jueves, 9 de octubre de 2014

Seguir al corazón


              No sé cómo contarte esto, ni qué otro nombre ponerle a esta historia.
            Te comento que, sencillamente, seguí unos corazones. Hace ya bastantes años. Más de sesenta, tal vez. Aquí tienes el cuento completico.
            A tu abuela la conocí cuando ella llegó al salón, unos minutos antes de comenzar nuestro tercer o cuarto día de clases.
            Sexto Grado ya había entrado al aula y ella pidió permiso para hacerlo.
            Al escuchar su voz, la miré. Era “la nueva”, la que venía por primera vez a este colegio y la maestra estaba esperando. Y era tan hermosa como ahora.
Durante toda la clase, ella me miraba. Y yo, también, la miraba.
Ambos, como haciéndonos los distraídos, por supuesto.
¡Nunca demoró tanto la hora de salir al recreo.
Ni la salida al patio. Por su apellido, ella salía entre los primeros.
La encontré a la sombra del jazminero más grande. Sola.
De pronto, ella me dijo algo. Yo, también.
Nunca hemos podido recordar qué fue lo que nos dijimos. Pero, poco a poco, las conversaciones nos acercaron cada vez más.
            Y comenzamos a encontrarnos fuera de los horarios anteriores.
Nunca nos faltaron argumentos para hacerlo: estudiar para un examen, ir a la biblioteca pública, adelantar materias, realizar un trabajo de equipo…
Un día llegamos antes de hora y nos fuimos hasta el café que estaba en la esquina de nuestra escuela. Hasta una mesita que quedaba al fondo.
Ella se había enamorado de mí. Y yo de ella, también.
Ella esperaba que yo se lo dijera. Pero nada. Yo no sólo parecía tímido. Lo era. Muy tímido. Demasiado.
Ella recordó que un día le había comentado que mi abuela siempre me decía: “Hay que seguir al corazón, lo que te dicta el corazón”.
Y se le ocurrió la idea.
Ella, como siempre, llegaba antes que yo a la mesita del café.
Aquella tarde, desde la entrada, vi que ella no estaba allí.
Y me fui a sentar en la silla. Para esperarla. La silla que miraba hacia la entrada, como siempre. Me encontré una pequeña nota en la mesita, debajo del servilletero. La leí. “¡Sigue los corazones!”, decía. Reconocí la letra de ella, inconfundible en sus casi garabatos.
Desde la vieja mesita hasta la entrada, vi que había unos pequeños corazones que había pasado por arriba, sin mirarlos siquiera. Eran casi del tamaño de una uña del dedo pulgar.
Como un mensaje que quería ser como clandestino. O parecerlo.
            Desde allí, hasta la acera de enfrente, cada tanto, más corazones.
            Muy visibles ahora para mí. Luego seguían por la pared de nuestra escuela, por los pasillos y las escaleras, hasta llegar al salón de clase.
            Al entrar, ella estaba en su lugar de siempre.
            En el puesto donde me sentaba, sobre una pequeña barra de chocolate, otro corazón. Yo le sonreí. Ella, también.
            Partí la barra de chocolate por la mitad y le alcancé uno de los trozos.
            Ambos nos comimos las dos mitades, lentamente, sin decir palabras.
            Y cuidándonos que la maestra no nos descubriera.
            De pronto, sonó la campana. Al salir al recreo, ella estaba esperando bajo el jazminero. Con el corazoncito de papel sostenido en mi mano izquierda tomé la mano de ella. Noté que allí, también, había otro corazoncito.
            Y le sonreí de nuevo. Ella también. Presioné su mano por unos segundos. Y la miré a los ojos: ¡profundamente hermosos! Ella me devolvió la mirada. Y presionó mi mano. Sin una palabra por lo que estaba ya dicho.
            Ambos nos fuimos a caminar por los pasillos tomados de la mano. Y, luego, hacia el salón de clase. Los corazones de ambos latían. Los de papel, también.
            El aroma de los jazmineros del patio de la escuela revoloteaba en el aire.

            Nítido, como el arrullo de las dos palomas que se oían desde los tejados.

Texto: Armando Quintero (una versión nueva de un cuento viejo) Ilustración: pintura de Joan Miró