En memoria poética a Nazim Hikmet y Elsa Isabel
Bornemann, que siguen vivos entre nosotros.
Ésta es la historia de un
hombre grande, muy grande, que conoció a una mujer pequeñita, pequeñita.
Cómo se llamaban y en qué
país ocurrió, nadie lo recuerda.
Sólo se sabe que es una
historia que sucedió hace muchos años. En aquellos tiempos en que se levantaban
los pantalones con roldanas, como nos decía nuestra abuelita vasca.
El hombre grande y la
mujer pequeñita se conocieron un día de verano que más bien parecía uno de
primavera.
El día estaba lleno de
pájaros y mariposas que revoloteaban por doquier, entre un fuerte aroma a madreselvas en flor.
Eso sólo era así cuando
el viento no venía del lado contrario.
Desde allí, llegaba con un
fuerte olor húmedo a salitre, algas, peces y barcos hundidos, porque era un
sitio a las orillas del mar.
El hombre grande
disfrutaba de caminar por la playa y, cada tanto, se daba vuelta para mirar sus
enormes huellas dibujadas sobre la arena.
El hombre grande se veía
bien bonito con su cuerpo cubierto de vellos rubios, su enrulada cabellera
suelta, movida por el viento, y sus ojos azules de un metro de iris.
De pronto, al darse
vuelta, vio que sobre sus huellas venía dando brincos una mujer pequeñita. Y la
observó muy bien.
La mujer pequeñita no era
más grande que sus huellas de hombre grande si estuvieran de pie, detalló.
Vestía una ajustada falda roja, calzaba unos zapatos del mismo color y había
soltado la trenza de su larga cabellera castaña, para liberarla al esplendor
del sol.
El hombre grande era
tímido, muy tímido.
Y la mujer pequeñita, ¡tenía
un carácter!
Pero, igual, él se
enamoró de ella. A primera vista. Como a veces suele suceder.
De si ella se enamoró de
él, no lo sabemos.
Un día, la mujer pequeñita
le dijo al hombre:
─ ¡Hazme una casa grande,
llena de todo lo necesario!
El hombre grande trabajó
y trabajó, hasta que hizo una casa a la medida.
Hermosa, la casa.
Con amplias habitaciones,
muchos muebles de madera labrada, bellos adornos y todos los utensilios
necesarios. Algo más a como se la habían pedido.
Una gigantesca casa de piedra
que ocupó casi una media hora de los ojos pequeñitos de la mujer pequeñita para
poderla ver de frente.
─ ¿Qué es esto, chico?
¿Cara de qué me has visto? ¡No la quiero! No me gusta. ¿Tú piensas que voy a
pasar todo el día para subir los tres escalones de esa entrada cuando no estés
conmigo? Es muy hermosa esta puerta de madera para entrar a la casa. Bien me
dice de lo que encontraré dentro. Pero, ¿cuánto voy a demorar en alcanzar su
picaporte, si lo alcanzo? No quiero ni siquiera entrar. Sólo piensa. ¿Qué haré
para arreglar y limpiar la sala? ¿Cuántos días demoraré en hacerte la primer
comida? ¡No la quiero! Más: ¡ahorita mismo me voy!
Lo último que escuchó el
hombre grande, muy grande, fue la voz chillona de la mujer pequeñita diciéndole
¡adiós!, mientras, daba varios saltitos para desaparecer de su lado.
─
¿Así termina la historia?
─
De acuerdo a lo que logrado averiguar, no. Aquellos que cuentan cuentos tienen
tres versiones para el final de la misma.
─
¿Nos toca elegir con cuál de ellos nos quedamos, sea porque es el más
interesante o sólo porque es el que nos gusta más?
─
Eres, tú, quien lo pregunta, no yo. Yo sólo sigo con lo que te estoy narrando.
