jueves, 17 de marzo de 2011

Los inicios de una amistad (primera parte)


Foto antigua de la Plaza 19 de abril de Treinta y Tres. Tomada del Portal Olimar virtual.com




1

Fue una amistad que iniciaste al llegar, cuando se te escapó una gallina.
Habías venido del campo, a esa nueva casa, con tus padres y tu hermana. Tu padre intentaba mejorar en lo económico e iniciaba un nuevo empleo en la ciudad.
Estabas ayudando a descargar la mudanza, que fue transportada desde la estancia en tres carretones tirados por caballos.
Una de las gallinas se te escapó cuando la intentabas meter en el nuevo gallinero. Y se te disparó para la casa de enfrente.
 ¡Buena que te quedó! –te comentó una vecina. Y te agregó, casi en secreto: Esos viejos son medio locos, es posible que ni te la devuelvan.
Te acercaste temeroso. Veías a los ancianos por el cerco de la casa.
La mujer vieja parecía esperarte. El hombre, que se había adentrado hacia los fondos del jardín, reapareció, con la gallina atrapada entre las manos. Y te la alcanzó, sin decirte una palabra.
 ¡Muchas gracias! –le dijiste, mientras le sonreías al recibirla.
Los miraste de frente. La mujer era una vieja poquita, suave, delgada, modosita. Con buenas ropas, aunque algo gastadas. Un gran pañuelo blanco, cuidadosamente amarrado a su cabeza, le cubría el cabello. El hombre, mucho más alto que ella, de elegante porte y una blanca cabellera cuidada, se notaba fuerte, muy fuerte. Y no tan descortés como lo aparentaba. 
Y pensaste para ti: “¡Ni medios locos se ven!”. 
– ¡Qué no se repita! –oíste que te dijo el anciano, como única respuesta.
 ¡Se lo aseguro, señor! –le respondiste. Y cruzaste la calle.
– Tuviste suerte –comentó la vecina. Son unos viejos raros. No saludan. No hablan con los vecinos. Ni dejan que los niños se les acerquen.
No le respondiste, sólo pensaste:”Ya veremos si son tan así”.
Guardaste la gallina con mucho cuidado y continuaste con la descarga de la mudanza. De vez en cuando mirabas hacia la casa de enfrente.
Como a eso de las cinco de la tarde, ya estaba todo arreglado y tu madre preparaba la cena. Saliste con tu hermana a jugar en el cordón de la vereda. En medio de los juegos, volviste a mirar hacia la casa de los viejitos.
La mujer regaba el jardín. El hombre hacía lo mismo en la huerta.
Recogían el agua de un pozo, en sendos baldes, que distribuían entre los canteros y camellones, con cuidadoso esmero.
Algo más tarde, observaste que entre las abundantes rosas del cerco de la entrada a la casa, se veía a la anciana. Te pareció que ella te sonreía.
En las semanas siguientes, tú y tu hermana averiguaron.
Y descubrieron mucho más sobre aquella pareja de ancianos.
Eran hermanos, solteros. Parecían no tener hijos. No iban a tener nietos.
Ella cultivaba el jardín más grande y cuidado de la ciudad.
El anciano había sido un barbero de prestigio en “La Capital” y estaba jubilado. Cuidaba la huerta con esmero y colaboraba en la atención del jardín.
Una tarde no pudiste más:
– Se ven muy solos –comentaste.
– ¿Qué decís, quiénes se ven solos? –preguntó tu hermana que estaba entretenida peinando una de sus muñecas.
– Ellos, los viejitos de enfrente.
Más tarde, regresaste con una idea firme sobre aquello.
– Dicen que las parejas que no tienen hijos, los adoptan –comentaste.  .
            – Nosotros tenemos nuestros padres… –te respondió tu hermana.
            –…Nadie dice nada de abuelos para nietos –seguiste.
            – Pero no nos darán papeles –te respondieron.
            – Ni los necesitamos. Es una adopción de corazón a corazón.
            Aquello quedó decidido. Y así lo harían.
Desde ese día, ambos se lo prometieron entusiasmados: los dos viejos dejarían de estar tan solos, a como diera lugar.
– Seremos sus nietos, aunque ellos no lo sepan –te dijo tu hermana.
– Y ellos, nuestros abuelos del corazón –le agregaste.
A la mañana siguiente, entre las rosas del cerco de la entrada a la casa de enfrente, la anciana te hacía señas para que te acercaras.
– ¡Buenos días, m´hijo! –te saludó. Esto es para que se lo entregue a su mamá.  De regalo –te agregó, mientras te alcanzaba un ramo de flores.
– ¡Muchas gracias! –le respondiste al tomarlo entre tus manos.
Convencido de que los corazones de ambos habían iniciado su trabajo.
Al otro día, tu madre te envío a llevarle un arroz con leche, en uno de los tazones grandes, que había hecho para la familia.
– Hay que ser agradecido con la anciana de la casa de enfrente –te dijo. Este ramo adorna muy bien la casa.
“Y su sabroso aroma, la inunda hasta en los sueños” –pensaste.
Cuando salías, le pediste a tu hermana:
– ¡Acompañame, no quiero ir solo! –y mientras cruzaban la calle, casi en secreto, le dijiste: Nuestro plan está dando buenos resultados…



