viernes, 18 de junio de 2010

Mini cuentos para lectores (*)


Imágenes tomada del album Alicia de Javier Marichal en facebook.

1.- La última destrucción de Troya

- ¡Sí! Claro que conozco la historia que narran los griegos. Lo que no puedo permitir es que, sólo, se dé por cierta la versión de los supuestos vencedores – decía la joven desconocida, ante la asamblea de todos los ancianos de Cartago -. Luego de ocho veces, Príamo se cansó de hacernos reconstruir nuestra amada ciudad. Eneas sugirió la huída cuando, por nuestros espías, nos enteramos de la propuesta de Odiseo. La asumimos y se aprovechó el momento. Mientras ellos construían el caballo, nosotros tomamos lo más necesario y nos fuimos hacia las naves, que ya habíamos preparado. Sólo quedaron los soldados que introdujeron, en nuestra sitiada Troya, al enorme animal de madera cargado de aqueos. Hecho esto, en el mayor sigilo, nuestros soldados destruyeron todo lo que habíamos dejado, iniciaron el fuego de la ciudad desde las afueras y, también, huyeron. Fue el escarnio al que se verían sometidos por nuestra burla, lo que les hizo inventar eso que, por ahora, narran. Como ven, no fuimos vencedores pero, menos, vencidos. ¡Ah!, y para que no haya dudas sobre lo que digo, lo asevero por las apreciadas cenizas de mi suegro y de mi heroico esposo. Me presento: soy, la hija de Aecio, el rey de Tebas, de quien los griegos cuentan que me convertí en esclava de Pirro, el hijo de Aquiles. Algo que, como ven, tampoco es cierto. Mi nombre, por si quedan dudas, es Andrómaca.

2.- El secreto de la eterna tejedora

- ¡No puedo dejar que se complete la tela! – comentó para sí el joven Telémaco -. Sería terrible para el amor de ella y de mi padre. Mucho me cuesta moverme sigiloso para destejerla. Pero, aquí estoy otra vez, deshaciendo por la noche lo que ella avanza en el día. En alguna ocasión se lo confesaré, para que ella lo siga haciendo y, así, corra la fama de que mi madre es la eterna tejedora de la que hablarán los aedas y rapsodas.
A su lado, detrás de unas cortinas de esa habitación del palacio de Ítaca, oculta y sonriendo, Penélope observaba el ardid que venía realizando su hijo. Sobre todo, alababa lo mucho que se parecía a su amado y astuto Odiseo y pensaba que, una noche de éstas, se dejaría ver por él, sólo para ayudarlo.

3.- La piedra certera

- ¡Sí!, ¡claro que David derrotó a Goliat! Pero, se los puedo asegurar, no fue así cómo de verdad sucedieron todos los hechos! – aseveró el joven guerrero filisteo, que fuera atrapado mientras merodeaba por el campo enemigo -. Nunca pensamos que, ese joven pastor que sólo parecía atender a su majada, era David. Y, menos, que iba a descubrir la treta que, por mucho tiempo los asustó a todos ustedes, israelitas. No supimos cómo llegó hasta los espejos que estaban ocultos entre las peñas. Porque, de verdad, todo era un juego de espejos: Goliat era un enano…
Éstas fueron sus últimas palabras. Una piedra, lanzada con certeza, había golpeado la frente del joven guerrero filisteo, y lo mató en el acto.
A prudente distancia, con su honda aún vacía entre las manos, David sonreía desafiante. Y nadie se atrevió a modificar la historia.

4.- El eterno resucitado

- Tal vez, algún día cambie nuestro signo – comentó el joven, al sacerdote que les visitaba -. Pero, así ha sucedido con ese milagro. De generación en generación, nuestra familia ha cuidado de nuestro anciano Lázaro. Al principio, les asombró a nuestros lejanos parientes, mientras fueron pasando los años. Luego, con tantos siglos, todos se acostumbraron. Ahí lo ve, ya está que es una pasita, en medio de su lecho. Es notorio, que fue a él a quien Jesús resucitó. Como también, el hecho que, ya sea por olvido u omisión, nunca le fue señalado su segundo fallecimiento.

