lunes, 1 de junio de 2020

Un día, varios días, un faro



            Se dice por ahí que un cachorro de foca se puso a jugar con una pequeña gaviota.
            Se conocieron entre las rocas bajas de los acantilados de una playa lejana.

            Él la miraba volar sobre las playas, las rocas y las aguas y era como si ella nadara en el cielo.
Ella lo veía entrar, salir y flotar en las aguas y era como si él volara en lo profundo del mar.

            Se hicieron tan amigos que un día la gaviota voló sobre la cabeza del cachorro como diciendo: ¡Sígueme! Y él, que era demasiado joven y algo ingenuo, la siguió.

La gaviota dio unos giros y posó sus patas en la orilla de la playa más cercana.
Allí, por donde las olas desmayan algo sus fuerzas para retornar al mar con su ritmo de siempre.

Comenzó a caminar.
Picoteó, en los huequitos de la arena húmeda, un caracolito por aquí, una almejita más allá. Y, esperó que el cachorro de foca se le acercara.
Disfrutó mucho del torpe y gracioso rectar de su amigo reciente.
¡Era tan distinto a su elegante nado en las frías aguas del mar!

Por eso, cuando lo sintió próximo, se alejó con un salto y un pequeño vuelo para, así, volver a ver sus divertidos movimientos.
Entre caminatas y vuelos, poco a poco, lo acercó al escarpado camino que, desde la playa, llevaba al viejo faro largo tiempo abandonado.
Un graznido alto y significativo fue el aviso.

En un solo vuelo, la gaviota entró por la puerta derribada del faro y se asomó por  el balcón del mismo. Desde allí lo llamó.
El fócido, sin dudarlo un instante, no esperó un segundo llamado.
Entró al faro, subió la escalera de caracol y reapareció por la entrada del balcón.
Los ojos del cachorro de foca se hicieron muchos más grandes y redondos.
Su mirada no lograba abarcar al mar que por primera vez veía desde allí.
—Estos ojos no me dan para ver tanto. ¡Ayúdame! —le dijo a la gaviota.

Pero está no lo oyó. Había volado a la playa para volver a llamarlo.
Atento al nuevo llamado retornó a la escalera de caracol pero, al intentar bajar, ya no veía los escalones con suficiente claridad.
Aquello era un gran tubo de tinieblas tenebrosas que, allá muy abajo, solo dejaba ver la puerta destruida del faro. Y sintió miedo, mucho miedo.

La gaviota estuvo por gritarle que volara cuando recordó: “Con ese par de aletas no puede hacer lo que yo hago en el aire.”
Y guardó un prudente silencio, muy preocupada.

—¡Salta! —le gritó un sapo gigante que sabía de cuentos de hadas —Trata de darle un beso que si es una princesa, ella cuidará de ti y te hará feliz para siempre.
—¡Ten mucho cuidado con los hilos de nuestras telas! —le gritaron las arañas— Ni tú eres un elefante, ni esos hilos son fuertes para que bajes, balanceándote, de tela en tela.

A estas alturas de la historia, el pobre cachorro de foca se sintió tan indefenso y tuvo tanto, pero tanto miedo que comenzó a aullar cada vez más alto.
A la fuerza de sus estridentes chillidos, resonó rotundo el grito de una lechuza y un aleteo amenazante:
—¡Deja descansar a mis pichones! O sabrás de la fuerza de mi pico.

—¡Ten cuidado, no te apartes de las paredes! —le susurró una lagartija— No mires ni para arriba ni para abajo. Baja de escalón en escalón. Siente siempre que el mayor volumen de tu cuerpo no se separa del muro.
El descenso fue lento pero cada vez más seguro.