Fragmento de la novela Cuando tu mundo era tan pequeño que aún cabía en una tacita de plata   
de Armando Quintero Laplume

Los inicios de una amistad (segunda parte)



Antigua campana de la estancia del 13. Tomada del Portal Olimar virtual.com





2

            Tu hermana golpeó las manos.
Por la ventana, frente al portón de la entrada a su casa, la anciana asomó su cabeza y les sonrió.
            La mujer secó sus manos en el delantal y, agradecida, tomó el tazón.
            – Pasen, por favor –les dijo. Les mostraré mi jardín. Otro día, él lo hará con su huerta –les agregó por el anciano, que se veía al fondo, fumigando un cantero grande, con tomateras muy ordenadas. Ahora está muy ocupado.
En los días siguientes, descubrieron que los ancianos tenían una casa toda llena de objetos maravillosos. De cuentos.
Como lo eran sus mesas y sillas de cedro, labradas, en la sala. Unas viejas lámparas de pié y de mesa. Un enorme reloj de péndulo que, con sus sonoras campanadas, indicaba las horas correspondientes. Unas viejas camas de hierro. Un arcón antiquísimo, con revistas de hojas amarillentas por el pasar del tiempo…. Y libros, muchos libros, en unas enormes bibliotecas de caoba que iban del piso al techo.
La abuela, en las tardecitas, se sentaba en un pequeño y pesado taburete pintado de blanco. Luego, los llamaba para acomodarlos en cada una de sus rodillas. Y les narraba historias sobre las constelaciones, la luna, el sol, las estrellas, el recorrer de los ríos, el paso de los vientos, los cambios de las nubes y hasta de los sonidos del silencio.
A veces, desde su mecedora, el abuelo les leía o les contaba cuentos.
Y les hablaba de cuando los blancos y los colorados pelearon en la Guerra Grande y él sólo tenía diecisiete años recién cumplidos… O, de las dos Guerras Mundiales con sus batallas, persecuciones y el uso de armas nuevas y poderosas. Y ustedes se lo imaginaban en el frente de batalla, heroico.
También, aprendiste a amar la música que hay en las hojas de los árboles movidas por el viento, en las gotas de la lluvia y en las sonoras aguas que corren por las cunetas. A diferenciar los cantos de los pájaros, el croar de las ranas y el chirrido de los grillos. A apreciar las palabras y el valor de los silencios...  Incluso un día – casi me olvido de decirlo a proteger a los sapos y a las lagartijas, que allí proliferaban por doquier.
– En esta casa no se mata a ninguno de ellos –les dijo el anciano, mientras señalaba a dos sapos y una lagartija que estaban cerca. Ellos son los amigos de la huerta y el jardín. Ni siquiera se los maltrata, ¿entendieron?

