martes, 5 de julio de 2011

Un cuento para narrar

Sobras de árbol, pájaros y niño. Ilustración tomada de la webb


Tomás y su sombra


      Sombras hay muchas. Pero como la sombra de Tomás, pocas.
      Era tan novedosa e interesante que hasta nombre propio tenía.
      Se llamaba Justiniana.       
      Y, cuando hablo de esta sombra no estoy hablando de un fantasma.
      No. Justiniana no es una de esas sombras. Ni si quiera una aparición.
      En este caso, aunque tenga nombre propio y todo, se trata de una sombra de verdad, verdad.
      De una de esas sombras, simples y vulgares, que lo acompañan a uno y van delante, detrás, de un lado o del otro. De las que se proyectan en las paredes, en los muros o cuando uno pasa por delante de una luz que se encuentra detrás de un biombo iluminado.
       Una sombra normal como la que tienes tú, él, el otro. O, la que tengo yo.
       Una sombra como la de uno.
       Justiniana no era ni grande, ni pequeña. A veces alargada, recogida otras. Rellenita como si, de un momento a otro, uno tomara algunos kilos demás. O, fina, muy fina, casi como un hilo negro.
       Es decir, cambiante, como una sombra cualquiera.
       Pero, eso sí, sin ninguna duda, era la sombra exacta para Tomás. Desde la cuna, como solía asegurar su abuelo.
       Más aún, desde que Tomás asomó a este mundo y antes de que le dieran la nalgada. Como si hubieran nacido el uno para el otro, o al revés.
       No era diferente a ninguna otra sombra que uno conoce, aparentemente.
       Como un reloj, Justiniana acompañaba pacientemente a Tomás.
       Pero, a diferencia de lo que suele suceder con cualquiera de las otras sombras, ésta unas veces atrasaba, otras adelantaba. Es decir, era como los relojes. Y, esto era una de sus particularidades.
Cuando andaba en plan de atrasar se alargaba muchísimo y, por ejemplo, si Tomás salía a pasear por el centro de la ciudad y estaba cruzando en un semáforo que señalaba luz verde, cuando el semáforo cambiaba a rojo, Justiniana todavía seguía cruzando.
Los conductores veían aquella sombra y se quedaban parados, asombrados de que aquello, que confundían con el largo velo de una viuda, se moviera solo. No veían a Tomás que, en el otro lado de la calle, trataba de recoger acelerado su demorada sombra, con el gran miedo de que los vehículos la pisaran, para dejarla más ancha y larga de lo que era.
Por supuesto que Justiniana quedaba muy asustada con el ruido
de las cornetas y las voces de los conductores que estaban detrás y no sabían qué estaba sucediendo en aquel cruce.
Cuando al fin lograba cruzar la calle se subía sobre los hombros de Tomás, se abrazaba a su cabeza y era otro problema lograr que se bajara de allí. Además, temblaba tanto y con tal sentimiento, que a cualquiera se le estrujaba el corazón de sólo verla.
Cuando andaba en el plan de adelantar, era ansiosa, atropellada y, por ejemplo, si Tomás había ido a visitar el Gran Parque de la Ciudad y estaba muy alegre correteando por él cuando, por un descuido, se paraba justo a tiempo a las orilla de su lago, era seguro que él quedara allí, pero Justiniana caía de cabeza en el agua y se daba un enorme chapuzón.
Como no sabía nadar, había que sacarla del lago, con una ramita, colocarla en un arbusto y esperar a que se secara. A veces, incluso, Tomás tenía que cuidarla durante varios días de la gripe, a punta de infusiones de limón y vahos de hojas de eucaliptos.
Ni que hablar de los problemas que se agregaban a una u otra de estas situaciones si se alargaba o ensanchaba demasiado, o encogía.
Para esos casos, Tomás, que aprendió a ser precavido, iba siempre provisto de un par de agujas de coser, para coger nuevamente los puntos y darle de nuevo sus dimensiones necesarias. Como había visto que hacía su abuela con sus abrigos de lana.
Justiniana, además, era muy traviesa.
Disfrutaba de ocultarse, de enroscarse y hasta mezclarse con otras sombras. ¡Qué muchas veces resultaba un verdadero desastre!
Aunque después de tanto conocerla, Tomás ya lograba distinguirla entre las sombras de algunos pájaros, principalmente las de cuervos y palomas, la de varios árboles y arbustos y, sobre todo, las de las piedras. Es que Justiniana tenía un tono particular.
A Tomás, también, le encantaba molestarla y se quedaba hasta altas horas de la noche leyendo o haciendo supuestas tareas en sus cuadernos hasta que ella se ponía con remilgos, se fastidiaba y lo incomodaba. Entonces, como al descuido, Tomás apagaba la luz y continuaba trabajando en la oscuridad.
Pero había una particularidad en Justiniana que la hacía diferente a cualquier sombra como ella: Justiniana hablaba.
Cuando le habló por primera vez, Tomás tuvo que pellizcarse, seguro de
que se iba a despertar de lo que le parecía un sueño. Cuando descubrió que lo que le parecía era, salió corriendo a contárselo a su madre.
         Su madre llena de angustia se lo comentó a su padre.
         Y, ambos decidieron que había que llevar a Tomás al médico.
         A penas llegaron, el médico lo hizo desvestir.
         Lo miraba de un lado, lo miraba del otro.
         Le hizo abrir la boca y decir “a”.
         Lo auscultó con su estetoscopio y le hizo decir “33”.
         Lo examinó con los rayos X. Lo hizo caminar por el consultorio mientras lo alumbraba con diversas lámparas, desde diversos ángulos y distancias.    
         Siempre observaba la sombra de Tomás. Y hacía anotaciones.
         Luego le recomendó un largo, muy largo, tratamiento con unas cápsulas amarillas, rojas y azules. A tomar con agua, a determinadas horas, salteadas, según el color.
El tratamiento no dio ningún resultado. Tomás seguía contando todo lo que conversaba con su sombra Justiniana. Y de como eran más y más amigos y disfrutaban, cada vez mejor, de la pequeñas cosas de la vida.
Por recomendaciones del médico lo llevaron a un especialista que lo examinó con unos muy extraños aparatos, le hizo girar, ponerse de un lado, de frente y del otro, agacharse y saltar como una rana, levantar los brazos, ponerse en puntas de pies, dar vueltas de canela y saltar con una cuerda. Luego le recomendó unas inyecciones anaranjadas, sepias y moradas.
Todo parecía ir de maravillas. Hasta cuando una tardecita, la madre de Tomás sintió unas voces en la habitación de su hijo y, al entrar, se dio cuenta que él le está respondiendo a su sombra proyectada hacia el lado izquierdo de su mesa de estudio.
Los padres de Tomás hablaron de inmediato con el especialista que los citó para sostener una importante conversación con ellos, y con el médico que los había enviado.
Según el especialista, ya habían sostenido una larga consulta con ese doctor y tenían un diagnóstico bastante preciso sobre el caso.
- Lo que le sucede a Tomás, no es para nosotros. Este niño – les dijeron ambos, apenas llegaron al consultorio –, como hijo único, se ha sentido tan solo que tiene necesidad de un amigo imaginario. Mejor dicho, de una amiga. Por eso dice que habla con su sombra y ella le responde.
Y les recomendaron a un conocido psiquiatra.
Cuando llegaron a la consulta, éste les abrió con una gran sonrisa, le guiñó un ojo a Tomás y lo convidó con una chupeta multicolor.
        Tomás devolvió la sonrisa y aceptó la chupeta.
Luego, entró al consultorio y el psiquiatra cerró la puerta. Los padres, nerviosos, quedaron en la sala de espera.
Tomás, muy obediente, se acostó en el sofá del psiquiatra y comenzó a hablar de los más oscuros pensamientos de su más tierna infancia, como se lo solicitaban en cada pregunta. Habló y habló, hasta que se aburrió.
            El psiquiatra no le respondió ni una palabra a la sombra.
De pronto, Justiniana que los escuchaba en total silencio, preguntó:
       - Y, después de todo, ¿por qué tantos problemas?
          Sólo se compuso nerviosamente el pecho, se paró de su silla, hizo unas apresuradas anotaciones y llamó a los padres de Tomás.
Les comentó que ya era el tiempo de su descanso como profesional. Que tenía que tomarse unas largas vacaciones. Que les dejaba anotado el número de su celular, por cualquier emergencia, aunque estaba seguro que nada más sucedería en este caso. Luego, le sonrió a Tomás y le recomendó un jarabe multicolor a tomarse de a una cucharada, cada seis horas.
- Tiene el mismo sabor de la chupeta – le dijo a éste, con un guiño.
       Los despidió muy amable y cerró rápido su puerta para solicitar una cita con un colega, especialista en atender a médicos con alucinaciones sonoras.
Así fueron pasando los días, las semanas, los meses, un año.
Tomás ya no tiene consultas con ningún médico.
Desde aquel día, Tomás y Justiniana han seguido hablando de lo más tranquilos como los mejores amigos del universo.
        Hasta ahora nadie más se ha dado cuenta, y ambos lo disfrutan.
        Desde hace unos cuantos meses, además, Justiniana tiene todos los colores del espectro solar.

