jueves, 9 de octubre de 2014

Seguir al corazón


              No sé cómo contarte esto, ni qué otro nombre ponerle a esta historia.
            Te comento que, sencillamente, seguí unos corazones. Hace ya bastantes años. Más de sesenta, tal vez. Aquí tienes el cuento completico.
            A tu abuela la conocí cuando ella llegó al salón, unos minutos antes de comenzar nuestro tercer o cuarto día de clases.
            Sexto Grado ya había entrado al aula y ella pidió permiso para hacerlo.
            Al escuchar su voz, la miré. Era “la nueva”, la que venía por primera vez a este colegio y la maestra estaba esperando. Y era tan hermosa como ahora.
Durante toda la clase, ella me miraba. Y yo, también, la miraba.
Ambos, como haciéndonos los distraídos, por supuesto.
¡Nunca demoró tanto la hora de salir al recreo.
Ni la salida al patio. Por su apellido, ella salía entre los primeros.
La encontré a la sombra del jazminero más grande. Sola.
De pronto, ella me dijo algo. Yo, también.
Nunca hemos podido recordar qué fue lo que nos dijimos. Pero, poco a poco, las conversaciones nos acercaron cada vez más.
            Y comenzamos a encontrarnos fuera de los horarios anteriores.
Nunca nos faltaron argumentos para hacerlo: estudiar para un examen, ir a la biblioteca pública, adelantar materias, realizar un trabajo de equipo…
Un día llegamos antes de hora y nos fuimos hasta el café que estaba en la esquina de nuestra escuela. Hasta una mesita que quedaba al fondo.
Ella se había enamorado de mí. Y yo de ella, también.
Ella esperaba que yo se lo dijera. Pero nada. Yo no sólo parecía tímido. Lo era. Muy tímido. Demasiado.
Ella recordó que un día le había comentado que mi abuela siempre me decía: “Hay que seguir al corazón, lo que te dicta el corazón”.
Y se le ocurrió la idea.
Ella, como siempre, llegaba antes que yo a la mesita del café.
Aquella tarde, desde la entrada, vi que ella no estaba allí.
Y me fui a sentar en la silla. Para esperarla. La silla que miraba hacia la entrada, como siempre. Me encontré una pequeña nota en la mesita, debajo del servilletero. La leí. “¡Sigue los corazones!”, decía. Reconocí la letra de ella, inconfundible en sus casi garabatos.
Desde la vieja mesita hasta la entrada, vi que había unos pequeños corazones que había pasado por arriba, sin mirarlos siquiera. Eran casi del tamaño de una uña del dedo pulgar.
Como un mensaje que quería ser como clandestino. O parecerlo.
            Desde allí, hasta la acera de enfrente, cada tanto, más corazones.
            Muy visibles ahora para mí. Luego seguían por la pared de nuestra escuela, por los pasillos y las escaleras, hasta llegar al salón de clase.
            Al entrar, ella estaba en su lugar de siempre.
            En el puesto donde me sentaba, sobre una pequeña barra de chocolate, otro corazón. Yo le sonreí. Ella, también.
            Partí la barra de chocolate por la mitad y le alcancé uno de los trozos.
            Ambos nos comimos las dos mitades, lentamente, sin decir palabras.
            Y cuidándonos que la maestra no nos descubriera.
            De pronto, sonó la campana. Al salir al recreo, ella estaba esperando bajo el jazminero. Con el corazoncito de papel sostenido en mi mano izquierda tomé la mano de ella. Noté que allí, también, había otro corazoncito.
            Y le sonreí de nuevo. Ella también. Presioné su mano por unos segundos. Y la miré a los ojos: ¡profundamente hermosos! Ella me devolvió la mirada. Y presionó mi mano. Sin una palabra por lo que estaba ya dicho.
            Ambos nos fuimos a caminar por los pasillos tomados de la mano. Y, luego, hacia el salón de clase. Los corazones de ambos latían. Los de papel, también.
            El aroma de los jazmineros del patio de la escuela revoloteaba en el aire.

            Nítido, como el arrullo de las dos palomas que se oían desde los tejados.