5.- Otro enamorado y la muerte

- ¡No sigas! – ordenó el joven a su imprevista visitante -. Ya sé lo sucedido con el otro enamorado cuando entraste así, tan señora, tan blanca, tan fría. Ya oí el romance. Pero, te aseguro, no voy a echar carreras para que vengas a cortar una larga y hermosa cabellera de la que tendría que asirme para trepar hasta la habitación de su dueña. Menos si sé que voy a estrellarme a los pies de una torre. Y, lo peor de todo, para que me lleves antes de consumar mis deseos. Mírame bien. Soy joven y de buen parecer. Mira este lecho, cómodo y con buenas sábanas. Sólo te propongo lo que nunca te han propuesto: ¡tengamos la noche de nuestro amor!

6.- La muerte verdadera

- Sí, mí querida esposa, esto sucedió así. ¡No te estoy inventando una historia! Sólo te repetiré el hecho para que te quede bien claro. Cuando Ricardo III gritó aquello de: “¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”, todos vimos en esas palabras una oportunidad. De inmediato, cada uno intentó alcanzarle el suyo. No previmos que, con el fragor de la batalla, los pobres animales tenían que estar alterados. El rey murió pisoteado por los cascos de nuestros caballos en estampida. Lo de todas las flechas que aparecen clavadas en su cuerpo, lo inventamos después, avergonzados por lo sucedido. Y para que, por supuesto, Enrique Tudor fuera el vencedor de la Batalla de Bosworth y se convirtiera en nuestro amado Enrique VII, restaurador de la autoridad real en Inglaterra. No necesito decirte que nuestro silencio es muy importante, y debe ser eterno.

7.- La labradora y el señor

- ¡No me vengan con más historias! – protestó a gritos la joven Aldonza Lorenzo -. Me da pena ese señor que ustedes dicen que me convirtió en su dama. ¿Dama, yo?, si sólo tengo el olor a bosta de las vacas que arreo, el aliento a los ajos y cebollas que cosecho, y estas manos y ropas maltratadas de labranzas. ¡Déjense, vecinitas, de pasar los chismes! ¡Y déjennos en este lugar de La Mancha! A mí, con mis quehaceres. Y a él, con su triste figura. Bastante tenemos cada uno con ello, ¡para estos tiempos que corren!

8.- Muchachita del Bosque

- Escucha – le dijo Lobo Grande a Lobo Pequeño -. Y atiende bien. Si por ese sendero que ves ahí, pasa una niña con una cesta y una caperuza de este color – le mostró unas guindas-, ni le hables: ¡Es un ser muy peligroso! Esa muchachita tuvo mucho que ver con el triste final de tu tatarabuelo.

9.- Protesta

- ¿Por qué a este Príncipe no se le ocurrió otra cosa que darme un beso para que despertara – protestaba, muy molesta, Bella Durmiente del Bosque, luego de los cien años que permaneció en su hechizo -. Además, ¡cuándo estaba soñando tan bonito!
- Y, ¿por qué no? – se preguntaba para sí, con maléfica sonrisa, el Hada que lo había creado -. Mi venganza se completaría, si todos creyesen que este cuento tiene un final feliz.

10.- La sonrisa del gato

- ¡No puedo soportar la sonrisa de un gato que me siga a todas partes! – comentaba años después, y entre dientes, la joven Alicia Liddell -. Más de una vez quise abandonar mi sueño. Llegar al momento en que estaba adormilada a la orilla del río, tejer una corona de una cadena de margaritas y no hacerle caso al conejo blanco de ojos rosados que, a voz en cuello, se quejaba de la hora. Sentía que él pasaría a ser más famoso que cada uno de todos los personajes de esta historia que nos narró el reverendo Do…do… Dodgson, así, con toda su tartamudez, mientras navegábamos por el Támesis. Recuerdo, eso sí, que en ese relato inicial no lo mencionaba. Pero, desde que apareció, estaba segura que el Gato de Cheshire sería más famoso que yo. No se lo reclamé y asumo las consecuencias. Pero reconozco que, detrás de esa sonrisa, se asoma Lewis Carroll y no Charles Lutwidge Dogson, su inventor. Ésta ha sido mi pequeña venganza por dejarme en segundo plano, cuando todos sabían lo mucho que me amaba.