Cuando al fin estuvo abajo, sacudió todo su cuerpo varias veces, salió por la derribada puerta del faro y se sintió tan feliz que le dijo a la gaviota:

—¡Mañana vuelvo a subir! Te invito.


domingo, 21 de octubre de 2018

Una ciudad, dos niños, un trébol y un ratoncito




Esta historia pasó en un país como esos de los cuentos de Las mil y una noches, donde había una ciudad como Bagdad.
En ella vivía un niño cuya mirada parecía que era verde oliva.
Lo que se veía, casas, objetos, animales, su propia persona eran verdes.
También los otros, padres, abuelos, amigos y vecinos eran de ese color.
Como si algo o alguien obligara a todo, y a todos, a tener el verde oliva como único color y razón de vida.
El niño siempre quiso asomarse al mundo.
Saber qué había detrás de ese alto muro que estaba en su calle. 
Preguntó a sus padres, que le hablaron de otras cosas.
Preguntó a sus abuelos, que guardaron silencio y sólo le miraron.
Preguntó a sus vecinos, que entraron a sus casas y cerraron sus puertas.
Como nadie se lo decía, un día muy temprano, comenzó a caminar.
Descubrió que toda la ciudad estaba rodeada por el enorme muro verde.
Y caminó… y caminó…
El muro parecía no tener fin.
Pero, caminando a todo su largo, luego de un tiempo, encontró un hueco dejado por alguna bomba de la última guerra.
Miró por allí y descubrió que detrás había un hermoso jardín con azulejos de bonitas formas y colores, pese a estar destruido y en cenizas.
Incendiado quizás por otras bombas.
Y, también, vio una larga calle que subía como llegando al horizonte.
En medio de aquellas ruinas del jardín, encontró que crecía un trébol.
Abierto y radiante como un sol.
Y, asustado, cobijándose bajo las tres hojitas verde claro, estaba un ratoncito.
El niño le sonrió.
El ratoncito lo miró.
Y moviendo su pequeño hocico, se le acercó como si lo conociera.
O como si lo hubiera esperado, seguro que venía a buscarlo.
El niño abrió la palma de su mano, donde se trepó el ratoncito.
El niño, con cuidado, lo guardó en el bolsillo izquierdo de su vieja chaqueta. 
Luego se acercó al trébol y, con un poco de tierra, logró recortarlo con un trozo de metal que encontró por ahí, para sembrarlo en un lugar más propicio.
Subió por la calle que había del otro lado del muro.
Desde la ventana de un edificio bombardeado una niña le gritó.
Cuando estuvo a su lado, el niño, que ya no era verde, le entregó el trébol.
La niña lo tomó en una de las palmas de sus manos, que había acomodado como una pequeña maceta, y lo acercó a su corazón.
Luego le dio su otra mano al niño.
Ambos, tomados de la mano, como en el final de una película de Charles Chaplin, siguieron subiendo por la larga calle que llegaba hasta el horizonte.
Cargando el sencillo tesoro de un trébol y un ratoncito que, como ellos, sobreviven a la crueldad, la estupidez y la guerra de las personas grandes.




jueves, 17 de mayo de 2018

El señor y la escalera




Un señor bajo se subió a una escalera.
El señor era bajo, muy bajo, bajito.
La escalera alta, muy alta: ¡altísima!
El señor subió, subió, subió…
Y siguió subiendo.
La escalera era tan alta que allá, por las mil y quinientas, el señor se perdió entre las nubes.
Pasaron las horas y el señor no regresaba.
Pararon los días y el señor no regresaba.
Pasaron los meses y el señor no regresaba.
Pasaron los años y el señor seguía sin regresar.
Cansados de esperar su regreso, finalmente se olvidaron de él y retiraron la escalera.
Justo, en aquel sitio, la municipalidad tenía previsto construir un rascacielos.
Un rascacielos nunca antes jamás visto. Con ascensor y todo.
El edificio comenzó a crecer.
Piso a piso, siguió creciendo.
El rascacielos fue tan alto que, como a los mil y quinientos, se perdió entre las nubes.
Cuando lo inauguraban, el señor bajo se pasó de una nube a la azotea.
Se montó en el ascensor y bajó. Hasta la planta baja.
Al salir, todos vieron un anciano desconocido de cabellos y barbas blancas largas, muy largas.
El señor bajo pasó entre la gente que hacía su cola para entrar al rascacielos.
Tomó lo que quedaba de la escalera y se alejó para siempre.
Del señor bajo, como de aquella escalera, nunca más se supo.
Nada de nada.
Sólo espero que quede algo bajo la memoria de este cuento.

