Esta historia pasó en un país como esos de los cuentos de Las mil y una noches, donde había una ciudad
como Bagdad.
En ella vivía un niño cuya mirada parecía que era verde oliva.
Lo que se veía, casas, objetos, animales, su propia persona eran verdes.
También los otros, padres, abuelos, amigos y vecinos eran de ese color.
Como si algo o alguien obligara a todo, y a todos, a tener el verde
oliva como único color y razón de vida.
El niño siempre quiso asomarse al mundo.
Saber qué había detrás de ese alto muro que estaba en su calle.
Preguntó a sus padres, que le hablaron de otras cosas.
Preguntó a sus abuelos, que guardaron silencio y sólo le miraron.
Preguntó a sus vecinos, que entraron a sus casas y cerraron sus puertas.
Como nadie se lo decía, un día muy temprano, comenzó a caminar.
Descubrió que toda la ciudad estaba rodeada por el enorme muro verde.
Y caminó… y caminó…
El muro parecía no tener fin.
Pero, caminando a todo su largo, luego de un tiempo, encontró un hueco
dejado por alguna bomba de la última guerra.
Miró por allí y descubrió que detrás había un hermoso jardín con
azulejos de bonitas formas y colores, pese a estar destruido y en cenizas.
Incendiado quizás por otras bombas.
Y, también, vio una larga calle que subía como llegando al horizonte.
En medio de aquellas ruinas del jardín, encontró que crecía un trébol.
Abierto y radiante como un sol.
Y, asustado, cobijándose bajo las tres hojitas verde claro, estaba un
ratoncito.
El niño le sonrió.
El ratoncito lo miró.
Y moviendo su pequeño hocico, se le acercó como si lo conociera.
O como si lo hubiera esperado, seguro que venía a buscarlo.
El niño abrió la palma de su mano, donde se trepó el ratoncito.
El niño, con cuidado, lo guardó en el bolsillo izquierdo de su vieja
chaqueta.
Luego se acercó al trébol y, con un poco de tierra, logró recortarlo con
un trozo de metal que encontró por ahí, para sembrarlo en un lugar más
propicio.
Subió por la calle que había del otro lado del muro.
Desde la ventana de un edificio bombardeado una niña le gritó.
Cuando estuvo a su lado, el niño, que ya no era verde, le entregó el
trébol.
La niña lo tomó en una de las palmas de sus manos, que había acomodado
como una pequeña maceta, y lo acercó a su corazón.
Luego le dio su otra mano al niño.
Ambos, tomados de la mano, como en el final de una película de Charles
Chaplin, siguieron subiendo por la larga calle que llegaba hasta el horizonte.
Cargando el sencillo tesoro de un trébol y un ratoncito que, como ellos,
sobreviven a la crueldad, la estupidez y la guerra de las personas grandes.
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