11.- La muerte del Conde Drácula

- No pudo soportar la carencia de sangre – les informó el médico a los numerosos vampiros que esperaban el resultado de la autopsia -. Podríamos decir que murió de hambre. Ustedes tendrían que ubicar, y hasta demandar, al inexperto dentista que le implantó este par de colmillos nuevos. No tuvo el cuidado de avisarle de la posibilidad de obturación del succionador, por la coagulación de tanta sangre acumulada de sus últimas cenas.

12.- La confesión

- Escúcheme bien, señor cura, poco me resta de vida: con mis noventa y nueve años, no puedo soportar más este secreto que, desde mis veinte, me ha signado la vida – decía, entre susurros casi agónicos, la anciana al sacerdote que la asistía en su lecho de muerte -. Es algo de lo que me siento culpable. Como si cargara con un enorme pecado, aunque no lo haya cometido directamente. Ni yo, ni mi marido, tenemos los apellidos que ustedes conocen. Yo soy Adela, la hija menor de Bernarda Alba. Él era Pepe el Romano. Cierto que aquella noche, ésa que usted ha visto en el teatro, lograron herir a Pepe. Pero no fue nada grave. Ambos logramos huir y nos mantuvimos ocultos por meses. Hasta que decidimos embarcarnos a Cartagena de Indias, donde cambiamos de nombre, nos casamos y hemos vivido siempre. Sin hijos. Compartiendo, eso sí, ese aciago recuerdo. Hasta su muerte, el mes pasado. Como ve, no es cierto que yo me suicidé. Esa historia la inventó mi madre para que, como ella siempre quiso, no se mancillara el honor de la familia. Puertas afuera, porque adentro fue distinto. Esa noche, todas las mujeres de la casa mataron a La Dolores, la hija idiota de nuestros padres, que la familia siempre ocultó. Nuestra verdadera hermana menor, que era igualita a mí. Fue a ella a la que enterraron. Esto fue hecho por orden de Bernarda y recomendación de La Poncia. Según nos contó, a mi marido y a mí, mi hermana Martirio, que nos logró ubicar antes de partir a América. Claro que, esto, no lo supo nunca García Lorca. Además, al no saberlo, trágicamente, se hace cierto lo que grita mi madre en la obra: “Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen”.

Tomados de "Sucedidos" de Armando Quintero

(*)Nota Al hacer clic en el título de cada uno de los cuentos, tendrá alguna información sobre las obras y los personajes citados en cada texto.

jueves, 17 de junio de 2010

El corazón de Martín Tinajero


Abeja libando, imagen tomada de un blog de apicultura.

"Creo... en las abejas que labraron su colmena dentro del corazón de Martín Tinajero " Fragmento de Mi Credo de Aquiles Nazoa


El corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel. Desde pequeño. Nunca conocí, ni conoceré, estoy seguro, a un ser tan tierno, tan delicado, tan claro de vivir lo que le tocara vivir y, ¡tan hombre! Menos, y perdone que se lo diga, a uno tan religioso como él. Vivía bien lo que fuera, y cristianamente. Nunca le oí quejarse de todos los trabajos y pesares que tiene nuestro oficio. Por muy dolido y enfermo que estuviera, siempre cumplía sus obligaciones de soldado. Tampoco, le sentí demostrar algún temor. Y, conociéndolo como le conocía, sabía que sus miedos los llevaba dentro. Y era tantos, o más, que los que cualquiera de nosotros sentía. Pero, su actitud era tan serena, tan de aceptar el momento que se le presentaba, que nos serenaba a todos. Como si estuviéramos ante Nuestro Señor Jesucristo amando a plenitud la voluntad de Dios Padre. Se lo puedo asegurar a Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, sin temor a equivocarme. Como le puedo asegurar de la luz de este sol que nos ilumina ahora. No sé, eso sí, si todo lo que le diga pueda servirle para su “Recopilación Historial de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada de las Indias del Mar Océano”, esa obra que usted está escribiendo, y que engrandece todos los sacrificios realizados por cada uno de nosotros en la conquista de estas lejanas tierras. ¿Su obra, si mal no lo recuerdo, ya va por el cuarto o quinto libro? ¿No es cierto? Gracias a su esmero, y al apoyo entusiasta de Nuestro Rey. Y, según me han comentado, llegará como hasta un noveno. ¿No es verdad? Bueno, disculpe que me haya desviado de la pregunta que me hiciera. Comienzo. Sepa usted que a Martín Tinajero lo conocí de toda la vida. Fuimos vecinos, casi nacimos y nos criamos juntos. Siempre fuimos amigos, “en las buenas y en las malas”, como se dice. Nuestros padres trabajaban en las mismas y productivas tierras. Como lo habían hecho nuestros abuelos, desde los abuelos de nuestros abuelos. De la fecha precisa de su nacimiento, no tengo ni la menor idea. Nunca la supe. Como, tampoco, sé la mía. Éramos de Écija, la sevillana ciudad de los valles de allá, por las orillas del Río Genil, el principal afluente del Guadalquivir. La conocida “Ciudad de las Torres”, por la cantidad de campanarios que emergen entre sus techos de grises y rosadas tejas. “La ciudad del Sol”, como la llaman. O, “La sartén de Andalucía”, como todos le decimos por sus elevadísimas temperaturas estivales. Disculpe. Me desvié de nuevo. Usted sabrá perdonarlo. Pero, es que la memoria de la tierra donde uno nació como que se nos pega dentro. Y se extrañan sus aromas, sus colores, sus sonidos, sus sabores; sobre todo, cuando se está lejos de ella. Vuelvo a aquello que le interesa a Vuestra Merced, y que fue para lo que vino a preguntarme. Siempre creímos - tanto su familia como la nuestra - que Martín Tinajero iba a ser un franciscano, como usted. O, al menos, un religioso. Sus delicadas manos no eran para trabajar la tierra, salvo para amasar la arcilla. Y, ¡bien bueno que era en la hechura de tinajas! De ahí le viene su nombre - de su oficio - como a muchos de nosotros. También, hacía otras piezas de nuestra cerámica tradicional, de la que se precian mucho los artesanos de Écija. Hay, incluso, parte de sus trabajos en las paredes y columnas de nuestras iglesias. Pero nunca podría decirle cuales. No lo sé. Nunca me lo dijo y, por respeto a nuestra amistad, tampoco se lo pregunté. Supe, eso sí, porque el mismo me lo contó, que un día que estaba arrodillado ante el Santísimo Cristo de la Salud, en nuestra iglesias de San Gil, oyó una voz que le decía: “Tu corazón está destinado a una gran leyenda” Él creyó que le llamaban para la vida sacerdotal y, con esa humildad suya, fue a hablar con el Padre de la Iglesia de Santa Bárbara, donde está la imagen de nuestro Santo Patrono, San Pablo. Por parecerle lo más cercano a esos deseos, ya que este santo, también, había respondido a los llamados de una voz que le sonó de pronto. Él me pidió que le acompañara. Cuando llegamos, yo le esperé fuera. Aquello que iba a resolverse, era sólo entre el sacerdote, él y Dios. Le aseguro a Su Merced, Fray Pedro de Aguado, que Martín Tinajero, desde muy pequeño, siempre fue algo enfermizo. Por ello, a ninguno de los dos nos resultó extraño que, apenas el Padre Superior lo viera, detallara su contextura y, a una, le recomendara la búsqueda, por otros caminos, de la voluntad que parecía señalarle la voz que había escuchado. Así me lo comentó, luego de salir del templo, cuando casi íbamos llegando a nuestras casas. Antes guardó total silencio, que no me atreví a cortarlo. Y, así lo hizo. Le confieso que, tampoco a mí, se me hubiera