Texto: Armando Quintero (una versión nueva de un cuento viejo) Ilustración: pintura de Joan Miró

lunes, 22 de septiembre de 2014

LITERALES con ARMANDO QUINTERO


Mini cuentos para pintores
LAS MANOS EN LA CUEVA
Tal vez, dentro de muchos años, no estemos habitando esta cueva. Pero hemos pasado muchos soles y muchas lunas para pintar estos toros, bisontes, renos y caballos. Incluso, hasta nuestras ceremonias de cacerías. Y, ¡nos han quedado tan hermosas! Sería de lamentar que, quienes lleguen después de nosotros, no se enteren de sus hacedores. Pido que, uno por uno, pintemos la palma de nuestra mano izquierda. La del corazón, porque fue con el sonido de sus pulsaciones que logramos lo creado. Nos reconocerán, por nuestras huellas porque, como cazadores lo sabemos, ninguno de los pulpejos de nuestros dedos es similar a los de las manos del otro - con estas palabras,  llenas de gestos y movimientos, se expresó la joven artista rupestre ante los integrantes de su clan, al terminar de cubrir los muros de la cueva de Lascaux.
POR UN PAR DE ANTEOJOS
Escuchen cómo se expresan esos llamados críticos y especialistas en arte. Como siempre: puras palabras que sobran, y poca pintura que muestran. Sólo les pido que guarden el secreto de cómo sucedió esto y, por supuesto, traten de experimentarlo. ¡Me resulta muy divertido pero, sucedió así! Me olvidé de mis anteojos. Como no quise desaprovechar lo caminado, no me regresé a buscarlos. Esto me permitió pintar como lo hice. Y, si ustedes lo hacen, entre todos, encontraremos un nuevo modo de pintar nuestros lienzos. Y, hasta crearemos, posiblemente, una novedosa escuela que, esos que ahora hablan, ya le encontrarán un nombre para llamarla – decía Claude Oscar Monet, en un rincón de la galería, ante Édouard Manet, Pierre – Auguste Renoir, Camille Pizarro y un grupo de alumnos y amigos.
Todos se miraron, como dispuestos a guardar un silencio cómplice.
LEYENDA PERSONAL
La gente habla y habla cuando uno ha decidido ser algo más que el consumero que siempre han conocido. Así han tejido muchas leyendas sobre mi persona – comentaba para sí Henri Rousseau ante su “La gitana dormida”, recién pintada -. Nunca conocí los animales y las selvas que pinto. Nunca estuve en África, ni en México. Nunca me dieron clases de dibujo, ni pintura. Por años sólo fui un guardia en la Dirección de Impuestos de Paris. Nunca un aduanero. Pero, cuando noté que, amanecer cada día para hacer las mismas cosas, me volvía la mirada gris, como los niños, dejé que saliera hacia fuera el arco iris que llevo dentro. Ahora, después de tantos años, he logrado concretar mi obra. Ésta es mi verdadera leyenda personal. Yo soy como esa gitana que duerme en las desoladas arenas bajo la luz de la luna, vestida con un traje de arco iris, cubierta su cabeza por un manto, al lado de una jarra de agua y una mandolina. Ella viaja así. Y, como yo, se realiza en sus sueños. Va apoyada en su bastón y protegida por ese león de cola alzada que la olfatea, mientras vigila atento que nadie interrumpa los pasos de sus viajes por los estupendos y desconocidos países que recorre.
Los textos pertenecen al libro Sucedidos de Armando Quintero.

Fueron publicado el sábado 20 de septiembre en Literales de TalCual, página 15.

martes, 17 de junio de 2014

Ilustración de Oski tomada del libro La vera historia de Indias

Creo... en las abejas que labraron su colmena dentro del corazón de Martín Tinajero..."
                                                                                                                                                             Aquiles Nazoa