El
primer final dice que todo terminó aquí. Cuando la mujer pequeñita se fue dando
sus pequeños saltos y el hombre grande entró en su casa. Así de triste, así de
mal. Y los contadores de cuentos lo justifican aclarando que no todas las
historias tienen un final feliz. Cosa
que no deja de ser cierta, según lo vemos en otros cuentos.
El
segundo final, que es el más conocido, nos asevera que la mujer pequeñita, a la
semana, se enamoró de un hombrecito de su tamaño y se casó con él, para vivir
en la ciudad en una casita de su tamaño, llena de todo lo necesario y con un
cerco de otras flores, tan olorosas como las madreselvas, a su alrededor. En
tanto que, el hombre grande quedó viviendo en la casa que había construido para
ella. A la espera de otra mujercita para que la habitara junto con él, mientras
le entregaba todo su amor de hombre grande.
Al tercer final, me lo
contó nuestra abuelita vasca, que siempre nos decía:
─ Como lo cursi tiene su
encanto, a mí, es el final que más me gusta.
Los que cuentos cuentan, nos afirmaba, dicen
que sí, que la mujercita que, sin duda, tenía un corazón pequeño, abandonó al
hombre grande y se casó con un hombre pequeñito que tenía una casa pequeñita
llena de todo lo necesario, justo, al lado de la casa que no quiso.
Cuentan, también, que el
hombre grande, muy grande, se alejó de allí, hacia el patio trasero de su casa
para tenderse en el suelo y llorar. Y aseveran que lloró y lloró hasta
convertirse en una montaña con la forma de un hombre acostado en la tierra,
boca abajo.
La mujer pequeñita y su
marido, como si fuera propiedad heredada, se hicieron muy ricos al vender la
casa del hombre grande, con la condición de que la cambiaran de lugar.
Con el dinero obtenido
derribaron su casita y construyeron una al pie de la montaña.
Pero, al pasar los días,
las semanas y unos meses, la mujer pequeñita, pequeñita, se despertaba ansiosa,
como en medio de un mal sueño. Sentía que un dedo rosaba su cuerpo desnudo. Era
un dedo grande que olía a madreselvas en flor.
Y pasó el mes. Y el
venidero. Y el otro. Y el siguiente.
A la mitad de una noche
de luna llena, casualmente, después de pasar un nuevo día de verano que más
bien parecía uno de primavera. Justo un día como aquél, el que ya no recordaba,
porque era un día lleno de pájaros y mariposas que revoloteaban por doquier. Entre
un fuerte aroma a madreselvas en flor,
la mujercita se despertó ansiosa.
Pero no como las otras
veces.
Esta vez, sintió que su
corazón se hacía tan grande, tan desmesuradamente
grande, que su cuerpo debía crecer muchísimo para lograr contenerlo.
Y recordó
que el hombre grande, muy grande, al que cada vez venía amando más en el secreto
de sus noches, le había contado que fue así, por tener un corazón muy grande,
como se trasformó en gigante. Así que supo lo que tenía que hacer.
Corrió
montaña arriba, iluminada por la luz de la luna.
Cuando
llegó al claro del monte que parecía la espalda del hombre grande, se tendió
sobre ella, abrazándola. Y se durmió.
Al
amanecer, desde ese claro del monte, volaron bandadas de pájaros y mariposas.
Y sobre la
espalda de la montaña se veía un enorme jardín de madreselvas que tenía la
forma de una mujer acostada sobre ella, abrazándola.
Texto: Armando Quintero. Basado en el poema “El gigante de ojos azules” de Nazim Hikmet y en el Cuento Gigante de Elsa Isabel Bornemann / Ilustración: Armando Quintero
Enlaces: Pueden leer el poema y el cuento en los enlaces que están señalados abajo:http://www.cancioneros.com/nc/6931/0/el-gigante-de-ojos-azules-hikmet-nazim-dina-rot /
http://bpcd-ebornemann.blogspot.com/2013/06/cuento-gigante-de-elsa-bornemann-del.HTML
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