ocurrido que iba a tomar el mismo camino que tomamos muchos de los jóvenes de nuestra época: la búsqueda de eso que llaman El Dorado. Pero así fue. Juntos nos embarcamos hacia estas tierras. Y, juntos pasamos los primeros temores al irnos acercando cada vez más al borde del horizonte de la mar océano y, luego, ir cruzando el Mar de los Sargazos, a la espera de encontrarnos con los terribles monstruos que, siempre nos dijeron, habitan por esas aguas: ballenas blancas, tiburones azules, pulpos y calamares gigantes, incluso esos horribles seres llamados sirenas. Tengo claro que la mayoría de nosotros llevábamos los ojos puestos en las riquezas que pudiéramos obtener en esa empresa. Nada más, ni mucho menos. El oro, la plata, los diamantes y tantas otras riquezas encontradas, los frutos y animales nuevos estaban ahí, detrás de esos peligros, al alcance de todos, al beneficio de cada uno de nosotros. Para Martín Tinajero, no. Él estaba seguro que encontraría el Paraíso Terrenal en las nuevas tierras. Varias veces me lo dijo. Y, a eso vino. Apenas llegados al nuevo mundo, nos integramos a las huestes de los Hermanos Welser. Bajo el mando de Nikolaus de Federmann. Hicimos la jornada que este conquistador realizó hacia el interior de las nuevas tierras que se iban conociendo. Por lugares aún desconocidos. Partimos de Coro y alcanzamos la región de Río Hacha a mediados de 1536. Le aseguro, Su Merced, que las dificultades fueron muchas, desastrosas. Nos encontramos caminando por enormes y enmarañadas selvas, hediondas ciénagas, desolados desiertos, cumbres altísimas y borrascosas. Ríos enormes, caudalosos y profundos, donde habitan desde unos peces llamados yacaré, cuyos cuerno son tan duros, que no se pueden herir con cuchillo o flechas. En esos lugares, descubrimos, entre otros animales, culebras ponzoñosas, hormigas bermejas, y hasta alacranes, gusanos y arañas enormes, todas cubiertas de vellos y llenas de veneno, cuyo sólo contacto es sumamente peligroso. Y donde hasta los numerosos frutos, salvo que uno aprenda a esperar si lo comen o no las aves, como hacen los pobladores de estas tierras, pueden ser mortales. Y, por si fuera poco todo esto, ¡este calor siempre sofocante!. Se perdió y murió la más gente de sed y de hambre. En medio de tantas penurias, sólo recuerdo el rostro sonriente de Martín Tinajero, quien, a pesar de hallarse enfermo nunca se quejó. Nuestro Capitán le había nombrado nuestro cocinero. A veces, caminaba en búsqueda de comida mucho más que cualquiera de nosotros. Para solucionar nuestras necesidades básicas. En una de estas salidas, le aquejo la enfermedad que tenía y murió de ella. Le enterramos en un hoyo que en invierno había hecho el agua. A vista y muy bien señalado. De modo que, para que a nuestro regreso, fuera avistado y reconocido desde lejos. Esto sucedió como para septiembre de 1536. Ha de haber sido en la región situada al sur del lago de Maracaibo. De eso estoy seguro. Nosotros seguimos avanzando, hasta que Nuestro Capitán Nikolaus Federmann decidió regresar directamente a Coro y ordenó al grueso de la hueste – los pocos, de tantos, que logramos sobrevivir – a que marchase al mando del capitán Diego de Martínez hacia los llanos de Carora. Al regresar, cuando nos acercábamos al lugar donde el cuerpo de Martín Tinajero estaba enterrado, comenzamos a sentir cierto olor muy suave y agradable que ocupaba todo el campo. Como cuando en nuestras tierras se inicia la primavera, y se desatan los aromas de todas las flores. Pero, le aseguro sin exagerar, era mucho más que ello. Tanto era el ímpetu del tal aroma, que se percibía a más de cincuenta pasos a la redonda. Admirados de tanta maravilla, intentamos, pero no pudimos acercarnos a él. Nos lo impedía una colmena completa de abejas, de esas que crían miel. Nuestros asombrados ojos no podían creerlo: las abejas estaban anidadas en su corazón, íntegro aún, que parecía latir como si todavía estuviera vivo. Por eso le digo a Vuestra Merced, Fray Pedro de Aguado, por lo que en el cuerpo muerto de nuestro Martín Tinajero se vio, él era un hombre bienaventurado, un gran siervo de Dios. Claro está que nuestros españoles y su capitán y caudillo llevaban los ojos en el oro, la plata, los diamantes y tantas riquezas que deseaban tener y, por ello, no tuvieron en cuenta este caso, ni siquiera vieron lo digno de llevar su cuerpo para darle eclesiástica sepultura. A mí, al menos, me queda el consuelo de haberle dicho todo lo que sé. Y, sobre todo, confirmarle lo que le decía al principio de todo esto que usted, al preguntarlo, me permitió que le dijera, y para que las generaciones futuras sepan de ello: el corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel.

