viernes, 13 de marzo de 2015

QUIEN ES AMIGO DE PEDRO INFANTE, ES AMIGO MÍO



Recuerdos de mi primer viaje a la Ciudad de México

“Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos. Y además reclaman la atención algunos muy tontos. Y todavía no sé si a pesar de ser pueriles tienen alguna relación importante con otros recuerdos, o qué significado o qué reflejos se cambian entre ellos.


Algunos, parece que protestaran contra la selección que de ellos pretende hacer la inteligencia. Y entonces reaparecen sorpresivamente, como pidiendo significaciones nuevas o haciendo nuevas y fugaces burlas, o intencionando todo de otra manera.”


Felisberto Hernández, Por los tiempos de Clemente Colling.

Mi relación y amor por México es de vieja data. Son afectos, amorcitos y corazones, que se acumularon desde la infancia al escuchar las canciones de sus mejores intérpretes en la radio, que fueron creciendo en la matiné de los domingos, en el cine de la adolescencia e  inicios de la madurez, y completados con las lecturas de sus mejores escritores (1). Conocer a México, al fin, fue un sueño alcanzable gracias al arte de narrar cuentos, sin dudas.

En el Primer Festival Internacional de Narración Oral Escénica, que se realizó en el CELARG de Caracas luego de mi presentación, el 1º de agosto de 1989 – fecha que no olvidaré porque es el cumpleaños de mi madre – se me informó que, por propuesta de los compañeros mexicanos, estaba invitado al Primer Festival Internacional de Teatro de Ciudad de México. No estaría en programa, ya había sido publicado, pero –tremendo compromiso– sustituiría a María Eugenia Llamas, “La Tusita”, quién, por un serio problema de salud de su esposo, no podría presentarse. Tenía que conseguir el pasaje, solicitar los permisos a las instituciones donde estaba trabajando y prepararme para una estadía de veinte días de trabajo constante, con pocos y esporádicos encuentros, la mayoría de soslayo, con una ciudad fascinante, donde el placer del viaje iba a estar – lo mejor que podía sucederme –en el encuentro personal, compartido, con el público mexicano sobre todas las cosas.

Emoción tras emoción mis recuerdos se acumulan y se atropellan, acelerados como los de Felisberto Hernández, para esta crónica de un viaje para nada turístico sino de trabajo con las palabras que se dicen. Así se asoma, en primer lugar, el sobrevuelo sobre la enorme ciudad al arribar a plena luz del día, ¿un regalo o una rutina del viaje?; tan emotivo como lo fue el alojarnos en un hotel de cinco estrellas; o el escuchar las recomendaciones sobre la seguridad, la altura, el clima y las contaminaciones sónicas y atmosféricas en una ciudad altamente contaminada que nunca me afectaron, ni esta vez, ni en los otros dos viajes posteriores; y, luego de la entrega de la grilla, la primera visita al Museo Nacional de Antropología, condición que había solicitado y ocuparon las primeras horas de mi viaje (2).

De las otras horas y de los otros días se incluyen una visita al Zócalo y a la Catedral que vimos por fuera, estaba en remodelación por los daños sufridos en el terremoto de 1987, cuyos vestigios se notaban en muchos espacios y edificios, tanto como en las palabras y en los ojos de algunos compañeros que nos hablaron de él; una cena en Plaza Garibaldi, escuchando mariachis; el ir donde La Lupita, Nuestra Señora de Guadalupe, imagen que, como la de La Chinita o La Gioconda, me resultó pequeña porque, sin quizás, las dimensiones de su idealización la agrandaron en mi mente; unas escapadas a Lagunilla, el mercado de pulgas, donde hay que ir a primera hora y, sobre todo, aprender a regatear; como, también, el conjunto de las dos o tres presentaciones diarias en numerosos espacios como la plaza de Santa Catarina, el Zoológico de Chapultepec, el Museo Nacional de Antropología, el Palacio de Bellas Artes, incluida, porque no, una presentación en un reclusorio de menores de alta peligrosidad. Pero, de los recuerdos, dos anécdotas sintetizan todo el viaje: una por la finalidad profesional del mismo, la otra, porque me muestra ese espíritu humano, humilde y solidario que, desde las canciones y el cine siempre he sentido y apreciado en el mexicano.