            El corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel.
            Desde pequeño.
            Nunca conocí, ni conoceré, estoy seguro, a un ser tan tierno, tan delicado, tan claro de vivir lo que le tocara vivir
            Y, ¡tan hombre!
            Menos, perdone que se lo diga tan luego a Vuestra Merced, a uno tan religioso como él.
            Vivía bien lo que fuera, y cristianamente.
            Nunca le oí quejarse de todos los trabajos y pesares que tiene nuestro oficio.
            Por muy dolido y enfermo que estuviera, siempre cumplía con todas sus obligaciones de soldado con una sonrisa en su rostro.
            Tampoco, le sentí demostrar algún temor.
            Y, conociéndolo como le conocía, sabía que sus miedos los llevaba dentro.
            Y era tantos, o más, que los que cualquiera de nosotros sentía.    
            Pero, su actitud era tan serena, tan de aceptar el momento que se le presentaba, que nos serenaba a todos.    Y no creo que esté blasfemando con lo que le agrego, pero Vuestra Eminencia sabrá aclarármelo: era como si estuviéramos ante Nuestro Señor Jesucristo amando a plenitud la voluntad de Dios Padre.

            Se lo puedo asegurar a Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, sin temor a equivocarme. Como le puedo asegurar de la luz de este sol que nos ilumina ahora.
            No sé, eso sí, si todo lo que le diga pueda servirle para su “Recopilación Historial de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada de las Indias del Mar Océano”, esa obra que usted está escribiendo, y que engrandece todos los sacrificios realizados por cada uno de nosotros en la conquista de estas lejanas tierras.
            ¿Su obra, si mal no lo recuerdo, ya va por el cuarto o quinto libro? ¿No es cierto? Gracias a su esmero, y al apoyo entusiasta de Nuestro Rey.
            Y, según me han comentado, llegará como hasta un noveno. ¿No es verdad?
            Bueno, disculpe que me haya desviado de la pregunta que me hiciera.
            Comienzo.
            Sepa usted que a Martín Tinajero lo conocí de toda la vida.
            Fuimos vecinos, casi nacimos y nos criamos juntos. Siempre fuimos amigos, “en las buenas y en las malas”, como se dice.
            Nuestros padres trabajaban en las mismas y productivas tierras. Como lo habían hecho nuestros abuelos, desde los abuelos de nuestros abuelos.
            De la fecha precisa de su nacimiento, no tengo ni la menor idea. Nunca la supe. Como, tampoco, sé de la mía.
            Éramos de Écija, la sevillana ciudad de los valles de allá, por las orillas del Río Genil, el principal afluente del Guadalquivir. La conocida “Ciudad de las Torres”, por la cantidad de campanarios que emergen entre sus techos de grises y rosadas tejas. “La ciudad del Sol”, como la llaman. O, “La sartén de Andalucía”, como todos le decimos por sus elevadísimas temperaturas estivales.
            Disculpe. Me desvié de nuevo.
            Usted sabrá perdonarlo.
            Pero, es que la memoria de la tierra donde uno nació como que se nos pega dentro. Y se extrañan sus aromas, sus colores, sus sonidos, sus sabores; sobre todo, cuando se está lejos de ella.
            Vuelvo a aquello que le interesa a Vuestra Merced, y que fue para lo que vino a preguntarme.
            Siempre creímos - tanto su familia como la nuestra - que Martín Tinajero iba a ser un franciscano, como usted. O, al menos, un religioso.
            Sus delicadas manos no eran para trabajar la tierra, salvo para amasar la arcilla. Y, ¡bien bueno que era en la hechura de tinajas!
            De ahí le viene su nombre - de su oficio - como a muchos de nosotros.
            También, hacía otras piezas de nuestra cerámica tradicional, de la que se precian mucho los artesanos de Écija. Hay, incluso, parte de sus trabajos en las paredes y columnas de nuestras iglesias. Pero nunca podría decirle cuales. No lo sé. Nunca me lo dijo y, por respeto a nuestra amistad, tampoco se lo pregunté.
            Supe, eso sí, porque el mismo me lo contó, que un día que estaba arrodillado ante el Santísimo Cristo de la Salud, en nuestra iglesias de San Gil, oyó una voz que le decía: “Tu corazón está destinado a una gran leyenda”
            Él creyó que le llamaban para la vida sacerdotal y, con esa humildad suya, fue a hablar con el Padre de la Iglesia de Santa Bárbara, donde está la imagen de nuestro Santo Patrono, San Pablo. Por parecerle lo más cercano a esos deseos, ya que este santo, también, había respondido a los llamados de una voz que le sonó de pronto.
            Él me pidió que le acompañara.
            Cuando llegamos, yo le esperé fuera.
            Aquello que iba a resolverse, era sólo entre el sacerdote, él y Dios.
