jueves, 12 de septiembre de 2013

El ángel de las sonrisas


            Angelino era un ángel.  
            Y no sólo por su nombre.
            Pero, como sucede en algunos cuentos, no lo era a tiempo completo.

            Muchas veces hacía cosas diferentes.
            Amarraba una nube con otra.
            Les hacía zancadillas a otros ángeles.
            No para verlos caer sino volar.

            Preguntaba cosas inquietantes.
            Sobre todo a los ángeles más viejos.
            O hasta escondía las llaves de San Pedro.

            Pero lo que más disfrutaba era escaparse.
            Y pasaba horas recorriendo cielos.
            Hasta que una bandada de ángeles salía en su búsqueda.

-        ¡Ay! – comentaba su abuela – Este Angelino me va a sacar plumas verdes.
-       Ni tanto, abuela – respondía, con sonrisa angelical - Hoy me portaré bien.
            Y lo cumplía. Por ese día, por supuesto

            Una mañana, por la puerta falsa de una nube, bajó a la Tierra.
            Desde lejos comenzó a escuchar una música festiva.
            Y descubrió a un circo que desfilaba por la calles de un pueblo.

            Con su orquesta.
            Sus artistas.
            Sus animales amaestrados.
            Y sus fieras.

            Y, Angelino, ¡se enamoró del circo!
            Tanto fue su asombro que se marchó con él.
            Oculto entre los pliegues de la carpa mayor.

            Cuando lo descubrieron pidió que le dejaran.
-       Trabajaré en lo que sea – propuso Angelino. Y aprenderé.

            Comenzó barriendo las pistas.
            Limpiando la jaula de los monos.
            Lavando a los elefantes.
            Dando de comer a los tigres y a los leones.

            Después aprendió de los malabaristas.
            Se aventuró con los trapecistas y equilibristas.
            Se atrevió con los domadores.
            Así descubrió que lo que más le gustaban eran los payasos.
            Y se hizo payaso.
            Logró ser de los mejores de ese circo.

            Un día le entró el temor de transformarse en una marioneta.
            Y el temor fue creciendo.
            Se le fue metiendo por la piel, por los cabellos, por las plumas.

            Había que empujarlo para que saliera a escena.
            Esto sucedió diez, veinte, muchas veces.
            Hasta que no pudo soportarlo más.

            Comenzó a elevarse poco a poco.
            Se suspendió un momento en el aire.
            Dijo adiós con un pañuelo.
            Y salió por el hueco superior de la carpa.

            A todos les pareció que su vuelo iba a ser eterno.
            Sin embargo regresa.
            Y, ahí se queda.
           
            Detrás de las gracias, los juegos, las miradas.
            Detrás de aquello que nos llena de admiración y asombro.
            De lo que nos llena de ternura.

Texto: Armando Quintero Laplume / Foto: Héctor Rodríguez Cacheiro

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