miércoles, 13 de mayo de 2015

Alberto y ella




Alberto se miraba en el espejo.

Detrás de él, apareció ella.

Silenciosa como siempre.

Alberto detalló el blanco casi glacial de ese rostro fino y alargado.

Como si una máscara de porcelana lo cubriera.

También observó la elegante capa oscura que caía desde sus hombros.

Dejaba imaginar, más que ver, un estilizado cuerpo, pálido y desnudo, apenas cubierto con un largo vestido, también oscuro.

—No me la había imaginado tan bonita –pensó.

Y se sonrojó ante la idea de que ella leyera sus pensamientos.

Ella lo miraba y parecía sonreírle. Coquetearle, más bien.

Hola –dijo Alberto. Sin voltearse.

Hola –respondió ella.

Estoy viejo. Ya tengo muchos años

—Nunca llegarás a los míos.

                        ¿Vienes a buscarme?

            Ella no le respondió.

            En esos segundos, pesados como años, Alberto recordó a El séptimo sello, la película de Ingmar Bergman que había visto varias veces en su juventud.

Pero también recordó que no estaban en la Edad Media, no habría una Peste Negra tan devastadora, ni brujas, ni Inquisición…

Aunque la inseguridad, tan desbordada en estos últimos años, nos mantiene a todos encerrados desde tempranas horas –pensó. Como si la Peste, las brujas y la Inquisición sólo se hubieran trasladado de siglo.

También recordó que, para colmo, él no sabía jugar ajedrez.

—Te propongo algo –dijo Alberto, mirándola de frente: Juguemos a La Vieja.

Los ojos de ella parecieron ponerse redondos como el dos de oro.

Era evidente que le gustaba el juego.

Después de varias partidas, ella no paró de ganarle.

Es que, como siempre, tú tienes la última jugada –le comentó Alberto.

Perdón, el último silencio –corrigió ella. El más largo de todos. ¿Nos vamos?

Alberto chequeó que todo estaba en orden: el dinero adelantado de dos meses en su sobre, allí sobre la mesa, junto a la carta donde le explicaba a la dueña sobre un largo viaje de negocios, impostergable, que iba a realizar. Y de su posible “no retorno al país”.

Salieron. Al cerrar la puerta, ocultó la llave bajo la alfombra de la entrada al anexo.

Subieron las escaleras. Pasaron la reja de salida a la calle.

Después de cerrarla, desde allí, con un pequeño brinco, lanzó la llave de ésta hacia la pequeña escalera de la casa de la dueña. Como siempre lo hacía cuando se iba de viaje.

Ambos se dirigieron, lentos y seguros, hacia el carro de Alberto, que estaba muy bien estacionado en la acera de enfrente.

Una luna llena los iluminó con todo su esplendor.

Parecían una pareja de enamorados.

Detrás de la celosía de su ventanal, una vecina los vio montarse en el carro azul claro y alejarse, calle arriba, por la urbanización. Sólo comentó para sí:

—Otra vez el viejo verde se va de fiesta con otra muchacha joven.

Texto: Armando Quintero para el Taller de Narrativa Contemporánea.
Ilustración: Foto de la película El Séptimo Sello de Ingmar Berman, tonada de GOOGLE