            Le aseguro a Su Merced, Fray Pedro de Aguado, que Martín Tinajero, desde muy pequeño, siempre fue algo enfermizo. Por ello, a ninguno de los dos nos resultó extraño que, apenas el Padre Superior lo viera, detallara su contextura y, a una, le recomendara la búsqueda, por otros caminos, de la voluntad que parecía señalarle la voz que había escuchado.
            Así me lo comentó, luego de salir del templo, cuando casi íbamos llegando a nuestras casas.
            Antes guardó total silencio, que no me atreví a cortarlo.
            Y, así lo hizo.
            Le confieso que, tampoco a mí, se me hubiera ocurrido que iba a tomar el mismo camino que tomamos muchos de los jóvenes de nuestra época: la búsqueda de eso que llaman El Dorado.
            Pero así fue. Juntos nos embarcamos hacia estas tierras.
            Y, juntos pasamos los primeros temores al irnos acercando cada vez más al borde del horizonte de la Mar Océano, luego, del pavor de ir cruzando el Mar de los Sargazos, a la espera de encontrarnos con los terribles monstruos que, siempre nos dijeron, habitan por esas aguas: ballenas blancas, tiburones azules, pulpos y calamares gigantes, incluso esos horribles seres llamados sirenas cuyos cantos encantan a los marineros y, según se dice, los atrapan con ellos para comerlos.
            Tengo claro que la mayoría de nosotros llevábamos los ojos puestos en las riquezas que pudiéramos obtener en esa empresa.
            Nada más, ni mucho menos.
            El oro, la plata, los diamantes y tantas otras riquezas encontradas, los frutos y animales nuevos estaban ahí, detrás de esos peligros, al alcance de todos, al beneficio de cada uno de nosotros.
            Para Martín Tinajero, no.
            Él estaba seguro que encontraría el Paraíso Terrenal en las nuevas tierras. Varias veces me lo dijo. Y, a eso vino.
            Apenas llegados al nuevo mundo, nos integramos a las huestes de los Hermanos Welser. Bajo el mando de Nikolaus de Federmann.
            Hicimos la jornada que este conquistador realizó hacia el interior de las nuevas tierras que se iban conociendo. Por lugares aún desconocidos.
            Partimos de Coro y alcanzamos la región de Río Hacha a mediados de 1536.
            Le aseguro, Su Merced, que las dificultades fueron muchas, desastrosas.
            Nos encontramos caminando por enormes y enmarañadas selvas, hediondas ciénagas, desolados desiertos, cumbres altísimas y borrascosas. Ríos enormes, caudalosos y profundos, donde habitan desde unos peces llamados yacaré, cuyos cueros son tan duros, que no se pueden herir con cuchillo o flechas. En esos lugares, descubrimos, entre otros animales, culebras ponzoñosas, hormigas bermejas, y hasta alacranes, gusanos y arañas enormes, todas cubiertas de vellos y llenas de veneno, cuyo sólo contacto es sumamente peligroso.
            Y donde hasta los numerosos frutos, salvo que uno aprenda a esperar si lo comen o no las aves, como hacen los pobladores de estas tierras, pueden ser mortales.
            Y, por si fuera poco todo esto, ¡este calor siempre sofocante!
            Que por él, unido a los temores por lo que pudieran comer o beber, se perdió y murió la más gente de tanta sed y de mucha hambre.
            En medio de tantas penurias, sólo recuerdo el rostro sonriente de Martín Tinajero, quien, a pesar de hallarse enfermo nunca se quejó.
            Nuestro Capitán le había nombrado nuestro cocinero.
            A veces, caminaba en búsqueda de comida mucho más que cualquiera de nosotros. Para solucionar nuestras necesidades básicas.
            En una de estas salidas, le aquejo la enfermedad que tenía y murió de ella.
            Tratamos de mantener  y retribuir el tanto amor que nos demostrara.
            Por eso, le enterramos en unos cueros secos que amarramos fuerte con bejucos y cruzamos con unos grandes palos en un hoyo que en el invierno, que así se le llama a la época de lluvias en estas tierras, había hecho el agua.
            A vista y muy bien señalado.
            De modo que, para que a nuestro regreso, fuera avistado y reconocido desde lejos.     Esto sucedió como para septiembre de 1536.
            Ha de haber sido en la región situada al sur del lago de Maracaibo.
            De eso estoy seguro.         
            Nosotros seguimos avanzando, hasta que Nuestro Capitán Nikolaus Federmann decidió regresar directamente a Coro y ordenó al grueso de la hueste, que es un decir, porque éramos bien pocos – los pocos, de tantos, que logramos sobrevivir – a que se marchase al mando del capitán Diego de Martínez hacia los llanos de Carora.
            Y perdone de nuevo Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, que me haya desviado otra vez pero no quería dejar de pasar lo comentado.