            Una tarde, sentado en la acera, leías un libro ilustrado.
 ¿Qué lee? –te preguntó el anciano, acercándose.
– La maestra recomendó “Don Quijote de la Mancha para niños”.
 ¡Qué disparate! Eso, por más bonito que se vea, no es la obra de Cervantes. Cuándo aprenderán las maestras que a los niños no hay que darles lecturas adaptadas. Cuesta trabajo, pero hay que seleccionar bien los pasajes. El que adapta, como el traductor, es traidor.
            Molesto con lo ocurrido, te llevó a una de sus bibliotecas y de allí tomó uno de dos enormes libros con tapas de cuero que sobresalían entre todos. Era una edición muy antigua, con los grabados de Gustavo Doré.
            Te habló y te habló sobre un hombre flaco montado en su caballo, tan viejo como él, que salía al mundo en busca de aventuras. Y sobre su vecino bonachón y gordo que lo acompañaba con su asno.
             ¿Cómo Platero, abuelo? –preguntaste emocionado.
            Y te leyó el inicio del Capítulo VIII de la Primera Parte de las aventuras del Ingenioso Hidalgo de La Mancha: la de  los molinos de viento.
Y, desde ese día aprendiste a escuchar – luego a leer – fragmentos de Homero, Dante, Goethe, Shakespeare… A disfrutar La Biblia y a emocionarte con el Popol Vuh.
            Así supiste que, al escuchar o al leer poemas y cuentos, la vida de cada uno se colorea con ellos. En cualquier espacio y en cualquier momento. Como lo sabemos desde el inicio de los tiempos. Por más blanco o triste que sea el pueblo donde a uno le tocó vivir.
            Y, con ellos, uno no se enferma ni se torna gris. Como le sucedió a María, la niña que estaba gris porque nadie le había mostrado la posibilidad de colorearse de poemas y de cuentos. Sí, la niña de la historia de Jairo Aníbal Niño, que unos años después te aprendiste para narrar en el vuelo, cuando viajabas invitado a la Feria del Libro de Bogotá.
Tú en aquel momento, en cambio, sólo tuviste la alegría de saber que uno se vuelve como una simple lluvia de múltiples y tenues arco iris. Tan maravillosos que se humedecen y refrescan desde tu propio corazón con las palabras de otro.
Y supiste algo más.
Supiste que la vida no es sólo cuentos y poemas.
Pero que, más allá de todas las situaciones tristes o alegres que a uno le toquen, vivir su vida, es el más hermoso de los cuentos.


Fragmento de la novela Cuando tu mundo era tan pequeño que aún cabía en una tacita de plata    
de Armando Quintero Laplume

miércoles, 27 de octubre de 2010

Tres textos más de "Luna siempre es luna"

Ilustración de Armando Quintero


La luna vino al jardín

La luna vino al jardín.
A paso raudo, atravesó
el sendero, hasta el fondo.
Y se detuvo, sonriente,
sobre la pequeña rosa
tierna, recién nacida.
Su manto de luz la rozó
más suave que una caricia.
Y la flor tornó su blanco
brillante como la luna.

Luna en la laguna

Una estrella miró inquieta.
La luna vino a bañarse
esta noche de verano..
Desde la rama de un árbol,
giró y se lanzó en picada
al agua de la laguna.
¡Un sacudón de las aguas
con la inquietud de los peces
y un revuelo de pájaros
anunció su refrescada!

La luna como una flor

Hoy la luna anocheció
tras los campos arados.
Bonita, oronda, brillante.
Parecía una flor,
Además, varias estrellas
le giraban alrededor.
Como abejas por néctar,
Como insectos por su luz.
-¡Tendremos buena cosecha!-
dijo la voz del abuelo.

lunes, 4 de octubre de 2010

Algunos textos de "Luna siempre es luna"

"Luna cacheireada nº 16" Ilustración de Armando Quintero



La luna se sentó en mi silla

La luna  se sentó en mi silla.
Me miró. La miré. No habló.
Tampoco le dije nada.
Le alcancé un vaso con agua
y un gran trozo de pan tierno.
Bebió, Comió. ¡Pobrecita!
Agradecida subió sobre los techos
y, desde arriba, sonrió.
Con su luz bien recargada.
¡Qué hambre y sed tenía!


Veo pasar la luna

Me asomo por la ventana
y veo pasar la luna.
¿Es la uña de un gato, a veces?
¿Un trocito de manzana,
cuando los corta la abuela?
¿O el gran tambor de un payaso
que gira su recorrido?
Así la veo. ¿Tú sabes
cómo ilumina su luz
en el cielo de otros suelos?

Cosas de luna

El abuelo me ha contado
que la luna es muy viejita.
y, por eso, olvidadiza.
A veces, demora en salir.
Otras en entrar. Siempre así.
Pero, desde que me dijo
que toma su luz del sol,
mi brazo sale a la noche.
Para ver si su brillo logra
dorármelo, poco a poco.

Del libro inédito de Armando Quintero "Luna siempre es luna".
Con ilustraciones del autor realizadas en técnica mixta.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¡Ya es la hora de ir a la escuela!


Ilustración tomada del blog de Vanina Margaría

Sarita tenía sus ojos abiertos. Muy abiertos.

Y su cabellera rojiza más ensortijada que nunca.

