A Tomás, el río le corría por las
venas.
También por sus músculos y por sus
vellos.
Y hasta en el brillo de sus ojos.
Y en el sonido de sus voz.
Uno oía al río en todo su cuerpo.
Uno lo veía correr allí entre barrancos.
O explayarse en arenales.
Y, hasta calmarse en sus remansos.
Con todos sus cantos de aguas
dulces.
Y todos sus silencios.
Y hasta uno lo sentía con sus bagres
y tarariras.
Con sus pejerreyes y mojarras.
Con sus crecidas y bajadas.
Una
y otra vez…
Una
y otra vez…
¡Una
y otra vez!
Es que para Tomás
el río le fluía como la vida fluye.
Y en él, uno la volvía a ver, a oír, a
oler.
Como
se ve, se oye y se huele al río.
Cuando
Tomás se despertaba en las mañanas
-
con
el canto de los pájaros -
no
le costaba levantarse.
Es
que el río lo llamaba,
como
a un amigo,
como
a su hermano.
Para
Tomás, el río le fluía
-
como
a su sangre -
¡y
era su vida!
En
su cuerpo semidesnudo nadando por el río.
Remando
en sus aguas.
O
pescando en sus honduras.
Y
lo era más
arrastrando
los troncos de sus orillas.
O
moviendo el barro de sus barrancas.
O
sólo deteniéndose a mirarlas.
Y
así como el río,
Tomás
fue creando sus cerámicas.
Tan
imposibles de paciencia,
tan
a fuego lento en sus cocidas.
O
simplemente, descansando
-
a
la sombra de los árboles -
o,
al rumor de los vientos.
En
los amaneceres y los atardeceres.
O
bajo la luna y las estrellas.
Y
una y otra vez,
a
la luz y al tiempo,
uno
lo vuelve a escuchar
depositando
preguntas como frutos,
como
flores, como hojas recién nacidas.
Una
y otra vez: renovando como siempre
la alegría, la ternura y el asombro.
Que
en él, son más poderosas que la muerte,
las
separaciones y las dudas.
Más
vivas que la vida.
Texto: Armando Quintero Ilustración: madera labrada de Tomás Cacheiro
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