            Al regresar, cuando nos acercábamos al lugar donde el cuerpo de Martín Tinajero estaba acomodado, comenzamos a sentir cierto olor muy suave y agradable que ocupaba todo el campo. Como cuando en nuestras tierras se inicia la primavera, y se desatan los aromas de todas las flores.
            Pero, le aseguro sin exagerar, era mucho más que ello.
            Tanto era el ímpetu del tal aroma, que se percibía a más de cincuenta pasos a la redonda. De eso doy testimonio.
            Como de todo lo que he dicho y estoy diciendo.
            Admirados de tanta maravilla, intentamos, pero no pudimos acercarnos a él de inmediato. Casi nos lo impidió una colmena completa de abejas, de esas que crían abundante miel de todas las flores de estas tierras pródigas.
            Logramos alejarlas con mucho humo.
            Y toda nuestra paciencia, de la mucha que nos enseñara el difunto en vida.
            Nuestros asombrados ojos no podían creerlo: las abejas estaban anidadas en su corazón, íntegro aún, que parecía latir como si todavía estuviera vivo.
            Por eso le digo a Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, por lo que en el cuerpo muerto de nuestro querido Martín Tinajero se vio, él era un hombre bienaventurado.
            Y, sobre todo ello, un gran siervo de Dios.
            Claro está que nuestros españoles y su capitán y caudillo llevaban los ojos en el oro, la plata, los diamantes y tantas riquezas que deseaban tener y, por ello, no tuvieron en cuenta este caso, ni siquiera vieron lo digno de llevar su cuerpo para darle eclesiástica sepultura.
            Como yo no tenía voz de mando, nada pude hacer para lograrlo.
            Dolido, sólo obedecí las órdenes de mis superiores.
            Aunque, desde ese día, siempre elevo mis oraciones por él.
            Sobre todo, por su latiente corazón insepulto.
            A mí me queda el consuelo de haberle dicho todo lo que sé.
            Para que quede un testimonio registrado.
            Al menos.
            Y, sobre todo, confirmarle lo que le decía al principio de todo esto que, usted, al preguntarlo, me permitió que le dijera, y para que las generaciones futuras sepan de ello: el corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel.
            Seguro estoy, además, que su leyenda crecerá tanto como para que algún poeta de generaciones venideras, o quizás de otros siglos, nos lo recuerde para siempre. Aunque más no sea, en algún rezo.
            Yo creo en esa maravillosa posibilidad y rezo por ello.
            Su Merced, perdone mi atrevimiento pero, le pido que lo haga conmigo.
            Por el corazón de miel de Martín Tinajero, se lo pido.
            Recemos juntos, para que no perdamos lo poco que nos ha quedado de su recuerdo y de la memoria de ese aroma.
            Y, sobre todo, para que se le recuerde por los siglos de los siglos.
            Amén.