Cuento narrado por Armando Quintero a partir de un ejercicio de improvisación donde se mezclaron los cuentos de varios autores.

sábado, 2 de julio de 2011




Las plantas
        Era mucha la soledad del mundo.
         La vista se perdía, aburrida, entre lo oscuro de las tierras, el ocre de las arenas y los diversos azules de los ríos, el mar y el cielo.
        Aquí no hay nada nuevo bajo el sol. No puedo más, con esto de ver sólo polvo y agua – se dijo el Primer Hacedor, mientras amasaba entre sus dedos pequeñas pelotitas de lodo y arena, de diversas formas y tamaños -.  Aquí, ¿nunca habrá nada nuevo? – se preguntó, como olvidado de los diversos colores de cada amanecer, mientras seguía haciendo pelotitas.
         Distraído, mientras continuaba caminando por los espacios desolados, las iba lanzando por detrás de sus hombros. Una vez con una mano, otra vez, con la otra. Recogía nuevos trozos de arena y lodo y formaba otras nuevas.
         Hasta que, al darse vuelta, descubrió lo sucedido: de cada pequeña pelotita caída había nacido la hierba, el musgo, los líquenes, las diversas plantas que hacen diferentes los paisajes.
            Los árboles nacieron luego, cuando algunos de los nuevos seres recién creados, al estirarse, creyeron encontrar la posibilidad mágica de tocar el cielo.

 Tomado del libro De tiempos inmemoriales de Armando Quintero Laplume