Cuento de Armando Quintero Laplume. Publicado en Letralia nº 115, 4 de octubre del 2004. http://www.letralia.com/115/letras03.htm

lunes, 14 de junio de 2010

Ahora y otros pequeños poemas


Tomada del album: Ilustraciones de Ricardo Blotta, que firma Blota. http://ricardo-blotta.artelista.com/

Ahora

Sólo porque al pasar,
me miraste y sonreíste:
mi corazón vuela
como un pajarito al viento
con una ramita de olivo.

Ahora,
inquieto, me pregunto:
¿Qué será de él
- pobre pajarito asustado y sin olivo –
cuando al pedirte
si quieres ser mi novia
me respondas que sí?

Corazón esquivo

Dudo
que quieras ver
mis sueños realizados.
Si así fuera,
ya hubieras construido
el más amplio aeropuerto
para que aterricen
todos estos avioncitos de papel
que siempre envío,
escritos para ti:
viva razón de todo vuelo.
No pierdo las esperanzas
que lo hagas,
hoy, mañana, pasado:
cuando el tiempo despeje
- y entibie en algo –
el helado cielo
de tu corazón esquivo.

Esa locura

Hoy supe del amor.
Hoy descubrí
esa locura de estar enamorado
cuando
mirando a través de la ventana
veo una nube
que, sencillamente,
se parecía a ti.
¿Qué iba a hacer?:
La torpeza de todo enamorado:
a riesgo de un regaño
o la seguridad de quedarme sin recreo,
le envié el más sonoro de mis besos,
sin importarme las palabras
que luego me diría nuestra maestra,
en plena clase de Gramática.

Ven, sígueme

Detrás del árbol de limones verdes
- el pequeño que está en el huerto del colegio –
hay un atajo hacia el río.
Ven, sígueme.
Aprovechemos
la hora del recreo
para salirnos hasta allí,
tomados de la mano,
y regresarnos
con el rostro subido de colores
después de robarte un beso.

Avioncito de papel

Mientras la maestra escribía en la pizarra,
hice un avioncito de papel.
En una de sus alas le escribí
“te quiero mucho”
antes de lanzarlo al aire.
Vagó por el aula,
como un pajarito perdido,
buscando aterrizar en tu pupitre.
Pero – pajarito loco - equivocó el camino.
- ¡Lástima! – me delaté gritando.
Es que no me lo hubiera perdonado:
no era el avioncito,
era mi corazón el que viajaba
y él nunca hubiera aterrizado
en el cabello dormido
de Liliana, a quien
ni tú, ni yo, queremos.

Del libro "Un pupitre doble con un tintero al centro" de Armando Quintero.
Publicado en la Separata del Boletín A. U. L. I. Nº 37, 1984-2003, Montevideo, Uruguay.

martes, 8 de junio de 2010

¡Ya es la hora de ir a la escuela!


Ilustración tomada del album "Alicia" del facebook de Javier Marichal

Sarita tenía sus ojos abiertos. Muy abiertos.
Y su cabellera rojiza más ensortijada que nunca.
Desde hacía rato, Sarita estaba despierta en su cama.
Muy despierta.

