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Tu hermana golpeó las manos.
Por la ventana, frente al portón de la entrada a su casa, la anciana asomó su cabeza y les sonrió.
La mujer secó sus manos en el delantal y, agradecida, tomó el tazón.
– Pasen, por favor –les dijo. Les mostraré mi jardín. Otro día, él lo hará con su huerta –les agregó por el anciano, que se veía al fondo, fumigando un cantero grande, con tomateras muy ordenadas. Ahora está muy ocupado.
En los días siguientes, descubrieron que los ancianos tenían una casa toda llena de objetos maravillosos. De cuentos.
Como lo eran sus mesas y sillas de cedro, labradas, en la sala. Unas viejas lámparas de pié y de mesa. Un enorme reloj de péndulo que, con sus sonoras campanadas, indicaba las horas correspondientes. Unas viejas camas de hierro. Un arcón antiquísimo, con revistas de hojas amarillentas por el pasar del tiempo…. Y libros, muchos libros, en unas enormes bibliotecas de caoba que iban del piso al techo.
La abuela, en las tardecitas, se sentaba en un pequeño y pesado taburete pintado de blanco. Luego, los llamaba para acomodarlos en cada una de sus rodillas. Y les narraba historias sobre las constelaciones, la luna, el sol, las estrellas, el recorrer de los ríos, el paso de los vientos, los cambios de las nubes y hasta de los sonidos del silencio.
A veces, desde su mecedora, el abuelo les leía o les contaba cuentos.
Y les hablaba de cuando los blancos y los colorados pelearon en la Guerra Grande y él sólo tenía diecisiete años recién cumplidos… O, de las dos Guerras Mundiales con sus batallas, persecuciones y el uso de armas nuevas y poderosas. Y ustedes se lo imaginaban en el frente de batalla, heroico.
También, aprendiste a amar la música que hay en las hojas de los árboles movidas por el viento, en las gotas de la lluvia y en las sonoras aguas que corren por las cunetas. A diferenciar los cantos de los pájaros, el croar de las ranas y el chirrido de los grillos. A apreciar las palabras y el valor de los silencios... Incluso un día – casi me olvido de decirlo –a proteger a los sapos y a las lagartijas, que allí proliferaban por doquier.
– En esta casa no se mata a ninguno de ellos –les dijo el anciano, mientras señalaba a dos sapos y una lagartija que estaban cerca. Ellos son los amigos de la huerta y el jardín. Ni siquiera se los maltrata, ¿entendieron?
Una tarde, sentado en la acera, leías un libro ilustrado.
– ¿Qué lee? –te preguntó el anciano, acercándose.
– La maestra recomendó “Don Quijote de la Mancha para niños”.
– ¡Qué disparate! Eso, por más bonito que se vea, no es la obra de Cervantes. Cuándo aprenderán las maestras que a los niños no hay que darles lecturas adaptadas. Cuesta trabajo, pero hay que seleccionar bien los pasajes. El que adapta, como el traductor, es traidor.
Molesto con lo ocurrido, te llevó a una de sus bibliotecas y de allí tomó uno de dos enormes libros con tapas de cuero que sobresalían entre todos. Era una edición muy antigua, con los grabados de Gustavo Doré.
Te habló y te habló sobre un hombre flaco montado en su caballo, tan viejo como él, que salía al mundo en busca de aventuras. Y sobre su vecino bonachón y gordo que lo acompañaba con su asno.
– ¿Cómo Platero, abuelo? –preguntaste emocionado.
Y te leyó el inicio del Capítulo VIII de la Primera Parte de las aventuras del Ingenioso Hidalgo de La Mancha : la de los molinos de viento.
Y, desde ese día aprendiste a escuchar – luego a leer – fragmentos de Homero, Dante, Goethe, Shakespeare… A disfrutar La Biblia y a emocionarte con el Popol Vuh.
Así supiste que, al escuchar o al leer poemas y cuentos, la vida de cada uno se colorea con ellos. En cualquier espacio y en cualquier momento. Como lo sabemos desde el inicio de los tiempos. Por más blanco o triste que sea el pueblo donde a uno le tocó vivir.
Y, con ellos, uno no se enferma ni se torna gris. Como le sucedió a María, la niña que estaba gris porque nadie le había mostrado la posibilidad de colorearse de poemas y de cuentos. Sí, la niña de la historia de Jairo Aníbal Niño, que unos años después te aprendiste para narrar en el vuelo, cuando viajabas invitado a la Feria del Libro de Bogotá.
Tú en aquel momento, en cambio, sólo tuviste la alegría de saber que uno se vuelve como una simple lluvia de múltiples y tenues arco iris. Tan maravillosos que se humedecen y refrescan desde tu propio corazón con las palabras de otro.
Y supiste algo más.
Supiste que la vida no es sólo cuentos y poemas.
Pero que, más allá de todas las situaciones tristes o alegres que a uno le toquen, vivir su vida, es el más hermoso de los cuentos.
Fragmento de la novela Cuando tu mundo era tan pequeño que aún cabía en una tacita de plata
de Armando Quintero Laplume
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