Cuento de Armando Quintero Laplume

¡ATENCIÓN!
Notas necesarias para ampliar informaciones sobre el texto
Es una nueva versión del texto realizado hace unos años y que pueden ver en Letralia 115:
http://www.letralia.com/115/letras03.htm Es interesante para observar los cambios realizados.
Sobre Martín Tinajero pueden consultar en Wikipedia. Al finalizar se realiza una cita a esa versión.
http://es.wikipedia.org/wiki/Mart%C3%ADn_Tinajero
Ayer recibí este emotivo comentario de la actriz Betty Quintero:
Qué cuento más precioso, don Armando. Me encantó el cuidado en el lenguaje guardando el estilo de la época y los modos de ese tiempo. Las descripciones de la travesía en busca de El Dorado son concisas y a la vez singulares como el clima, los aromas y eso de esperar que los pájaros comieran los frutos para saber si eran venenosos. La mejor descripción de todas es la del descubrimiento del corazón de Martín Tinajero que es surrealistamente poética. Me lo imagino con dibujos en blanco y negro más realistas que caricaturas.
Perdone Ud., pero es su culpa... ahora este cuento, también es mío. El protagonista hace "nuestra" la vida de Martín Tinajero para todo el que la lea.

Fue por este comentario que decidí publicarlo, creo que es un texto mejor elaborado.

lunes, 14 de abril de 2014

Por las nubes



1
El día estaba bien bonito.
Caracol salió de su casa al pie del árbol de manzano.

2
Camina que te camina, llegó al espacio más despejado del jardín.
Y estiró sus cuernos lo más alto que pudo.

3
Y se quedó allí. Con los ojos puestos en el cielo.

4
La perrita Fifí pasó a su lado.
Huele que te huele, lo olfateó varias veces.

5
Caracol parecía una estatua.
Fifí siguió de largo.
A jugar con su pelota

6
El gato Marujo se le acercó.
Lo miró por un lado.
Lo miró por el otro.

6
Marujo le ronroneó.
Nada. Caracol seguía sereno y quieto.
Parecía encantado.


7
- ¿Qué haces? –preguntó Hormiga. Estás como en las nubes.

8
- Como en las nubes, no –respondió Caracol. Estoy por las nubes. Es bonito mirarlas.

9
Hormiga levantó su cabeza hacia las nubes, asombrada.

10
- Las nubes no sólo son blancas –comentó Caracol. Hay nubes azules, rojas, negras, moradas… Nubes redondas o alargadas. Y según las sople el viento, corren rápido, se quedan quietas o se esconden entre ellas.

11
- ¡Mira! –gritó Hormiga. Esa parece un caracol, aquella una paloma… La de allá es una perrita. Esa otra un gato… ¡UY! ¡Aquella es un monstruo!

12
- ¡No te asustes! –dijo Caracol. Si cierras los ojos no verás una nube pequeñita que se escondió detrás de ella: ¡parece una hormiga!


