lunes, 2 de febrero de 2015

Pacto



Aquella mañana del primero de septiembre de 1659, la tormenta había pasado.
En el norte de la isla, un zamuro revoloteaba sobre la playa. En su vuelo incesante, su sombra se alternaba sobre la arena, sobre el mar, sobre las viejas huellas de unos pies descalzos, casi borradas, que avanzaban un largo trecho por el arenal. La bandada de pequeños pájaros azules volaba de rama en rama. Y se ocultaban entre los árboles que subían la montaña de la isla hasta convertirse en una selva, cada vez más tupida, a medida que se ascendía.
En el sur, un hombre luchaba por alcanzar la orilla. Con la tormenta, una enorme ola lo arrancó de la cubierta del barco que timoneaba y lo metió en el mar. Aunque nadaba muy bien no lograba librarse de la fuerza de las olas para tomar aire, aguantarlo y seguir nadando hacia la playa que había avistado. Ya estaba por abandonarse a su mala suerte cuando una ola, tan grande como la que lo puso en medio de las aguas, lo arrastró casi hasta la orilla. Cuando sus pies tocaron fondo, se paró y se quedó quieto un momento para recuperar el aliento mientras la ola se retiraba. Y corrió con las pocas fuerzas que le quedaban, temeroso que el reflujo de la ola lo retornara al mar. Al salir del agua, el náufrago se tumbó en la arena. Y, el cansancio lo durmió.
En tanto, el zamuro descansaba sobre las ramas de un tronco seco que sobresalía en un recodo. Luego de un largo rato, remontó vuelo hasta una altura donde divisaba la isla completa. Y su graznido resonó en el aire. La bandada de pájaros azules voló al otro lado de la isla y permaneció oculta entre los árboles. Aguardando. El náufrago se despertó y comenzó a caminar.
No veía ninguna huella a lo largo de la playa. La soledad del lugar era evidente. Un pequeño pájaro azul voló sobre su cabeza y se posó a su vista, sobre la rama delgada de una planta.
La planta sobresalía entre un metro a metro y medio en el borde del monte. Tenía unos frutos verdes y unas hojas parecidas al perejil. El pequeño pájaro azul, como si lo invitara, picoteó varias veces a uno de aquellos frutos y algunas de sus hojas. De inmediato, se adentró entre los árboles para perderse de vista. La bandada completa le aguardaba agradecida.
El zamuro graznó otra vez desde las alturas. La bandada llegó hasta un claro entre los árboles y desde allí voló hacia el norte de la isla. El náufrago se acercó a la planta, arrancó unos frutos, unas hojas y las masticó para sorber su jugo. No era sabroso pero calmaban su hambre y su sed.
Descansó unos minutos. Un olor a ratón invadía el sitio.
Casi una hora después, a lo lejos, divisó las huellas de unos pies descalzos, casi borradas, que avanzaban un largo trecho por el arenal. Una sonrisa se dibujó en su rostro y siguió tras ellas.
Sintió el cansancio, un mareo súbito, un malestar de vómito, el hormigueo que le subía desde las piernas y cayó. Quedó tendido boca arriba. Paralizado, pero consciente.
Sus ojos divisaron un ave negra que volaba allá arriba, como mirándolo en un cielo sin nubes.
Unos pasos más allá terminaban las huellas. Justo donde estaba un esqueleto picoteado por un ave de rapiña e iluminado por el sol.
El zamuro inició su danza de muerte: trazó un primer círculo en el cielo, un segundo círculo y, con el tercero, se lanzó en picada directo a los ojos del paralizado. De inmediato, sus garras y su pico destrozaron el vientre del náufrago para comerse sus entrañas. Las aves tenían un pacto de vida: el zamuro  no atacaría a la bandada de pequeños pájaros azules si estos lograban engañar a todo aquel que llegara a las playas de esa isla.

Texto e ilustración: Armando Quintero. Ejercicio para el Taller del Profesor Fedosy Santaella en el Diplomado de Narrativa Contemporánea 2015 que venimos realizando.

miércoles, 14 de enero de 2015

... ni cuatro sin cinco

 
  
Texto e ilustración de Armando Quintero
PERTENECE AL LIBRO: UN PUPITRE DOBLE CON UN TINTERO AL CENTRO
 
Nota para los lectores:
este es el quinto poema ilustrado, continúo creando más ilustraciones.  
Hasta completar la totalidad de los treinta textos que integran el libro.  
Es decir, los dejo con las ganas de leer los otros poemas.

martes, 13 de enero de 2015

... Tampoco deja de haber tres sin cuatro

 
 
Texto e ilustración de Armando Quintero
PERTENECE AL LIBRO: UN PUPITRE DOBLE CON UN TINTERO AL CENTRO


Y, como no hay dos sin tres: otro poema narrable.