Daba vueltas para un lado. Daba vueltas para el otro.
Sarita contaba ovejas, como le había enseñado su abuela.
Pero, nada de regresar el sueño.
Las ovejas se le dispersaban por los verdes campos del desvelo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus hermanos.
- Sarita, ¡sí que molestas! Aún no suena el despertador – dijo su hermana.
- Tengo sueño – dijo su hermano – La noche fue muy cortita. ¿Ya es hora de levantarse? – preguntó. Y se volteó hacia la pared para seguir durmiendo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus padres.
- Sarita, por favor, ¿qué haces despierta a las cinco de la mañana? – dijo la madre sobresaltada por la voz de su hija – ¡Acuéstate y déjanos dormir!
- Ten en cuenta que es su primer día de clases. – comentó su padre.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus abuelos.
- Sarita, ¡falta algo para que suene el despertador! – respondió la abuela.
- La noche es joven aún – le comentó su abuelo – Cobíjala un poco más.
Y se abrazó a su almohada para seguir dormido.

El despertador sonó como un montón de palomas alborotadas.
- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – gritó Sarita llena de alegría, y despertó a todos con los aleteos de sus risas.
No necesitó que la llamaran a bañarse, ya estaba lista esperando a su madre.

- Sarita, siéntate bien en esa silla – dijo su madre – Estás medio parada.
- Mastica bien tu pan con mermelada – comentó su abuela.
- Desayuna tranquila – dijo su padre a Sarita – Estamos con sobrado tiempo.
- No te preocupes – comentó su abuelo que, con una caricia y una sonrisa cómplice, le agregó – Yo hice lo mismo cuando fui al colegio por primera vez.

Luego del desayuno y el lavado de sus dientes, su madre la vistió con el uniforme nuevo del colegio e hizo dos hermosas trenzas con su cabellera.
- Sarita, mírate en el espejo – dijo su abuela – ¡Estás preciosa!
- Tu morral tiene todo en orden – comentó su padre, cuando se lo alcanzó.
- Aquí tienes tu merienda – dijo su abuelo – te hice un emparedado especial.

La puerta del colegio era un alboroto cargado de sorpresas.
Muchos niños se apretaban a las piernas de sus padres, temerosos.
Algunos lloraban, obligados a entrar a rastras. Otros se reían.
Sarita miraba todo y avanzó de la mano de su hermana sin decir nada.
Desde lejos, había visto un montón de juegos y juguetes y corrió hacia ellos.

Al regreso, a gritos, demostraba toda la alegría de su primer día de clases.
- Además, hay una tortuga enorme, se llama Lala. Y podemos montar en ella.
Horas pasó contando su jornada hasta que, cansada, se durmió.
- Con tantas alegrías se olvidará de nosotros – pensó su madre al darle el besito de las buenas noches.

- ¡Sarita, levántate que ya sonó el despertador! – dijo su hermana mayor.
- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijeron sus padres, al lado de su cama.
- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – repitieron sus abuelos, desde la puerta.
Sarita apretó en su pecho su almohada en forma de elefante.
- ¿Por qué? – les preguntó a todos – ¡Si ya fui ayer!

Cuento del libro "Sarita" de Armando Quintero

La oveja verde y su hermanita negra


Ilustración tomada de www.taringa.net

En un rebaño nació una oveja verde.

Luego de la sorpresa inicial, sus padres la ocultaron largo tiempo del grupo de ovejas blancas al cual pertenecían.
Al verla tan pequeña y tierna, temían que las otras ovejas la confundieran con un manojo de hierbas frescas traído por el viento y se la comieran.

Fue creciendo obediente, delicada y juguetona.
Con aspecto y parloteo de balar, como para siempre, el idioma de los corderitos.
Algo que muy pocas ovejas blancas hacen en esos lugares donde nadie escucha al otro, sino a sí mismo.

Cierto día, en un descuido, se asomó al mundo por la puerta falsa de un corral y supo que también tenía una hermanita negra.
Era una oveja más pequeña en tamaño. Pero, mucho más grande en travesuras que ella. De una curiosidad inagotable,apasionada de los juegos, capaz de toda clase de preguntas. Y, sobre todo, fascinada de hacerle bromas a las grandes ovejas blancas, que siempre andan alineadas, saltando cercas, a la hora de los desvelos.

Apenas se vieron, se reconocieron. Porque ambas sabían lo que cada una era con la otra. Y se fueron a recorrer mundos.
Escucharon por aquí, hablaron por allá y se sorprendieron por todos lados al descubrir que el universo tiene mucho más que siete maravillas, cinco sentidos y las dos posibilidades de observarlo.

