– ¡No, no lo he soñado, abuela! Ni lo inventé. Se
lo aseguro. No sé de qué se trata. Pero no le tengo miedo porque, hasta ahora,
sólo hace lo que hace. Ni siquiera me dirige la palabra. Pero, desde el preciso
instante que la vi por primera vez, dudé. Es que no me gusta, siento que hay
algo que no está bien en todo esto. Creo que dejaré de trabajar ahí. Aunque no
se pueda despreciar un empleo como éste, ¡tan bien pagado!, y con lo difícil
que está todo. Usted sabe que siempre he sido muy responsable. Así esté sola,
como estoy, sin que nadie me cuide mientras aseo. No acostumbro a beber del güisqui
de la casa, como hacen otras. Ni un poquito. Ni un tantito así. Se lo juro
por mi santa madre, que Diosito la tenga en el cielo. Menos, me aprovecho del
silencio y la buena cama para dormir, como nunca podría hacerlo en este
cuartucho de nuestra vecindad. Soy como usted me educó: pobre, pero honrada.
Pero, abuela, le juro, no sé si aguanto verla de nuevo. Ahí, en la sala,
sentada frente a esa enorme pantalla de cine y con el proyector encendido. Le
pido que mañana me acompañe. Verá que es así como se lo cuento. No es un
muertito como esos con que usted nos asustaba cuando niños. Tampoco, puede ser
un fantasma. No sé qué es. Pero, no tengo dudas, que es ella. Sale del retrato
que le hicieron a tamaño natural, ése donde está con su traje de Doña Bárbara,
para sentarse a ver sus propias películas de María Félix.
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