 
 
Texto e ilustración de Armando Quintero
PERTENECE AL LIBRO: UN PUPITRE DOBLE CON UN TINTERO AL CENTRO

Otro poema narrable

 
 
Texto e ilustración de Armando Quintero
PERTENECE AL LIBRO: UN PUPITRE DOBLE CON UN TINTERO AL CENTRO

sábado, 10 de enero de 2015

Un poema narrable

 
Texto e ilustración de Armando Quintero
PERTENECE AL LIBRO: UN PUPITRE DOBLE CON UN TINTERO AL CENTRO


jueves, 9 de octubre de 2014

Seguir al corazón


              No sé cómo contarte esto, ni qué otro nombre ponerle a esta historia.
            Te comento que, sencillamente, seguí unos corazones. Hace ya bastantes años. Más de sesenta, tal vez. Aquí tienes el cuento completico.
            A tu abuela la conocí cuando ella llegó al salón, unos minutos antes de comenzar nuestro tercer o cuarto día de clases.
            Sexto Grado ya había entrado al aula y ella pidió permiso para hacerlo.
            Al escuchar su voz, la miré. Era “la nueva”, la que venía por primera vez a este colegio y la maestra estaba esperando. Y era tan hermosa como ahora.
Durante toda la clase, ella me miraba. Y yo, también, la miraba.
Ambos, como haciéndonos los distraídos, por supuesto.
¡Nunca demoró tanto la hora de salir al recreo.
Ni la salida al patio. Por su apellido, ella salía entre los primeros.
La encontré a la sombra del jazminero más grande. Sola.
De pronto, ella me dijo algo. Yo, también.
Nunca hemos podido recordar qué fue lo que nos dijimos. Pero, poco a poco, las conversaciones nos acercaron cada vez más.
            Y comenzamos a encontrarnos fuera de los horarios anteriores.
Nunca nos faltaron argumentos para hacerlo: estudiar para un examen, ir a la biblioteca pública, adelantar materias, realizar un trabajo de equipo…
Un día llegamos antes de hora y nos fuimos hasta el café que estaba en la esquina de nuestra escuela. Hasta una mesita que quedaba al fondo.
Ella se había enamorado de mí. Y yo de ella, también.
Ella esperaba que yo se lo dijera. Pero nada. Yo no sólo parecía tímido. Lo era. Muy tímido. Demasiado.
Ella recordó que un día le había comentado que mi abuela siempre me decía: “Hay que seguir al corazón, lo que te dicta el corazón”.
Y se le ocurrió la idea.
Ella, como siempre, llegaba antes que yo a la mesita del café.
Aquella tarde, desde la entrada, vi que ella no estaba allí.
Y me fui a sentar en la silla. Para esperarla. La silla que miraba hacia la entrada, como siempre. Me encontré una pequeña nota en la mesita, debajo del servilletero. La leí. “¡Sigue los corazones!”, decía. Reconocí la letra de ella, inconfundible en sus casi garabatos.
Desde la vieja mesita hasta la entrada, vi que había unos pequeños corazones que había pasado por arriba, sin mirarlos siquiera. Eran casi del tamaño de una uña del dedo pulgar.
Como un mensaje que quería ser como clandestino. O parecerlo.
            Desde allí, hasta la acera de enfrente, cada tanto, más corazones.
            Muy visibles ahora para mí. Luego seguían por la pared de nuestra escuela, por los pasillos y las escaleras, hasta llegar al salón de clase.
            Al entrar, ella estaba en su lugar de siempre.
            En el puesto donde me sentaba, sobre una pequeña barra de chocolate, otro corazón. Yo le sonreí. Ella, también.
            Partí la barra de chocolate por la mitad y le alcancé uno de los trozos.
            Ambos nos comimos las dos mitades, lentamente, sin decir palabras.
            Y cuidándonos que la maestra no nos descubriera.
            De pronto, sonó la campana. Al salir al recreo, ella estaba esperando bajo el jazminero. Con el corazoncito de papel sostenido en mi mano izquierda tomé la mano de ella. Noté que allí, también, había otro corazoncito.
            Y le sonreí de nuevo. Ella también. Presioné su mano por unos segundos. Y la miré a los ojos: ¡profundamente hermosos! Ella me devolvió la mirada. Y presionó mi mano. Sin una palabra por lo que estaba ya dicho.
            Ambos nos fuimos a caminar por los pasillos tomados de la mano. Y, luego, hacia el salón de clase. Los corazones de ambos latían. Los de papel, también.
            El aroma de los jazmineros del patio de la escuela revoloteaba en el aire.

            Nítido, como el arrullo de las dos palomas que se oían desde los tejados.

Texto: Armando Quintero (una versión nueva de un cuento viejo) Ilustración: pintura de Joan Miró