Cuento: Armando Quintero Laplume (a partir de un texto del Facebook del también olimareño Bolívar Viana)
Ilustración del propio autor.


lunes, 15 de mayo de 2017

La niña y el poeta




            Yo conocí una niña que tenía los ojos color del tiempo.
Vivía en un pueblo donde todas las casas tenían los techos rojos, las puertas y las ventanas pintadas de verde, las paredes blancas. Las mesas, las sillas, los objetos eran muy parecidos unos a otros. Los animales eran tan similares que, a la hora de querer jugar, acariciar o solo saludar al gato, al conejo o al perro que eran mis mascotas, pasaba tiempo para diferenciarlo de los otros gatos, conejos o perros. Las personas se parecían como en las monedas se parecen las cabezas de los héroes. O esos números rodeados de laureles que, también, encontramos allí.
Era un pueblo donde no pasaba nada. Todo se repetía, se repetía, se repetía. Se le conocía por ello y se llamaba El Pueblo Donde No Pasaba Nada.
Cierta vez, la niña quiso asomarse al mundo. Quiso ver si fuera de su pueblo podía encontrar, aunque más no fuera, una flor que tuviera pétalos con formas, colores y aromas diferentes. Y se fue. Caminó, caminó y caminó mucho tiempo. Hasta que llegó a la casa de un señor que, casualmente, era un poeta. El poeta estaba dormido pero, como buen poeta y distraído que era, no le había puesto trancas a las puertas. La niña empujó la puerta y entró.
La sala, como toda casa de poeta, estaba desordenada. Sobre la mesa de trabajo descubrió unos cuantos libros. Otros en las sillas o entre variados objetos o en el suelo. Algunos pocos, dispersos en los estantes de las siete bibliotecas de aquella sala. La niña de los ojos color del tiempo fue tomando cada libro entre sus manos. Y descubrió que cada uno era diferente. Cada libro tenía portadas con ilustraciones distintas. Letras de tamaños, formas y colores diversos. Los papeles de los libros tenían texturas distintas. Y, hasta los aromas que salían de sus páginas, eran diferentes. La niña los fue mirando y leyendo hasta que se quedó dormida.
A la mañana siguiente, cuando el poeta se despertó, encontró a la niña durmiendo en su escritorio arropada en libros. Y le dio tanta vergüenza del desorden que quiso arreglarlo, sin hacer ruido, para que la niña no se despertara. Comenzó a colocar cada libro en las estanterías de sus bibliotecas, cuidando hasta el sonido de su respiración. Pero, de pronto, vio que la niña lo miraba con sus ojos color del tiempo.
Ella no le hablaba. Estaba débil, suave, delgada, blanca como una hoja de papel.  Y, el poeta comenzó a escribir otro de sus cuentos sobre ella. Escribió, escribió, escribió hasta sentir que se convertía otra vez en una niña.
Con una sonrisa muy abierta en su cara y una alegría muy grande en su corazón, la niña se despidió del poeta. Lo hizo con un beso y un abrazo que sonaron como el suave susurro de un roce de papeles, como la tenue sonoridad de un libro cuando se le hojea. Caminó, caminó y caminó mucho tiempo. Hasta que regresó, al fin, al Pueblo Donde No Pasaba Nada para contarles a todos lo que le había sucedido en la casa del poeta. Al llegar, justo a la entrada de su pueblo, notó que en su brazo se comenzaba a leer, con la misma letra del poeta: “Yo conocí una niña que tenía los ojos color del tiempo…”  Ella quiso leer todo lo que el poeta había escrito sobre ella.
Y leyó, leyó, leyó hasta convertirse en este cuento que acabo de contarles ahora.