Venganza



El grito, tan terrible y espantoso que estremeció toda la habitación, aún resonaba en sus oídos. Intentar colgar a su amo del centro de la bóveda de la cúpula del salón de las veinticuatro ventanas, no era para menos. Su voz explicándole al que propuso aquello, capaz de hacer temblar al hombre más intrépido y su desaparición después de ellas, tampoco se apartarían de su mente. Así que, cuando lo llamó, acudió lo más rápido que le fue posible. Allí estaba. No podía creérselo por más Genio del Anillo que fuera. Sus asombrados ojos se resistían a aceptarlo. En un gesto, nada habitual para alguien de su especie, se restregó los mismos con el dorso de sus espantosas manos. Quería asegurarse que no era un sueño o algo mucho peor que eso. El Genio de la Lámpara estaba transformado, desnudo, metido en unas aguas a calor moderado. En un enorme baño de mármol muy fino de diferentes colores, hermosos y variados. Seis esbeltas esclavas y un eunuco lo rodeaban. Friccionaban y lavaban su enorme cuerpo con varias clases de agua de olor. Su piel se veía más clara, tersa y delicada. Su cuerpo mucho más ligero y ágil. Cuando le preguntó para qué lo había llamado, la respuesta se hizo esperar un poco. Mucho más de lo necesario, según lo percibía. Pero aguardó, más por temor que por delicadeza. El interrogado le aseguró que el hijo del sastre Mustafá lo tenía demasiado cansado. ¿Qué?, le siguió diciendo, mucho más que cansado, ¡harto! ¡Con tantos pedidos y deseos, no lo había dejado vivir! ¡Qué maneras de meterse en problemas, además! Todos lo reconocen: desde niño había sido malo, terco y desobediente. Cuando el Mago Africano lo eligió, fue porque, según sus palabras: “Le había parecido un joven sin reflexión y muy a propósito para prestarle aquel servicio.” ¡Todos sabemos cómo terminó esa historia! Ese muchachito, porque no ha dejado de serlo, no cambiará nunca. Más que eso, se agravará con el tiempo. Hizo una pausa en su evidente malestar. ¡Oh, sorpresa! De una, le dijo la causa por la que lo había llamado. Esperaba que, con su complicidad, la de un verdadero Genio del Anillo, podría transformarse en alguien tan igual a él que, ni su esposa la princesa Badrulbudur, ni su padre el sultán, dudarían de que se trataba del propio Aladino, el hijo de la viuda, el que había osado remontar su vuelo hasta el más alto grado de fortuna.

—He de confesarte, como lo habrás notado, que me han resultado verdaderamente divertidos los placeres humanos y pienso disfrutarlos por un largo tiempo. Por seguridad, luego de la transformación, lo mantendré bien encerrado en mi lámpara, donde ya lo tengo y es custodiado por los otros genios. Ellos fueron quienes me solicitaron que me vengara o, al menos, los castigara. Fue demasiada ingratitud la del hijo del sastre devenido en príncipe y, también, la de su esposa por nuestros trabajos y obediencia a sus mandatos. Por ellos ‒dijo, señalando a las seis esbeltas esclavas y al eunuco‒, tranquilo, me aseguré de que nada podrán decir, son mudos y no conocen la escritura de nuestro idioma. Me estoy acicalando y preparando para la primer noche. Y, por supuesto, para la una y mil caricias a las que me entregaré con la Princesa Badrulbudur.

Texto: Armando Quintero, versión nueva de un cuento viejo.
Ilustración: imagen de lámpara se Aladino tomada de Google.

jueves, 30 de abril de 2015

Silencio total




La ciudad dormía entre las agudas puntas de sus torres.

Un hombre y una mujer avanzaban sigilosos por sus calles.

El manto oscuro de la noche los cubría y les permitía moverse sin ser vistos. Sobre él brillaba una luna nueva como una afilada cimitarra

De pronto, el hombre le hizo una seña a la mujer para que se detuvieran. Por una de las calles, al fondo, se acercaban cuatro hombres fornidos iluminados con una lámpara de aceite. Sin mediar palabras, el hombre amarró a la sorprendida mujer con unas cuerdas.

En voz baja, casi en su oído, le habló:

            —Ya sabía yo qué lo de  “sésamo, ¡ábrete!” y “¡sésamo, ciérrate!” nos serviría. Y, no hay dudas de ello. Bien que hicimos al seguir los pasos de mi avaro hermano Cassim hasta la cueva donde escondía todos sus tesoros. Que nunca nos descubriera fue milagroso, o parte de ese descuido proverbial que se le atribuye a los tacaños —comentó Alí Babá a su fiel esclava Morgiana. ¡Se lo agradezco a Alá todopoderoso! Como siempre le agradezco a mi abuelo que fuera tan buen fabulador y me entrenara en ello desde pequeño. Así, logré inventar lo de la cueva de los cuarenta ladrones. Con detalles tan vivos y convincentes como para que todos los vecinos, incluso Cassim, lo creyeran. Agradezco tu gran ayuda. Eso sí, debo confesarte que, con el abuelo, aprendí a ser muy cuidadoso de la suerte. Por ello, reparto del tesoro con los vecinos. Y me aseguro que no nos harán preguntas. Pero, hay algo más. Lo lamento. Nunca he desconfiado de ti, es sólo que alguien puede hacerte hablar demasiado. Ya inventaré una historia para explicarlo: ¡He ordenado que te corten la lengua!