Desde hacía rato, Sarita estaba despierta en su cama. Muy despierta.

Daba vueltas para un lado. Daba vueltas para el otro.

Sarita contaba ovejas, como le había enseñado su abuela.

Pero, nada de regresar el sueño.

Las ovejas se le dispersaban por los verdes campos del desvelo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus hermanos.

- Sarita, ¡sí que molestas! Aún no suena el despertador – dijo su hermana.

- Tengo sueño – dijo su hermano – La noche fue muy cortita. ¿Ya es hora de levantarse? – preguntó. Y se volteó hacia la pared para seguir durmiendo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus padres.

- Sarita, por favor, ¿qué haces despierta a las cinco de la mañana? – dijo la madre sobresaltada por la voz de su hija – ¡Acuéstate y déjanos dormir!

- Ten en cuenta que es su primer día de clases. – comentó su padre.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus abuelos.

- Sarita, ¡falta algo para que suene el despertador! – respondió la abuela.

- La noche es joven aún – le comentó su abuelo – Cobíjala un poco más. Y se abrazó a su almohada para seguir dormido.

El despertador sonó como un montón de palomas alborotadas.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – gritó Sarita llena de alegría, y despertó a todos con los aleteos de sus risas.

No necesitó que la llamaran a bañarse, ya estaba lista esperando a su madre.

- Sarita, siéntate bien en esa silla – dijo su madre – Estás medio parada.

- Mastica bien tu pan con mermelada – comentó su abuela.

- Desayuna tranquila – dijo su padre a Sarita – Estamos con sobrado tiempo.

- No te preocupes – comentó su abuelo que, con una caricia y una sonrisa cómplice, le agregó: – Yo hice lo mismo cuando fui al colegio por primera vez.

Luego del desayuno y el lavado de sus dientes, su madre la vistió con el uniforme nuevo del colegio e hizo dos hermosas trenzas con su cabellera.

- Sarita, mírate en el espejo – dijo su abuela – ¡Estás preciosa!

- Tu morral tiene todo en orden – comentó su padre, cuando se lo alcanzó.

- Aquí tienes tu merienda – dijo su abuelo – te hice un emparedado especial.

La puerta del colegio era un alboroto cargado de sorpresas.

Muchos niños se apretaban a las piernas de sus padres, temerosos.

Algunos lloraban, obligados a entrar a rastras. Otros se reían.

Sarita miraba todo y avanzó de la mano de su hermana sin decir nada.

Desde lejos, había visto un montón de juegos y juguetes y corrió hacia ellos.

Al regreso, a gritos, demostraba toda la alegría de su primer día de clases.

- Además, hay una tortuga enorme, se llama Lala. Y podemos montar en ella.

Horas pasó contando su jornada hasta que, cansada, se durmió.

- Con tantas alegrías se olvidará de nosotros – pensó su madre al darle el besito de las buenas noches.

- ¡Sarita, levántate que ya sonó el despertador! – dijo su hermana mayor.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijeron sus padres, al lado de su cama.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – repitieron sus abuelos, desde la puerta.

Sarita apretó en su pecho su almohada en forma de elefante.

- ¿Por qué? – les preguntó a todos – ¡Si ya fui ayer!


Texto del libro "Sarita" de Armando Quintero.

Si quisiera leerlo en catalán vincúlese a http://ventafocs-interessant.blogspot.com/ El cuento tiene traducción de Catalina Cerdó Torrandell, Mallorca, España.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Los fantasmas también sueñan

Ilustración: Armando Quintero

El fantasma invisible

Siempre había sido un fantasma recatado.
Pero, desde hacía varios días, no se le podía ver.
Aquel fantasma se había enamorado de una bellísima mujer invisible que pasó a su lado. Ella olía a rosas blancas, con la fuerza de un jazmín.
Como ser invisible no es lo mismo que ser fantasma, por seguirla, se quitó la sábana que lo cubría.
Sólo para acompañarla. E intentar conquistarla sin levantar sospechas.

La mujer visible

Montada sobre aquel árbol viejo, seco, sin hojas y sin frutos, la muerte aguardaba a los campesinos que pasaran por debajo.
Para segarlos con un golpe certero de su guadaña, como ellos con sus hoces lo hacían con el trigo maduro de los campos.
Pero ellos, conocedores de las historias que los abuelos les habían narrado sobre el sitio, siempre tomaban el más prudente de los atajos.


