miércoles, 24 de agosto de 2011

III: El rey que quería un cuento sin final





Aniceto XIII era un rey grande y gordo que tenía un traje enorme de rey, una corona grande de rey, una capa inmensa de rey y un aburrimiento más grande que todo eso.
Aniceto XIII estaba tan aburrido en su palacio, que llamó a su consejero y le ordenó que le quitara su aburrimiento.
El consejero no sabía como hacerlo - eso sí, sabía que "una orden es orden y había que cumplirla", más si trataba de una orden dada por Aniceto XIII - pero pensaba. Se metía las manos en los bolsillos y pensaba. Caminaba de un lado hacia otro del salón real, pensando. Se revolvía los cabellos. Se sacudía las barbas. Se restregaba las manos. Y pensaba. Sólo pensaba.
-¿Y si me cuentan un cuento sin final? - preguntó Aniceto XIII.
-¡Maravilloso! - le respondió el consejero - ¡Una real idea, como corresponde a su merced!
Pero, cuando lo volvió a pensar bien, se dijo -: "¿Cómo haremos para qué alguien le cuente un cuento así? ¡No tengo ninguna idea!". Ahí mismo, recomenzó con todas sus preocupaciones, sus vueltas y revueltas, sus pasos y pasos, sus sacudidas y sacudidas.
De pronto, Aniceto XIII comentó:
-Ya lo tengo. Ordena que los pregoneros recorran todas las calles de nuestra ciudad. Las calles de los pueblos y aldeas vecinas. Y las ciudades distantes. Y, aún, las más distantes del reino. Que se coloquen carteles y anuncios por todos los lugares posibles, para que todos se enteren que, "Yo el Rey Aniceto XIII, por los poderes que me confiere mi majestad, decreto que todos mis súbditos asistan a palacio para contarme un cuento sin final"
Y, así se hizo. Se pregonó y puso carteles por todos los lugares del reino.
El día establecido, y a la hora señalada, había una enorme cola de personas que venían a narrarle su cuento al rey.
Al comienzo de esa cola, no sabemos cómo, de dónde y cuándo llegó un viejecito en cuya cara se reflejaban las huellas de muchos tiempos.
Con una voz pausada, el viejecito comenzó a decirle a Aniceto XIII:
-Había una vez...
Y, ¿cuánto te imaginas que duró el cuento del viejecito? ¿Cuánto? ¿100
años? Sería maravillo, pero fue menos. ¿50? ¿Aún, no será como mucho? Menos. ¿20? Menos. ¿10? Mucho, mucho menos.¿Una hora? ¿Media?... ¿15 minutos? ¿Cinco? ¡Cinco minutos! Pues sí, a los cinco minutos el viejecito dijo:
-... Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.
El rey casi acaba con el viejecito.¿Cómo podía ser que un cuento sin final durara, escasamente, cinco minutos.
Enojado y como él - ¡Nada menos que Aniceto XIII! - se creía con todo su derecho sobre la voluntad de los otros, llamó a sus guardias para ordenarles que encerraran al viejecito en un calabozo.
Detrás del viejecito, vino una dama muy elegante, que comenzó diciendo:
-Había una vez...
Y, ¿cuánto duró el cuento de la dama elegante? ¿Medio día? ¿Dos horas? ¿Veinte minutos? ¿Un minuto? No, tampoco, ¡tan poco! Además, ya sabía lo que le pasó al viejecito. ¿Quince minutos? Pues, sí: quince minutos, y la dama dijo:
-Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.
El rey se enojó mucho más. No sólo hizo encerrar a la dama muy elegante en el calabozo - era, y esto no es cuento, frío y oscuro - sino que le ordenó a los guardias que la amarraran a una silla.
Después de la dama vino otro señor, de largos y espesos bigotes. Otra dama, un joven, una joven , una princesa como tú, un trovador, un caminante, un bufón... ¿Juanita, la pulga?, no, ella es de otro cuento... y otros... Y, todos, ¡al calabozo!... Hasta que, volando, apareció un pájaro.