Los cuatro hombres terminaron de acercarse.

La cimitarra de la luna nueva tembló en medio del manto de la noche.

Texto: Armando Quintero, versión nueva de un cuento viejo. Ilustración: imagen de portada de Las mil y una noches.
 

domingo, 26 de abril de 2015

Una cabeza que se asoma detrás del sofá (segunda versión)




La suegra dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores para llevar al cementerio a la tumba de su propia hermana y de su madre, porque hoy era fechas de muertas. Sí, ya tendrá que comprarlas ella, las benditas flores. Como siempre, la suegra dirá que se le olvidó porque ha tenido mucho trabajo y gastos. Más que suficientes, con los nuevos arreglos que están haciendo en la casa. ¿Sabrá que hay que desmontar las puertas para pintar y, sobre todo, atender muy bien a las personas que trabajan en casa de uno? La mañana estaba diáfana, como regalada para sentirse bien. Se puso de pie y abrió el balcón para luego iniciar la preparación del más que abundante almuerzo. ¡Qué fiesta, qué fresco hacía! Siempre tenía esa impresión cuando, con el leve chirrido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par la ventana del balcón y salía hacia el aire libre. ¡Qué fresco, qué calma sentía! Más silencioso que éste es el aire a primera hora de la mañana, luego de una buena noche con Raúl, su marido. Entonces se le cruzó lo que habló con Ernestina, molesta, porque estaba harta del abuso de esos viejos, tanto, que si los hubiera conocido antes, no se hubiera casado. Vienen siempre sin avisar,  a que uno les sirva el almuerzo, la merienda y, también, a llevarse algo de comer como para dos o tres días. Porque a su suegra, ella misma lo dice y lo repite hasta el cansancio, no le gusta cocinar. Sin embargo, una sensación recorría su cuerpo, mientras estaba de pie ante el balcón abierto. No era el aire fresco. Algo iba a ocurrir en esa casa. Lo que nunca pensarías tú, no es necesario que te lo jure, es que Antoñito, con toda la inocencia de sus cuatro años, asomaría la cabeza detrás del sofá donde estaban sentados los suegros recién llegados, esperando que les invitaran a pasar al comedor, y dijera, a toda voz:

—Abuelos, ayer mamá le dijo a Ernestina que está harta de ustedes y que si los hubiera conocido antes no se hubiera casado con papá.

Texto: Armando Quintero. Ejercicio: escribir un texto narrativo en estilo indirecto libre sobre el tema Un hombre o una mujer vive un momento incómodo ante sus suegros. Realizado  para presentar en el Taller del Profesor Fedosy Santaella del Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015 que venimos realizando.  Ilustración: Niño detrás de un sofá, tomada de GOOGLE del blog de  gettyimages, Autora de la fotografía, Lisa Mckelve.

jueves, 23 de abril de 2015

Ante la enorme puerta




            Su abuelo siempre le había contado de aquella enorme puerta, antigua y  bien cerrada.   Enclavada en la montaña. Esa que se eleva en medio de un extenso valle atravesado por el río que baja desde su cima, el mismo río que casi bordeaba nuestro pueblo, le había dicho, Todos los que sabían sobre ella, estaban seguros que, dentro de la montaña, había algo oculto. Pero nadie, nunca, había encontrado la llave que permitiera abrirla. Aunque intentaron hacerlo por todos los medios y con todos los recursos, sin lograrlo. La puerta, había resistido los embates. Ni con palabras mágicas, ni con ensalmos y menos con oraciones, la antigua puerta fue abierta por nadie. Una vez, siguió diciendo mi abuelo, una pareja de enamorados que venían bajando la montaña, después de subirla desde su otro lado,  siguiendo el delgado curso del río en un verano intenso, encontraron en una de sus orillas, debajo de una piedra que reverberaba, un viejo manojo de llaves. Cuando, por fin, llegaron al pie de la antigua puerta cerrada, comprobaron que una de las tantas llaves calzaba perfectamente en su cerradura. Al abrirla, se encontraron con una habitación iluminada que tenía una mesa pequeña con una llave en su centro y otra puerta cerrada a su fondo. Abrieron la nueva puerta y, otra vez, una habitación iluminada, una mesa, una llave, otra puerta cerrada. Continuaron desde allí, hasta abrir cuatrocientas noventa puertas más. Agotados, en común acuerdo, los enamorados decidieron detener su recorrido. Juraron, mutuamente, parados ante esa última puerta no decir nada de nada, a nadie. Se regresaron y cerraron con su llave la cerradura de la puerta enclavada en la montaña. Luego, se acercaron a las orillas del río, en su sitio más caudaloso, y lanzaron la llave al centro profundo de sus aguas. Muchos años después, la mujer, en su lecho de muerte, le contó esta historia. Los ojos del abuelo mostraron un brillo.

