Foto antigua de la Plaza 19 de abril de Treinta y Tres. Tomada del Portal Olimar virtual.com
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Fue una amistad que iniciaste al llegar, cuando se te escapó una gallina.
Habías venido del campo, a esa nueva casa, con tus padres y tu hermana. Tu padre intentaba mejorar en lo económico e iniciaba un nuevo empleo en la ciudad.
Estabas ayudando a descargar la mudanza, que fue transportada desde la estancia en tres carretones tirados por caballos.
Una de las gallinas se te escapó cuando la intentabas meter en el nuevo gallinero. Y se te disparó para la casa de enfrente.
– ¡Buena que te quedó! –te comentó una vecina. Y te agregó, casi en secreto: Esos viejos son medio locos, es posible que ni te la devuelvan.
Te acercaste temeroso. Veías a los ancianos por el cerco de la casa.
La mujer vieja parecía esperarte. El hombre, que se había adentrado hacia los fondos del jardín, reapareció, con la gallina atrapada entre las manos. Y te la alcanzó, sin decirte una palabra.
– ¡Muchas gracias! –le dijiste, mientras le sonreías al recibirla.
Los miraste de frente. La mujer era una vieja poquita, suave, delgada, modosita. Con buenas ropas, aunque algo gastadas. Un gran pañuelo blanco, cuidadosamente amarrado a su cabeza, le cubría el cabello. El hombre, mucho más alto que ella, de elegante porte y una blanca cabellera cuidada, se notaba fuerte, muy fuerte. Y no tan descortés como lo aparentaba.
Y pensaste para ti: “¡Ni medios locos se ven!”.
– ¡Qué no se repita! –oíste que te dijo el anciano, como única respuesta.
– ¡Se lo aseguro, señor! –le respondiste. Y cruzaste la calle.
– Tuviste suerte –comentó la vecina. Son unos viejos raros. No saludan. No hablan con los vecinos. Ni dejan que los niños se les acerquen.
No le respondiste, sólo pensaste:”Ya veremos si son tan así”.
Guardaste la gallina con mucho cuidado y continuaste con la descarga de la mudanza. De vez en cuando mirabas hacia la casa de enfrente.
Como a eso de las cinco de la tarde, ya estaba todo arreglado y tu madre preparaba la cena. Saliste con tu hermana a jugar en el cordón de la vereda. En medio de los juegos, volviste a mirar hacia la casa de los viejitos.
La mujer regaba el jardín. El hombre hacía lo mismo en la huerta.
Recogían el agua de un pozo, en sendos baldes, que distribuían entre los canteros y camellones, con cuidadoso esmero.
Algo más tarde, observaste que entre las abundantes rosas del cerco de la entrada a la casa, se veía a la anciana. Te pareció que ella te sonreía.
En las semanas siguientes, tú y tu hermana averiguaron.
Y descubrieron mucho más sobre aquella pareja de ancianos.
Eran hermanos, solteros. Parecían no tener hijos. No iban a tener nietos.
Ella cultivaba el jardín más grande y cuidado de la ciudad.
El anciano había sido un barbero de prestigio en “La Capital ” y estaba jubilado. Cuidaba la huerta con esmero y colaboraba en la atención del jardín.
Una tarde no pudiste más:
– Se ven muy solos –comentaste.
– ¿Qué decís, quiénes se ven solos? –preguntó tu hermana que estaba entretenida peinando una de sus muñecas.
– Ellos, los viejitos de enfrente.
Más tarde, regresaste con una idea firme sobre aquello.
– Dicen que las parejas que no tienen hijos, los adoptan –comentaste. .
– Nosotros tenemos nuestros padres… –te respondió tu hermana.
–…Nadie dice nada de abuelos para nietos –seguiste.
– Pero no nos darán papeles –te respondieron.
– Ni los necesitamos. Es una adopción de corazón a corazón.
Aquello quedó decidido. Y así lo harían.
Desde ese día, ambos se lo prometieron entusiasmados: los dos viejos dejarían de estar tan solos, a como diera lugar.
– Seremos sus nietos, aunque ellos no lo sepan –te dijo tu hermana.
– Y ellos, nuestros abuelos del corazón –le agregaste.
A la mañana siguiente, entre las rosas del cerco de la entrada a la casa de enfrente, la anciana te hacía señas para que te acercaras.
– ¡Buenos días, m´hijo! –te saludó. Esto es para que se lo entregue a su mamá. De regalo –te agregó, mientras te alcanzaba un ramo de flores.
– ¡Muchas gracias! –le respondiste al tomarlo entre tus manos.
Convencido de que los corazones de ambos habían iniciado su trabajo.
Al otro día, tu madre te envío a llevarle un arroz con leche, en uno de los tazones grandes, que había hecho para la familia.
– Hay que ser agradecido con la anciana de la casa de enfrente –te dijo. Este ramo adorna muy bien la casa.
“Y su sabroso aroma, la inunda hasta en los sueños” –pensaste.
Cuando salías, le pediste a tu hermana:
– ¡Acompañame, no quiero ir solo! –y mientras cruzaban la calle, casi en secreto, le dijiste: Nuestro plan está dando buenos resultados…
Fragmento de la novela Cuando tu mundo era tan pequeño que aún cabía en una tacita de plata
de Armando Quintero Laplume
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