Aquello de que un pájaro le contara un cuento, al rey, como que no le gustó mucho, más bien diríamos, nada.
Pero, cuando recordó que los pájaros dan la vuelta al mundo, que ven tantas cosas y saben de otras tantas, dejó que lo hiciera. El pájaro comenzó:
-Había una vez...
Y, ¿cuánto duró el cuento del pájaro? ¿Media hora? ¿Tres horas?
¿Quince minutos?... A los treinta y tres minutos exactos, ni un minuto más, ni un minuto menos, el pájaro dijo:
-Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.
El pájaro voló. El rey intentó atraparlo, para encerrarlo en una jaula de hierro y enviarlo al calabozo. Como Aniceto XIII era un rey muy poderoso, tanto como para creerse hasta con el derecho sobre la vida de los otros, tomó un arcabuz, apuntó y disparó... En el lugar donde cayó el pájaro herido, de pronto, apareció - no sabemos cómo, ni de dónde - un cuentacuentos que le aseguró al rey que él, sí, se sabía un cuento sin final.
Aniceto XIII lo miró. Lo volvió a mirar. Lo observó de arriba abajo. Lo miró a su rostro - aunque no se atrevió a mirarlo a los ojos - y, ya estaba a punto de llamar a los guardias para que lo sacaran de allí, o lo encerraran con los otros.
Sereno, el cuentacuentos le aseguró que así era, que él, sí, se sabía un cuento como el deseado por su majestad el rey. Fue tan clara y firme su voz que Aniceto XIII dejó que comenzara a narrarlo.
Y el cuentacuentos inició su historia señalando que él había conocido a un rey, más o menos parecido a su majestad, grande, poderoso, vestido casi con esas ropas, con un aburrimiento similar, de cuyo nombre ya ni se acordaba. Que ese rey, además, tenía un granero y, en ese granero, guardaba cinco sacos grandes de granos de arroz, cinco sacos más grandes de granos de maíz y cinco sacos, muchos más grandes, de granos de trigo. El granero tenía, también, en una de sus paredes, un pequeño agujero. Por ese pequeño agujero, camina que te camina, entró una hormiguita que, tomó un grano de arroz y, camina que te camina, se lo llevó. Detrás de esa hormiga, entró una segunda hormiguita, que tomó otro grano de arroz y, se lo llevó. Después, vino una tercera que, camina que te camina, tomó otro grano de arroz y, se lo llevó. De inmediato, llegó otra hormiguita, como era muy acelerada, tomó otro granito de trigo y, corre que te corre, se fue. Detrás, entró una, que era co - ji - ta - y - to - mó - o - tro - gra - no - de -tri - go - y - se - fue. Después de ella, vino una hormiguita que era muy fuerte - campeona interhormigueros de pesas - y tomó veinticinco granos en una de sus patita, veinticinco más, en otra, y cincuenta más para otras dos patitas y, con esos cien granos, se fue. Llegó, de inmediato, una hormiguita que era muy, pero muy, perezosa, tanto lo era, que tomó un granito y lo partió al medio. Tomó esa mitad y la partió, también. Tomó esa cuarta parte e, igual, la partió. Y, al fin, con esa octava parte, camina que te camina, se fue. Detrás de ella, llegó otra hormiga que, después de recorrer y recorrer, de subir, bajar, avanzar y retroceder por todos los espacios del granero - porque era casi ciega - cogió un grano de trigo y tuvo que dejarlo, uno de maíz, e igual, hasta que, ¡al fin!, dio con uno de arroz, y pudo irse. Inmediatamente, entró en escena una hormiguita que era actriz: tomó un grano de trigo y uno de arroz y, dramáticamente, dijo: "¿Ser o no ser?, he aquí el problema: ¿Arroz o trigo?". Tomó el grano de arroz, dejó el de trigo, y se fue. Apenas salió, entró otra hormiguita, que era tan distraída, que traía cinco granitos de arroz desde el hormiguero - eran de aquellos granitos que se había llevado la hormiguita fuerte - para dejarlos junto a los sacos de arroz, y no llevarse ninguno. A continuación, apareció una hormiguita corrupta, que se escondió, sin que la vieran, dos granitos de arroz, cuatro de trigo y seis de maíz, cuando le pareció que alguien la miraba, se llevó un grano de arroz a la vista, y se fue. Luego, apareció una hormiguita con una calculadora, una cinta métrica y una pequeña balanza - era profesora de matemáticas - midió varios granos, los pesó, hizo cálculos, y se llevó el más pequeño. Después, apareció una hormiguita cascarrabias, que pateaba granos, lanzaba algunos o pisoteaba otros, hasta que, rezongando, cogió uno muy grande, quizás el más grande y, muy molesta, se lo llevó. De inmediato, vino una que era muda... (y, el cuentacuentos, con gestos y movimientos, sin pronunciar palabras, iba diciendo aquello que hacía la hormiguita)... En seguida, llegó una hormiguita bailarina, que...