—¡Qué lástima!—me comentó. Detrás de la antigua puerta cuatrocientos noventa y uno hubieran encontrado el verdadero Jardín del Edén. Eso sí, no puedo decirte cómo lo supe.
 
Texto: Armando Quintero. Ejercicio para presentar en el Taller del Profesor Fedosy Santaella del Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015 que venimos realizando.  Ilustración:  detalle de una puerta antigua tomada de Google.

domingo, 19 de abril de 2015

Una cabeza que se asoma detrás del sofá



 
Su suegra le dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores para llevar al cementerio a la tumba de su propia hermana y de su madre, porque hoy era fechas de muertas. Sí, ya sé –pensó– terminaré comprándolas yo porque, como siempre, luego me dirá que ha tenido mucho trabajo y gastos, más que suficientes, con los nuevos arreglos que están haciendo en su casa, que había que desmontar las puertas para pintar y, sobre todo, atender muy bien a los obreros. ”Más que atenderlos, vigilarlos, porque el ojo del amo engorda al ganado”, le agregaría su suegro. Y entonces pensó: qué mañana diáfana, como regalada para sentirse bien. ¡Qué fiesta! ¡Qué fresco! Siempre tuvo esa impresión cuando, con el leve chirrido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par la ventana del balcón y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calma! –se dijo– ¡Más silencioso que éste, desde luego, es el aire a primera hora de la mañana, luego de una buena noche con mi marido! Pero, no, claro que no, Ernestina. Estoy harta del abuso de esos viejos. Tanto, que si los hubiera conocido antes, no me caso con él. Vienen siempre sin avisar,  a que uno les sirva el almuerzo, la merienda y, también, a llevarse algo de comer como para dos o tres días. Porque a su suegra, ella lo dice y lo repite hasta el cansancio, no le gusta cocinar. Sin embargo, con la sensación, mientras estaba de pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir este día.

—Lo que nunca pensé, Ernestina, no es necesario que te lo jure, es que Antoñito, con toda la inocencia de sus cuatro años, asomara la cabeza detrás del sofá donde estaban sentados mis suegros y les dijera a toda voz:

—Abuelos, ayer mamá le dijo a Ernestina que está harta de ustedes y que si los hubiera conocido antes no se hubiera casado con papá.

Texto: Armando Quintero. Ejercicio: escribir un texto narrativo sobre el tema Un hombre o una mujer vive un momento incómodo ante sus suegros. Realizado  para presentar en el Taller del Profesor Fedosy Santaella del Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015 que venimos realizando.  Ilustración: Niño detrás de un sofá, tomada de GOOGLE del blog de  gettyimages, Autora de la fotografía, Lisa Mckelve.

viernes, 17 de abril de 2015

Dos comentarios y un cuento

DE ARMANDO QUINTERO A CHARLES CHAPLIN
Cuando el hombre, como el abuelo, aprenda a leer en el libro de la lluvia, a reconocer en los astros su morada primigenia, a sumar que no a dividir y a convocar siempre la vida, por encima de toda muerte, entonces habremos comenzado en verdad a convertirnos en seres con pensamientos mágicos y en gente capaz de restituirle a esta triste planeta su condición jardinera, su dimensión de finita estación solar, su rúbrica de amor enastada en el bajel de la eternidad. Y en ese espejo sideral, por primera vez, nos reconoceremos como hermanos, capaces de desplegar en el viento el secreto de esa flor de sonrisas sembrada en el corazón de los abuelos y los niños.
 