En mi primera presentación, en la Explanada de Xochimilco, tomé conciencia de dónde estaba y qué significaba narrar en espacios públicos en México: había que hacerlo con micrófono de cable ante una asistencia no menor a dos mil personas. Como era quien cerraba, los compañeros mexicanos me explicaron cómo manejarlo. Compartí mi alegría de estar en México, para darme confianza, a partir de lo que aparece en la nota (1). Narré a continuación los dos cuentos que elegí. Fui muy ovacionado. Lo había logrado.  Pero no dejaba de pensar que, al otro día, tenía una presentación con Francisco Garzón Céspedes, donde yo sustituía a La Tusita. Esa noche casi no dormí. Entré a la habitación, fui al baño, me quité la correa, tomé la jabonera e improvisé un micrófono de cable para ensayar. Recordar los movimientos de Rocío Durcal y de Juan Gabriel apoyaron mi movilidad escénica. Ya en el sitio, me sentí confiado con el micrófono pero el cable se trabó y, al jalarlo, hizo un giro muy pronunciado.

        ¡Eso, mi cuate! – gritó a voz en cuello alguien del público. Y calentó los ánimos.

A partir de ahí los veinticinco minutos pautados fluyeron con total naturalidad. Y, al finalizar, la intensidad de los aplausos me aseguró que lo había logrado de nuevo.

        ¿Dónde aprendiste a narrar con micrófono? – me preguntó Francisco.

        Anoche en el baño de la habitación, con la jabonera y la correa – respondí.

La segunda anécdota tiene que ver con un taxista que me llevó desde Xochimilco hasta Colonia Hidalgo, más de dos horas, escuchando casetes de Pedro Infante. Le emocionó  que yo conociera tantas canciones. Cuando supo que tenía otras dos horas de espera, aparcó. 

        Siga escuchando – me dijo. Y colocó otro casete – Le faltan cuatro más.

        Pero, hombre, ¿qué hace? ¿No tiene que trabajar?

        Usted, quédese tranquilo que quien es amigo de Pedro Infante es amigo mío.

Notas

(1)     Es que, en mi casa, desde que tengo memoria, en la radio – la televisión aún no era una realidad conocida – se escuchaban las canciones de Pedro Infantes, Jorge Negrete, Pedro Vargas, Javier Solís, Luis Aguilar, Antonio Aguilar, Agustín Lara, Lola Beltrán, Flor Silvestre y Toña La Negra. Ello era tan diario y religioso como escuchar a Carlos Gardel, Los Panchos, el programa de Alejandro Casona y los partidos de fútbol. A los ocho años comenzaron los domingos de matiné con un marcado predominio de películas aztecas. Y uno aprendió a disfrutar de Cantinflas y de Tin-Tan, a llorar y a reír con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón donde, además,  aparecía la niña prodigio de esos años dorados, La Tusita, María Eugenia Llamas, y la abuelita más conocida de todos los tiempos, Sara García. U otras películas con la participación de Jorge Negrete, Luis Aguilar y muchos de los cantantes citados. Y, a partir de los doce años, disfrutar de algunas películas, acompañado de nuestros padres, con Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Silvia Pinal, Rosita Arena, Marga López y María Félix. Luego, a finales de los cincuenta y en los sesenta, ávido lector, como era, con los Cuadernos Hispanoamericanos y los libros del Fondo de Cultura Económica, conseguidos en la Biblioteca Municipal de mi ciudad natal, en la del liceo o en las personales de algunos de mis maestros y profesores, descubro a Alfonso Reyes, Octavio Paz y Juan Rulfo entre otros y valiosos escritores mexicanos.

(2)     Dos razones me llevaron a pedirles a los compañeros mexicanos que al desembarcar del avión quería visitar, antes que hacer cualquier otra cosa, el Museo Nacional de Antropología: una manifiesta y pública, la deuda de sangre por el exterminio total de los primeros pobladores de Uruguay; la otra, personal y casi secreta, el reencontrarme con una pequeña  terracota tolteca que representa a una diosa de la fertilidad, sentada y con la boca abierta, la había visto cuando, con quince años, llegó al subte de Montevideo, en 1960, una muestra de muchas obras del museo mexicano y estuvo abierta por varios meses. Eran, son y serán partes importante de mis afectos, de mis amorcitos y corazones. Ellos lo supieron valorar y apoyar, por eso, pude cumplir a cabalidad con ambas razones.
Texto: Armando Quintero / Imagen del Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México D. F.
 

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