ánimos.
A
partir de ahí los veinticinco minutos pautados fluyeron con total naturalidad.
Y, al finalizar, la intensidad de los aplausos me aseguró que lo había logrado
de nuevo.
–
¿Dónde aprendiste a narrar con micrófono? – me preguntó Francisco.
–
Anoche en el baño de la habitación, con la
jabonera y la correa – respondí.
La
segunda anécdota tiene que ver con un taxista que me llevó desde Xochimilco hasta
Colonia Hidalgo, más de dos horas, escuchando casetes de Pedro Infante. Le
emocionó que yo conociera tantas
canciones. Cuando supo que tenía otras dos horas de espera, aparcó.
–
Siga escuchando – me dijo. Y colocó otro casete – Le faltan cuatro más.
–
Pero, hombre, ¿qué hace? ¿No tiene que
trabajar?
–
Usted, quédese tranquilo que quien es amigo
de Pedro Infante es amigo mío.
Notas
(1) Es que, en mi casa, desde que tengo memoria,
en la radio – la televisión aún no era una realidad conocida – se escuchaban
las canciones de Pedro Infantes, Jorge Negrete, Pedro Vargas, Javier Solís,
Luis Aguilar, Antonio Aguilar, Agustín Lara, Lola Beltrán, Flor Silvestre y
Toña La Negra. Ello era tan diario y religioso como escuchar a Carlos Gardel,
Los Panchos, el programa de Alejandro Casona y los partidos de fútbol. A los
ocho años comenzaron los domingos de matiné con un marcado predominio de
películas aztecas. Y uno aprendió a disfrutar de Cantinflas y de Tin-Tan, a
llorar y a reír con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón donde, además, aparecía la niña prodigio de esos años dorados,
La Tusita, María Eugenia Llamas, y la abuelita más conocida de todos los
tiempos, Sara García. U otras películas con la participación de Jorge Negrete,
Luis Aguilar y muchos de los cantantes citados. Y, a partir de los doce años,
disfrutar de algunas películas, acompañado de nuestros padres, con Dolores del
Río, Pedro Armendáriz, Silvia Pinal, Rosita Arena, Marga López y María Félix.
Luego, a finales de los cincuenta y en los sesenta, ávido lector, como era, con
los Cuadernos Hispanoamericanos y los libros del Fondo de Cultura Económica,
conseguidos en la Biblioteca Municipal de mi ciudad natal, en la del liceo o en
las personales de algunos de mis maestros y profesores, descubro a Alfonso
Reyes, Octavio Paz y Juan Rulfo entre otros y valiosos escritores mexicanos.
(2) Dos razones me llevaron a pedirles a los
compañeros mexicanos que al desembarcar del avión quería visitar, antes que
hacer cualquier otra cosa, el Museo Nacional de Antropología: una manifiesta y
pública, la deuda de sangre por el exterminio total de los primeros pobladores de
Uruguay; la otra, personal y casi secreta, el reencontrarme con una
pequeña terracota tolteca que representa
a una diosa de la fertilidad, sentada y con la boca abierta, la había visto
cuando, con quince años, llegó al subte de Montevideo, en 1960, una muestra de
muchas obras del museo mexicano y estuvo abierta por varios meses. Eran, son y serán partes importante de mis
afectos, de mis amorcitos y corazones. Ellos lo supieron valorar y apoyar, por
eso, pude cumplir a cabalidad con ambas razones.
Texto: Armando Quintero / Imagen del Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México D. F.
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