domingo, 21 de octubre de 2018

Una ciudad, dos niños, un trébol y un ratoncito




Esta historia pasó en un país como esos de los cuentos de Las mil y una noches, donde había una ciudad como Bagdad.
En ella vivía un niño cuya mirada parecía que era verde oliva.
Lo que se veía, casas, objetos, animales, su propia persona eran verdes.
También los otros, padres, abuelos, amigos y vecinos eran de ese color.
Como si algo o alguien obligara a todo, y a todos, a tener el verde oliva como único color y razón de vida.
El niño siempre quiso asomarse al mundo.
Saber qué había detrás de ese alto muro que estaba en su calle. 
Preguntó a sus padres, que le hablaron de otras cosas.
Preguntó a sus abuelos, que guardaron silencio y sólo le miraron.
Preguntó a sus vecinos, que entraron a sus casas y cerraron sus puertas.
Como nadie se lo decía, un día muy temprano, comenzó a caminar.
Descubrió que toda la ciudad estaba rodeada por el enorme muro verde.
Y caminó… y caminó…
El muro parecía no tener fin.
Pero, caminando a todo su largo, luego de un tiempo, encontró un hueco dejado por alguna bomba de la última guerra.
Miró por allí y descubrió que detrás había un hermoso jardín con azulejos de bonitas formas y colores, pese a estar destruido y en cenizas.
Incendiado quizás por otras bombas.
Y, también, vio una larga calle que subía como llegando al horizonte.
En medio de aquellas ruinas del jardín, encontró que crecía un trébol.
Abierto y radiante como un sol.
Y, asustado, cobijándose bajo las tres hojitas verde claro, estaba un ratoncito.
El niño le sonrió.
El ratoncito lo miró.
Y moviendo su pequeño hocico, se le acercó como si lo conociera.
O como si lo hubiera esperado, seguro que venía a buscarlo.
El niño abrió la palma de su mano, donde se trepó el ratoncito.
El niño, con cuidado, lo guardó en el bolsillo izquierdo de su vieja chaqueta. 
Luego se acercó al trébol y, con un poco de tierra, logró recortarlo con un trozo de metal que encontró por ahí, para sembrarlo en un lugar más propicio.
Subió por la calle que había del otro lado del muro.
Desde la ventana de un edificio bombardeado una niña le gritó.
Cuando estuvo a su lado, el niño, que ya no era verde, le entregó el trébol.
La niña lo tomó en una de las palmas de sus manos, que había acomodado como una pequeña maceta, y lo acercó a su corazón.
Luego le dio su otra mano al niño.
Ambos, tomados de la mano, como en el final de una película de Charles Chaplin, siguieron subiendo por la larga calle que llegaba hasta el horizonte.
Cargando el sencillo tesoro de un trébol y un ratoncito que, como ellos, sobreviven a la crueldad, la estupidez y la guerra de las personas grandes.




jueves, 17 de mayo de 2018

El señor y la escalera




Un señor bajo se subió a una escalera.
El señor era bajo, muy bajo, bajito.
La escalera alta, muy alta: ¡altísima!
El señor subió, subió, subió…
Y siguió subiendo.
La escalera era tan alta que allá, por las mil y quinientas, el señor se perdió entre las nubes.
Pasaron las horas y el señor no regresaba.
Pararon los días y el señor no regresaba.
Pasaron los meses y el señor no regresaba.
Pasaron los años y el señor seguía sin regresar.
Cansados de esperar su regreso, finalmente se olvidaron de él y retiraron la escalera.
Justo, en aquel sitio, la municipalidad tenía previsto construir un rascacielos.
Un rascacielos nunca antes jamás visto. Con ascensor y todo.
El edificio comenzó a crecer.
Piso a piso, siguió creciendo.
El rascacielos fue tan alto que, como a los mil y quinientos, se perdió entre las nubes.
Cuando lo inauguraban, el señor bajo se pasó de una nube a la azotea.
Se montó en el ascensor y bajó. Hasta la planta baja.
Al salir, todos vieron un anciano desconocido de cabellos y barbas blancas largas, muy largas.
El señor bajo pasó entre la gente que hacía su cola para entrar al rascacielos.
Tomó lo que quedaba de la escalera y se alejó para siempre.
Del señor bajo, como de aquella escalera, nunca más se supo.
Nada de nada.
Sólo espero que quede algo bajo la memoria de este cuento.

Cuento: Armando Quintero Laplume (a partir de un texto del Facebook del también olimareño Bolívar Viana)
Ilustración del propio autor.