Pasaminutos

El tiempo pasaba tan lento por aquel lejano pueblo que, el inventor, creó un extraño aparato para acelerarlo. Lo denominó pasaminutos
Posiblemente funcionó una hora.
La que el tiempo se tardó en cruzar por la llamada calle principal, desde la entrada, a la salida de aquel pueblo.
Allí, sobre un taburete muy antiguo, estaba funcionando el aparato.
El tiempo lo tomó entre sus manos, para observarlo con cuidado.
Lo hizo con tanta lentitud que, como suele pasar en esos casos, el pasaminutos se le resbaló de las manos y se desparramó en el suelo.
El inventor no logró jamás recomponerlo y el tiempo, sin ninguna pereza, se lo llevó consigo.


Un secreto a gritos

No podía guardarlo más.
Le habían pedido el mayor de los silencios. Más, se lo hicieron jurar. Pero, llevaba mucho con él adentro. No estaba seguro de aguantar más.
Correría hasta la montaña para gritarlo, y aliviarse de su peso.
Lo haría lejos, en una cueva que había descubierto.
Y, lo hizo. Lo gritó desde el corazón, a pura fuerza.
Nunca supo que la cueva era tan profunda que salía por el otro lado del mundo. Y, menos, que el secreto se escuchó, completo, por allí.
Corrió con mucha suerte: en esa provincia de China, nadie hablaba su idioma.
Además, los que oyeron el secreto, comentaban entre sí que, los espíritus del bosque habían gritado algo, en una lengua tan extraña que era preferible no traducir.


Una puerta en silenciosa espera
En una montaña, que se eleva en medio de un extenso valle atravesado por un río, había una enorme puerta bien cerrada.
Todos los que sabían sobre ella estaban seguros que, dentro de la montaña, había algo oculto. Pero nadie, nunca, había encontrado la llave que permitiera abrirla. Aunque intentaron hacerlo por todos los medios y con todos los recursos sin lograrlo. La puerta resistía todos los embates.
Una vez, una pareja de enamorados que venían bajando por la montaña, después de subirla desde su otro lado, encontraron, debajo de una piedra que reverberaba, unas viejas llaves. Cuando, por fin, llegaron al pie de la puerta cerrada, comprobaron que la llave calzaba perfectamente en su cerradura.
Al abrirla, se encontraron con una habitación iluminada que tenía una mesa pequeña con una llave en su centro y otra puerta cerrada.
Abrieron la nueva puerta y, otra vez: una habitación iluminada, una mesa, una llave, otra puerta cerrada. Y, continuaron desde allí, hasta abrir cuatrocientas ochenta y nueve puertas más.
Agotados, y en común acuerdo, decidieron detener su recorrido.
Juraron, mutuamente, ante esa puerta no decir nada de nada, a nadie.
Se regresaron y cerraron con su llave la cerradura de la primera puerta. Luego, se acercaron a las orillas del río, en su sitio más caudaloso, y lanzaron la llave al centro profundo de sus aguas.
¡Lástima!, porque detrás de la puerta cuatrocientos noventa hubieran encontrado el verdadero Jardín del Edén.
El libro de lluvia

No es un invento de esos que uno podría leer en los cuentos. No.
Las gotas de lluvia se cansaron de pasar directamente de las alturas a la tierra o, en el mejor de los casos, a otras aguas para volver al cielo.
Se reunieron en asamblea general y, como corresponde a toda comunidad representativa y protagónica, decidieron guardar un registro de todo su pasaje y presencia por estos lugares en un libro de lluvia.
Y, no sólo por aquello de “las palabras dichas vuelan; escritas, permanecen”, que las haría más humanas, sino por algo más convencional y simple: creer que con ello harían historia.
Claro que, como suele pasar dentro del mejor estilo de algunos seres, no previeron nada, ni siquiera lo pensaron. Solamente lo decretaron.
Y, sucedió lo que tenía que suceder. Con la acumulación de tantos registros, gota a gota, el libro desbordó sus propios márgenes y, con toda su magnitud y fuerza, generó el diluvio universal.
Lo demás, todos lo conocen: de generación en generación: se gestaron, poco a poco, las historias de los hombres.
Esas que, por supuesto, ignoran lo no previsto ni pensado por las gotas de lluvia, aunque ellas lo hubieran decretado en una asamblea general.