Mery Sananes
 
 
 
¿QUÉ HACES, ABUELO?

La abuela asevera que Sarita se parece mucho a su abuelo, en casi todo.

Mira, es como si él hubiera nacido de nuevo, pero con faldas – le dice, al alcanzarle una foto vieja - Ni más, ni menos.

Sarita piensa, al ver la foto de su abuelo cuando niño, que es verdad. Y lo disfruta.

El abuelo de Sarita tiene unas cejas pobladas y un bigote canoso y abundante. Como si al frente tuviéramos a Groucho Marx, en persona, teñido de blanco.

¿Qué quieres ahora? – le pregunta el abuelo, al sentir que los dedos de Sarita restriegan sus cejas y bigote y, luego, mira con cuidado su mano.

Nada. Sólo quería saber si los tenías pintados.

Una tarde lluviosa, el abuelo estaba muy cerca del ventanal abierto de la sala.

¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, que lo observaba desde hacía rato.

Escucho el libro de la lluvia – respondió el abuelo, con una sonrisa.


¿Escuchas un libro? Un libro se lee, por tanto se ve y no se escucha.

Ven, acércate y ponle mucho cuidado a los sonidos – sugirió el abuelo.

Y Sarita aprendió que las gotas de lluvia no suenan igual al caer sobre el agua, sobre las hojas de los árboles, las baldosas, el cubo de basura o los cristales.

Abuelo, ¡es música! – dijo Sarita, asombrada – La lluvia tiene una orquesta.

Una noche de luna, clara y estrellada, el abuelo estaba en el centro del patio.
Miraba al cielo y hablaba entre dientes.

¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, acercándose.

Llamo a las estrellas por sus nombres.

Y Sarita aprendió, primero, a reconocer a las estrellas porque titilan. Supo dónde están Sirius, Aldebarán, Arturo, Cástor y Pólux. Y supo de la Estrella Polar, y del nombre de muchas otras que ya ni recuerda. Luego aprendió a distinguir a algunas constelaciones.

Una mañana el abuelo estaba en la mesa de la cocina, como sacando cuentas.

¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita, al verlo.

Estoy tratando de resolver un problema sin dividir.

¿No me digas que no sabes dividir?

Si. Pero no me gusta. Y si puedo evitarlo, prefiero no hacerlo.

La manga siempre larga de la camisa del abuelo estaba recogida. Sarita vio, por primera vez, algo que nunca había visto. En el brazo de su abuelo había unos números tatuados.

Sarita recordó esos sueños que a veces tenía, con los hombres de uniformes y cascos oscuros que persiguen los reflejos de una luz diferente en las personas.

¿Qué haces, abuelo? – preguntó Sarita - ¿Porqué los ocultas?

No, Sarita. No los oculto. Les pongo un velo para que la muerte sepa que no la olvido pero, siempre, voy a enfrentarla con más vida.

Sarita aprendió así del humor resistente, como una flor de sonrisas, de su abuelo. Supo de la ternura de su caminar y de lo constante y solidario de su hacer.

Y supo por qué, desde que vio una película muda de Charlie Chaplin, sintió que su abuelo se parecía, en casi todo, a él.



ARMANDO QUINTERO LAPLUME
Cuentos de la Vaca Azul

lavacazul@gmail.com
Armando

No todos tus cuentos me gustan por igual. Y así debe ser. Sólo que hay algunos especialísimos, donde toda tu magia, tu sabiduría y tu amor, se te salen a rienda suelta. Y este cuento es uno de ellos. Tal vez porque siempre imaginé el libro de la lluvia, porque siempre he querido aprender a nombrar las estrellas, porque siempre he soñado en no tener que dividir. Y porque todos los días trato de parecerme más a ese abuelo, para que mis nietos algún día me recuerden así, como lo hace sarita. Torpe para las cosas útiles, difícil para cumplir un horario y llenar un formulario, pero siempre intentando leer el libro de la vida que está allí frente a nosotros aguardando que comencemos alguna vez a encontrar nuestro propio abecedario.
 
Mery Sananes

Tomado del blog http://embusteria.blogspot.com/2006/05/embusterias-de-abuelo_29.html