-¡No! ¡Basta! - dijo Aniceto XIII - No quiero más cuentos de hormiguitas, de granitos de arroz, de granitos de trigo, de granitos de maíz... ¡No, no quiero más cuentos!
Y, esto fue casi el final del cuento de un rey que quería un cuento sin final.
Cuando Oso Miniatura terminó su relato, Laura Aquilina guardó silencio por unos minutos, pensativa, luego dijo:
-Parece que una persona prepotente, al vivir para afuera, no logra disfrutar la vida y, menos, soportará el humor de un cuento. Bueno, de verdad, ninguna historia es inocente: casi siempre, me muestra aquellas cosas que me agradan, o las que son contrarias a como actúo. No cambiará mi vida, pero puede darme una llave para que abra la puerta que me permita hacerlo, si la tomo. Aniceto XIII, obtuvo con prepotencia lo que quería, pero no logró quitarse su aburrimiento. Cuando Reina Abuela me contaba sus cuentos, una vez, dijo unas palabras que no entendí mucho, me gustaron algo, y me las aprendí: "Lo de adentro, se cambia desde adentro, no puede cambiarse con lo de afuera" Recién veo como aplicarlas.
-Hay razones válidas en lo que dices - dijo Oso Miniatura -. Pero, ten mucho cuidado. La vida se renueva siempre, no se reduce a frases, a respuestas. Lo vivo es preguntas. La moral y la educación están en los cuentos Todo cuento tiene mensajes de una y otra, pero no es su fin dar sólo eso. Un cuento, sólo divierte: es decir, saca a afuera lo que tienes dentro. Te muestra cómo eres, sientes y vives.
-Entiendo: es un compromiso muy grande elegir un cuento para contar.
-Lo has dicho tú - le comentó Oso Miniatura a Laura Aquilina -. Muy buena la sombra de ese árbol. ¿La aprovechamos un rato? Y disfrutamos a tu palacio que, desde aquí, se ve maravilloso. Parece una de las mejores curvas del camino.
-Lo dices como si lo vieras con todos sus colores. Los recuerdo vagamente.
Oso Miniatura no se atrevió a comentarle a Laura Aquilina que, sí, veía todo con todos sus colores, no sólo el gris. Aún no era el momento, y sólo le dijo:
-Hablando de colores, sé una historia de un castillo que los cambió todos:

Capítulo II: La Princesa que no reía.


Ilustración tomada del blog de Vanina Margaría

No todo cuento tiene que comenzar con "Había una vez" pero, este sí.
Había una vez un cielo, con nubes, sol y pájaros volando. Debajo de esto un reino, con su bosque, su campo, su río y su pequeña montaña. En la montaña, un palacio, con su torre. Y, en la torre - asomada - una princesa que no reía y, casi siempre, estaba como mirando hacia el camino.
La princesa era bondadosa y muy querida por su pueblo y el reino era feliz, bueno, casi feliz, ya que todos - desde los Reyes, hasta el más pequeños de los súbditos - se notaban preocupados por la seriedad que la embargaba.