Ilustración y texto: Armando Quintero Laplume

miércoles, 10 de mayo de 2017

Mientras nos envolvía la niebla






El abuelo sabe de nieblas porque creció en el páramo.
Él nos decía que la niebla hace que uno deje de ser lo que es.
Que la niebla es una cosa muy seria.
Tan, pero tan seria, que envuelve todo y a todos sin que nos demos cuenta.
El abuelo nos decía que, cuando comenzó a envolvernos, se fue perdiendo dentro de ella el saludo de buenos días, buenas tardes o buenas noches, según amerita la ocasión.
Que se nos perdió la sonrisa que estaba en la cara de cada uno de nosotros, porque la niebla te hace extraviarte por sendas de amarguras.
Que logró que olvidáramos el pedir nuestras disculpas cuando, en alguna situación involuntaria, uno tropieza o empuja a alguien.
O, ni que hablar, hasta de recoger y alcanzarle al otro lo que uno vio que se le cayó por distracción o por descuido.
Y que, para peor, uno lo tomara para sí, como si fuera propio.
O se nos olvide agradecer el paso cedido, la compra adquirida, el asiento otorgado.
Es que, cuando te envuelve la niebla, te afincas en tu puesto del metro o del autobús y te dedicas a escribir mensajes en tu celular o a hacerte el dormido cuando entra un anciano o una mujer embarazada para no ver al otro, aunque todos se den cuenta.
El abuelo decía que cuando nos envuelve la niebla uno deja de ser uno.
Y, se vuelve un enorme bicho de cuatro patas, lleno de pelos, con unos cachos y unos dientes enormes y con una cola larga, así use un celular.
El abuelo nos contaba que alguien, una de sus amistades, le contó una vez que, en un lugar envuelto por la niebla, se fue creando una selva apretujada.
Por un poco más de espacio, necesario para ellos, le reclamaban los elefantes a los hipopótamos, los leones a los elefantes, los tigres a los leones, las gacelas a los tigres, las hienas a las gacelas, los gorilas a las hienas, los monos a los gorilas y las ratas a los primeros. Sin detallar los silbidos, chillidos y ululares de las aves, el golpeteo de las colas de los cocodrilos, los bruscos movimientos de las pirañas y la tensa calma de otras especies, que parecían mantener un silencio respetable.
Los reclamos se elevaban bajo los techos con toda su intensidad.
Porque los hipos, gruñidos, barritos, quejidos y aullidos de cada uno de los animales de aquel poblado zoológico invadían, ya, a los espacios más íntimos de las fábricas, los talleres, los edificios y las casas de la gran ciudad.
¿Quién fue el primero, si lo hubo? ¿Todos lo hicieron a un tiempo? ¿Fue una solución organizada o meramente ocasional? Nunca lo sabremos.
Sólo se supo que, al irse todos los hombres, mujeres y niños que aún quedaban, alguien abrió las jaulas y refugios de los animales.
Ahora, los espacios de todo el zoológico incluyen las calles, avenidas y cada una de las numerosas habitaciones abandonadas por sus humanos pobladores.
Por ello, si usted llega a una gran ciudad y comienza a sospechar que quienes la habitan pasan a su lado como si usted no existiera para ellos, o lo miran desafiantes o amenazadores, no le hablan ni responden y, menos, le sonríen, no se asuste, cuídese.
Sólo responda a todos, y a todo, con la mayor serenidad que le sea posible.
Y con una muy leve mirada. De esas, de las de otro mundo.
No es sólo por una sana, gentil y urbana humanidad.
Es por sobrevivencia.

Texto e ilustración: Armando Quintero Laplume. El texto pertenece al libro Parábolas para tiempos nublados.

domingo, 7 de mayo de 2017

El cuento siempre debe continuar





Así es: el cuento siempre debe continuar. 
Desde que comienzas un cuento que has elegido, para un público ya determinado, sabes que no puedes abandonarlo.
Eres tú quién lo elegiste, lo seleccionaste entre muchas posibilidades, lo preparaste y ensayaste por y para ellos. Nada ni nadie puede detener su marcha desde su inicio 
hasta su final. ¿Se dio una situación imprevista? Intégrala o ignórala, no abandones el cuento. ¿Se te olvidó un detalle importante? Sigue, mientras buscas cómo acomodarlo en la historia que vienes narrando. ¿Cambiaste el nombre de un personaje? Sigue con ese nombre... El público no lo notará porque no se sabe tú cuento. Y si lo sabe, al no mostrar dudas en el cambio puede que piense que él es el equivocado y seguirá atento a la veracidad de tú historia.
El público sólo nota lo que tú haces evidente. Y alabará y agradecerá lo creíble de tus palabras. Disfruta lo que se presente para hacer que los otros también lo disfruten. Diviértete para que los otros se diviertan contigo y con cada una de las situaciones, emociones y sensaciones que el cuento lleva en sí.
Y continúa con el cuento hasta el final, incluso, hasta después de los aplausos.