Aprendieron a amar a Charles Chaplin, a Einstein y a Pelé.
A vibrar con Bach, Vivaldi y Rubén Blades.
A sentir a Velázquez, Goya, Van Gogh o a Reverón. Y a disfrutarlos como cuando se lee a Mafalda, Calvin y Hobbes, Olafo y a Charlie Brown.

A recordar las voces y los gestos de Blanca Graciela, Luis Luksic y el Tío Nicolás contando cuentos.
Y a sentir que el corazón y los oídos se encuentran igual de acompañados como cuando escuchan a Sting, los Beatles o las tonadas de Simón.
A disfrutar las cosas más sencillas de Aquiles Nazoa como, también, a las menos sencillas de su credo.
Y, para todos, aprendieron la seguridad de conocer que aquellos que en el mundo han sido, seguirán siendo, por los siglos de los siglos, más vivos en la memoria que de ellos mantenemos.

Por ello, y para ello, alimentan sus relaciones con el asombro, el humor, la ternura, el amor, la bondad, la dignidad y la esperanza.
Y recorren todos los espacios posibles, y aún los imposibles, con esa maravillosa propuesta de narrar sus cuentos.


Del libro "Los Cuentos de la Vaca Azul" de Armando Quintero.

sábado, 5 de junio de 2010

Sarita


Ilustración tomada del blog Frases y Poemas

Sarita es así.
Como es.
Ni más, ni menos.

Sarita tiene su cabellera rojiza, ensortijada y abundante.
Como si frente a nosotros estuviera un divertido león que sólo se alimentara de zanahorias.

Sarita tiene su blanca cara redonda, con abundantes pecas que le dibujan figuras a su rostro.
Como cuando en el cielo aparece la luna completamente crecida, con todas sus manchas al desnudo.

Sarita tiene sus grandes ojos, redondos y azules.
Como si uno mirara el cielo por los binoculares del abuelo, en primavera y sin nubes.

Sarita es así.
Como es.
Y, por si fuera poco, tiene una mirada que parece averiguar cómo eres.

Sarita se peina a su manera.
Con su abundante cabellera suelta.
O, con dos colas de caballo a ambos lados de su rostro, o una enorme trenza sujetadas con mariposas azules.
Naturales, porque las de plástico le provocan alergia.

Sarita viste como le gusta.
- ¿Cuándo se vestirá como la gente? – se pregunta la abuela.
Aunque se sonríe al recordar cómo se vestía ella cuando tenía su edad.

Sarita, a veces, sueña hermosos sueños y ve un país donde habitan una vaca azul, una oveja verde y un caballo multicolor que se alimentan de jardines.
- Anda, Sarita, ¿no vas a seguir contando? – le dicen sus hermanos.
Y Sarita se alegra de parecerse a su abuela cuando habla de sus sueños.

Sarita, también, tiene unos sueños oscuros con unos hombres de uniformes y cascos oscuros, que persiguen los reflejos de una luz diferente en las personas para montarlos en unos trenes oscuros y abandonarlos, largo viaje después, en unos barracones mucho más oscuros todavía.

- Oye, Sarita, eso pasó en tiempos de tu bisabuelo – dice su madre.
Sarita se entristece porque sabe cómo esto pasa, aún, fuera de los sueños.
Y Sarita imagina un universo donde cada uno acepte al otro por lo que es y no por lo que quiere que el otro sea.

Por eso Sarita cuenta de un pequeño unicornio azul con alas que se posa en la palma de la mano como invitándola a dar un paseo por cada lugar del mundo.
- Lo ves o no lo ves – dice Sarita – Es una posibilidad que es tuya.
Y Sarita se alegra porque sabe cómo esto siempre pasa cuando lo deseamos.

Sarita es así, como es.
Ni más, ni menos.
Y uno se pregunta, una y otra vez:
- ¿Cómo sería nuestro mundo sin personas como Sarita?

Y uno siempre se responde:
- Si en algún lugar del mundo no hay una Sarita habría que inventarla, ¿no te parece?

Del libro Sarita de Armando Quintero