Se dice por ahí que un cachorro de
foca se puso a jugar con una pequeña gaviota.
Se conocieron entre las rocas bajas
de los acantilados de una playa lejana.
Él la miraba volar sobre las playas,
las rocas y las aguas y era como si ella nadara en el cielo.
Ella
lo veía entrar, salir y flotar en las aguas y era como si él volara en lo
profundo del mar.
Se hicieron tan amigos que un día la
gaviota voló sobre la cabeza del cachorro como diciendo: ¡Sígueme! Y él, que
era demasiado joven y algo ingenuo, la siguió.
La
gaviota dio unos giros y posó sus patas en la orilla de la playa más cercana.
Allí,
por donde las olas desmayan algo sus fuerzas para retornar al mar con su ritmo
de siempre.
Comenzó
a caminar.
Picoteó,
en los huequitos de la arena húmeda, un caracolito por aquí, una almejita más
allá. Y, esperó que el cachorro de foca se le acercara.
Disfrutó
mucho del torpe y gracioso rectar de su amigo reciente.
¡Era
tan distinto a su elegante nado en las frías aguas del mar!
Por
eso, cuando lo sintió próximo, se alejó con un salto y un pequeño vuelo para,
así, volver a ver sus divertidos movimientos.
Entre
caminatas y vuelos, poco a poco, lo acercó al escarpado camino que, desde la
playa, llevaba al viejo faro largo tiempo abandonado.
Un
graznido alto y significativo fue el aviso.
En
un solo vuelo, la gaviota entró por la puerta derribada del faro y se asomó
por el balcón del mismo. Desde allí lo
llamó.
El
fócido, sin dudarlo un instante, no esperó un segundo llamado.
Entró
al faro, subió la escalera de caracol y reapareció por la entrada del balcón.
Los
ojos del cachorro de foca se hicieron muchos más grandes y redondos.
Su
mirada no lograba abarcar al mar que por primera vez veía desde allí.
—Estos
ojos no me dan para ver tanto. ¡Ayúdame! —le dijo a la gaviota.
Pero
está no lo oyó. Había volado a la playa para volver a llamarlo.
Atento
al nuevo llamado retornó a la escalera de caracol pero, al intentar bajar, ya
no veía los escalones con suficiente claridad.
Aquello
era un gran tubo de tinieblas tenebrosas que, allá muy abajo, solo dejaba ver
la puerta destruida del faro. Y sintió miedo, mucho miedo.
La
gaviota estuvo por gritarle que volara cuando recordó: “Con ese par de aletas
no puede hacer lo que yo hago en el aire.”
Y
guardó un prudente silencio, muy preocupada.
—¡Salta!
—le gritó un sapo gigante que sabía de cuentos de hadas —Trata de darle un beso
que si es una princesa, ella cuidará de ti y te hará feliz para siempre.
—¡Ten
mucho cuidado con los hilos de nuestras telas! —le gritaron las arañas— Ni tú
eres un elefante, ni esos hilos son fuertes para que bajes, balanceándote, de
tela en tela.
A
estas alturas de la historia, el pobre cachorro de foca se sintió tan indefenso
y tuvo tanto, pero tanto miedo que comenzó a aullar cada vez más alto.
A
la fuerza de sus estridentes chillidos, resonó rotundo el grito de una lechuza
y un aleteo amenazante:
—¡Deja
descansar a mis pichones! O sabrás de la fuerza de mi pico.
—¡Ten
cuidado, no te apartes de las paredes! —le susurró una lagartija— No mires ni
para arriba ni para abajo. Baja de escalón en escalón. Siente siempre que el
mayor volumen de tu cuerpo no se separa del muro.
El
descenso fue lento pero cada vez más seguro.
Cuando
al fin estuvo abajo, sacudió todo su cuerpo varias veces, salió por la
derribada puerta del faro y se sintió tan feliz que le dijo a la gaviota:
—¡Mañana
vuelvo a subir! Te invito.