Una secuencia fotográfica muy divertida de Freddy Lacruz Moreno fue el detonante de estas reflexiones. Las fotos fueron tomadas en el Parque Simón Rodríguez de Los Ruices, Caracas, el domingo 23 de abril, Día del Idioma, mientras narrábamos a los vecinos de la urbanización con el grupo Narracuentos UCAB.
Al publicarla en Facebook, surgieron varios comentarios, algunos de los cuales cito. Y lo hago porque me permiten unas observaciones y reflexiones como narrador consciente del oficio, también, como lo haría cualquier público que está atento al arte de narrar cuentos.

He aquí tres comentarios iniciales y una propuesta
Ligia Roa Puedo escuchar tu cuento apenas con la secuencia. Se ve el inicio del cuento, su desarrollo, el nudo, y el final...excelente...

Williams Arellano Tan divertida que mi hija y yo las disfrutamos y nos divertimos solo viéndolas.. Dios te siga bendiciendo junto a los tuyos. Saludos Hermano...

Tugomir Yepez El mejor cuento corto que he leído.

Siempre tenemos claro que el público ve y escucha como un público activo, nada pasivo. Es cómplice y coparticipe de la actividad. No es un mero espectador y, por ello, recrea “a imagen y semejanza” de sí mismo todo lo  que decimos y hacemos al narrar. Y eso es parte del arte.
Me agradaron estos tres comentarios, que agradezco. Sin embargo, las fotos fueron montadas y no corresponden a un solo cuento sino a dos. Incluso, la foto inicial estaba de último cuando el fotógrafo me envió la secuencia. Espero que esto sea valorado y, los amigos que lo hicieron, no rechacen sus comentarios. No fue un error, simplemente fue lo que sintieron. Pero, por qué se ha dado esa interpretación de las imágenes. Los comentarios que siguen lo explican.
He aquí tres comentarios más y otra propuesta
Carlos Enrique Navas Rodríguez Gracias Maestro
Así cuento, como me enseñó, ¡con pasión!

Laura Matute De Rodríguez Imágenes y palabras de un Maestro. Tiene que serlo, para decir lo que dice y para hacer lo que hace, de manera en que lo hace. Seguridad, convencimiento, compromiso consigo mismo y con la audiencia, disfrute y gozo. ¡Esta dicho y hecho! Aplausos y vítores...

Freddy Enrique Lacruz Moreno Armando Quintero Laplume. Disfruto tanto de tus cuentos y quisiera hacer más con tus expresiones pero a veces me embebo en la narración que quizá pierdo expresiones corporales con las que acompañas la historia, ¡seguiremos mejorando!


                El camino a observar va por ahí: pasión, seguridad, convencimiento, compromiso personal, con uno y con quién lo escucha  hacen muy creíble, muy veraz, lo que se crea con voz y cuerpo, con todos los lenguajes utilizados en el acto de comunicación directa que implica narrar cualquier cuento. Para cerrar este texto, les propongo, como un divertimento, lo siguiente:
Armando Quintero Laplume Los amigos, ¿pueden contarme el cuento que ven? Me encantaría.



Texto: Armando Quintero Laplume / Foto: Freddy Lacruz Moreno

sábado, 6 de mayo de 2017

Los tres primeros textos de ABUELARIO





Gotas desbordadas
—¡Cuidado porque las gotas están por rebozar el vaso!  —dijo la abuela vasca, con cierta firmeza.
Todos los irresponsables siguieron como si nada.
Y hubo que secar la mesa, el piso y hasta el patio.
¿Qué dice la historia?
El abuelo conversaba con unos amigos que fueron a visitarlo.
Hablaban del inminente arribo de una posible Segunda Guerra Mundial.
Uno de ellos, como para cerrar la conversación, comentó:
—La historia vuelve a repetirse, como dicen.
—¿Cómo que la historia vuelve a repetirse? —preguntó, la abuela. Y, de inmediato, le dijo al otro: ¿No será que nosotros no hemos cambiado?
Caminar por la vida
—Para conocer a una persona sólo déjenla caminar por la vida. Sus pasos son el propio reflejo de quién es —decía la abuelita vasca.
Y, con pícara y abierta sonrisa, agregaba:

Ellos no inventan chismes.

Textos e ilustración: Armando Quintero, de su libro ABUELARIO (Mini cuentos y otros textos para leer entre líneas)