La enciclopedia sin hojas

Cuando el escritor fue a consultar uno de los tomos de su enciclopedia, descubrió que estaba sin hojas.
Como tampoco quería quedar en la ignorancia de qué era lo que había sucedido con ellas, investigó.
Unas pequeñas huellas le indicaron el posible camino a seguir. Y lo hizo.
Al mirar por el agujero notoriamente agrandado de una cueva, se encontró a un ratón con anteojos. Estaba consultando las hojas que faltaban.
A su lado, en una edición miniatura, y abierto en uno de sus relatos, se veía “El Aleph” de Jorge Luís Borges.
El escritor, emocionado del entusiasmo intelectual del otro, nada dijo.
Sentado en el cómodo sofá de su sala, se limitó a aguardar que, terminada la consulta de ese verdadero ratón de biblioteca, le devolvieran las hojas faltantes.

Descantinflado

Mario Moreno aún no se llamaba “Cantinflas” cuando vio, desde la puerta de su vecindad, a una pequeña niña mocosa y harapienta.
Ella, más que cargar, arrastraba un enorme guacal de chiles jalapeños hacia las antiguas puertas del mercado popular.
Nada dijo. Pero años después, y cuando ya cargaba con todo el peso de su merecida fama, se dio cuenta que, desde ese momento y para siempre, quedó descantinflado ante la mísera condición humana.

Un bosque sin árboles


Las carreteras se quedaron sin árboles.
Igual ha sucedido con las autopistas. Y, antes sucedió con las avenidas y las calles. Si seguimos así, a poco, este país se quedará sin árboles.
Pero, que no cunda el pánico. El progreso siempre nos da soluciones. Ahora tenemos un nuevo bosque para contemplar cuando circulamos por ellas: el de las coloridas vallas metálicas, cargadas de anuncios comerciales.

Una selva apretujada

Por un poco más de espacio necesario le reclamaban los elefantes a los hipopótamos, los leones a los elefantes, los tigres a los leones, las gacelas a los tigres, las hienas a las gacelas, los gorilas a las hienas, los monos a los gorilas y las ratas a los primeros. Sin detallar los silbidos, chillidos y ululares de las aves, el golpeteo de las colas de los cocodrilos, los bruscos movimientos de las pirañas y la tensa calma de otras especies, que parecían mantener silencio.
Los reclamos se elevaban bajo los techos con toda su intensidad.
Porque los hipos, gruñidos, barritos, quejidos y aullidos de cada uno de los animales de aquel poblado zoológico invadían, ya, a los espacios más íntimos de las fábricas, talleres, edificios y casas de la gran ciudad.
¿Quién fue el primero, si lo hubo? ¿Todos lo hicieron a un tiempo? ¿Fue una solución organizada o meramente ocasional? Nunca lo sabremos. Sí, sólo se supo que, al irse todos los hombres, mujeres y niños, alguien abrió las jaulas y refugios de los animales.
Ahora, los espacios de todo el zoológico incluyen las calles, avenidas y cada una de las numerosas habitaciones abandonadas por sus pobladores.
Por ello, si usted llega a una gran ciudad y comienza a sospechar que sus pobladores pasan a su lado como si usted no existiera para ellos. O, lo miran desafiantes o amenazadores, no le hablan ni responden y, menos, le sonríen, no se asuste. Sólo, cuídese.
Y, responda a todo, con la mayor serenidad que le sea posible.

El camino sin regreso

Cuando el ingeniero constructor escuchó comentar sobre los caminos sin regreso, no lo pensó dos veces. Y trató de concretar la idea, a la brevedad.
El gozo de llevar a cabo una obra digna de su ingenio, lo mantuvo despierto por días. Luego, durante semanas y, por último, por meses.
Medía y pensaba. Repensaba y volvía a medir. Realizaba cálculos y cálculos, borroneaba proyectos y más proyectos. Trabajaba sin descanso.
Para nada, porque sus caminos terminaban siendo, a lo sumo, unos simples caminos sin final. Que, en nada, se parecían a los que deseaba.
Llegó a la conclusión que, para lograr un verdadero camino sin regreso, había que consultar a alguien especialista en ellos. Hasta, si era necesario, asociársele. Y lo hizo.
Lamentablemente, encontró una socia que resultó muy convencional en sus quehaceres: sólo realizó su labor de siempre. Eso sí, perfecta.
Él no logró sobrevivir para construir los caminos soñados, menos para reconocer que asociarse a la muerte nunca ha sido un recurso ingenioso.

Textos tomado del libro de Armando Quintero Laplume Sucedidos
Mini cuentos para palabreros y otros oficiantes