 Texto: Armando Quintero / Ilustración: foto de Paul Montilla

domingo, 5 de enero de 2014

Las ovejas cuadradas

          Un cuento de otros tiempos para no se repitan en estos
         

                Hay un carnero que cada semana visita la casa de la Oveja 73.
                Tiene un cuadrado rojo pintado y reluciente en su pata trasera, a la izquierda.
                Después de cada visita,  sabemos que alguien en el rebaño recibe una mala noticia.
                A una de las ovejas del corral la despiden de la labor que cumplía ante la comunidad.
                O le niegan un nuevo puesto para el que ya estaba preparada. 
                A otra, le rechazan un viaje a otro lugar del campo.
                O no le otorgan su título  universitario por el que estudió varios años.
                O no le asignan su casa solicitada hace meses.
                O, simplemente,  la desalojan de la que tenía para alojarla en un refugio.
                La Oveja 73 es la presidenta de la Comuna para la Defensa de la Suprema Felicidad del Rebaño en la parcela de nuestro potrero.
                En cada una de las parcelas de los potreros de nuestro campo hay una de esas organizaciones que fueran creadas por la inspiración del Carnero Mayor, nuestro líder máximo, desde la creación de su  Revolución del Carnero Mayor por una Patria Ovina y Socializada. 
            Un sistema de vigilancia constante entre las ovejas de cada parcela.
            No el único, por supuesto.
            Cuando nos sueltan de nuestro potrero al campo, mantenemos una sola cola para comer una ración cuadrada de pasto seco y duro por familia.
            O cuando aparece hierba fresca o agua en el abasto del potrero, tenemos largas colas para conseguir el recipiente cuadrado asignado para cada familia.
            Y nos marcan con un cuadrado rojo de tiza que dura un mes sobre la lana.
            El tiempo necesario para la nueva entrega.
            Ni hablar de las colas para conseguir el cuadrado asignado para los saltos y juegos de los corderos o las conversaciones de las ovejas mayores.
            O las largas colas para conseguir entrar al cine o al teatro.
            En nuestra casa, cuando se come hierbas frescas, que hemos descubierto, o sembrado y cultivado ocultos entre los materos de nuestro balcón, tenemos  las puertas y ventanas completamente cerradas.            
            Temerosos que el olor nos delate con la Oveja 73.       
            A la mañana siguiente, los restos de la hierba no la arrojamos en nuestra parcela. Caminamos varias cuadras, hasta llegar a los lindes del potrero, para que la Oveja 73 no nos descubra.
            Aunque le sonreímos y saludamos, todos nos cuidamos de ella.
            Y, sabemos que está registrando en su cabeza el mínimo detalle delator.
            Ella es la encargada de informar a la policía, al cuartel y a los agentes del Comando Superior de la Suprema Felicidad del Rebaño.
            La Oveja 73 toma nota de cada detalle de nuestras acciones, de cada ida y venida que realizamos. Tanto como de nuestros trabajos y estudios.
            Hasta de nuestros gustos y preferencias.
            Sin olvidar, por supuesto, con quién nos reunimos, quién nos visita o a quiénes visitamos. Y no deja de registrar nombres y apellidos de cada uno.
            La Oveja 73 tiene una lista de todas las ovejas que tienen algún familiar que se ha ido de nuestro rebaño y se ha radicado en los campos cercanos o lejanos.
            Y organiza actos de repudio.
            Es decir, convoca a varias ovejas, sean de nuestra parcela o no, para ir a la casa de la “mala oveja” a tirarle piedras y gritarle consignas de nuestra Revolución. 
                Y confirmar, así, ante nuestro corral y ante los corrales vecinos, la supremacía de nuestro Carnero Mayor, líder eterno y supremo de los rebaños de nuestro campo.
            Los días de elecciones, que son periódicas desde que se instauró la llamada Revolución del Cuadrado Único -  “para asegurar la voluntad protagónica y representativa de nuestro rebaño democrático” según nos enseñan en nuestras escuelas – ella, la Oveja 73, va casa por casa controlando quién votó y quién no.
            Si alguien no ha ido a votar, los obliga a hacerlo.
            Y hasta le trae la boleta roja y cuadrada a su casa.
            Para la comodidad del elector, según dice.
            Quien se niega a ejercer su voto, la Oveja 73, lo inscribe en la lista de “Afectos al Imperio, Enemigos del Rebaño”.
            Es que el presente y el futuro de todos está en sus manos.
            Por sus aseveraciones ante las autoridades pertinentes somos juzgadas.
            Más allá de lo personal, familiar, vecinal, laboral, profesional demostrado por la oveja cuestionada, por la oveja delatada.
            Por eso, se ha creado una doble moral en nuestro rebaño.
            Si alguna de nosotras critica algo, lo hace en balidos muy bajos, con ovejas que conoce y aún mantiene su confianza en ellas.
            Y así uno ha entendido por qué en nuestro campo casi nadie se queja o exige sus derechos.
            Porque siempre hay un ojo que te ve, una oreja que te escucha y, sobre todo, una boca que te denuncia y te cambiará la vida.
            Para eso la Oveja 73, y muchas otras como ella, existen en nuestro campo.
            Ellas son “Vigilante de la Suprema Felicidad de Nuestro Rebaño”, como dice el cartel pegado en las puertas de sus casas.
            Pero también existen ovejas que no aceptan la primacía de una sola forma y de un solo color.   
            No se dejan engañar.
            Buscan la paz y no agreden.
            Suman. Multiplican. A veces restan.
            Pero nunca quieren dividir.
            Son, de verdad, verdad, comedoras de distancias.
            Y, como el caracolito del cuento de Jairo Aníbal Niño, corren mucho más rápido que la desesperación.
              
Texto: Armando Quintero Laplume / Fotografía tomada del blog Pastoreo de ovejas