Las personas del pueblo opinaban de diversas manera sobre su falta de risa. Unos decían que una bruja le había dado a beber un elíxir mágico, envidiosa de todas las alegrías del reino. Otros, que un mago, que habiéndose enamorado perdidamente de la princesa, al no verse correspondido por ella, le impuso el eterno castigo de vivir sin reír. No, la enamorada es la princesa - sostenían unos terceros - cómo se explica, agregaban, que siempre esté mirando desde la torre: sólo espera el retorno del príncipe azul que una vez vimos pasar por el camino.
Todos los días - a la mitad de la mañana y a la mitad de la tarde - llegaban juglares, trovadores, magos, malabaristas y bufones. Venían desde todos los rincones de aquel pequeño reino y, hasta algunos, eran traídos desde muy lejanas tierras. Pero ni aquellos, ni estos, lograban hacer reír a la princesa. Ni siquiera, sacarle la más leve sonrisa.
Claro, uno podía suponer las razones que tendría la princesa para no reír. ¿Tú lo harías con unos juglares y trovadores que cantan sangrientas historias de guerras pasadas, antiguas leyendas o dolidas endechas de amores imposibles? Más bien, igual que yo, llorarías ¿Lo harías con unos magos que te hacen siempre los conocidos trucos con pañuelos, conejos, palomas, espejos, cajas o mujeres atravesadas por enormes cuchillas o sierras descomunales? Te aburrirías mucho, ¿verdad? ¿O con malabaristas que hacen girar numerosas pelotas, platos, palos, botellas u otros objetos, mientras atraviesan cuerdas suspendidas o se posan sobre pequeñas superficies? Creo no equivocarme si te digo que, con el vibrar de tus nervios, no podrías reírte. Y, ¿qué decir de los bufones, con esas figuras tan desiguales y grotescas como sapos enormes? No niego el esfuerzo que hacían todos por ayudar a la princesa. Sólo lamento no haber estado allí para plantearles mis dudas e, incluso consultando con ella, encontrar otras posibilidades de lograr su risa o, al menos, el esbozo de una sonrisa. Pero, sigamos con el cuento.
Una de esas mañanas, de esas que la princesa estaba en la torre mirando hacia el camino, por el sendero salpicado de florcitas del campo, mariposas azules y pájaros revoloteando, se oyó un cantar que venía por el aire, desde lejos, detrás de las colinas que ocultaban el camino, casi antes del horizonte.
Era una canción muy festiva. Tanto que, los labradores tenían que dejar de sembrar sus tierras para reírse. Los bueyes y caballos de tiro se desprendían de los carros y arneses para revolcarse, riéndose. Las aves detenían sus vuelos y se posaban de nuevo en los árboles, a reír. Los caminantes no podían seguir con su marcha, por las risas. Todos los animales de los campos y bosques salían de sus cuevas, refugios y nidos para - con los sonidos del cantar - reír y reír. Los árboles y las plantas sacudían sus ramas y tallos, como si un viento interior las moviera: era su manera de reír. Los peces de los ríos y de la mar cercana, se amontonaban en las orillas y en las playas, riendo. También, como has de suponer, las personas del palacio, desde los reyes, hasta el más pequeño de los súbditos...
Mmm... ¿Todas las personas? Bueno, la princesa seguía en la torre, mirando hacia el camino, sin reír. Desde allí ya se veía al cantor de la canción festiva. Perdón, los cantores - que uno de ellos, mejor dicho, una sea pequeña, no le quita importancia -: eran Juan y su pulga mágica.
Mucho antes de llegar a las puertas del palacio, se acercaron a Juan y Juanita, su pulga, unos emisarios enviados por el Rey. Temerosos que, como el príncipe azul mencionado anteriormente, pasaran de largo por el camino. Llevaban una carta real, invitándolos a realizar una presentación para toda la corte, a pagar con diez monedas de oro, cantantes y sonantes, y a prueba de buenos dientes.
Luego de comer, beber y descansar, a Salón Principal de palacio lleno, Juan y Juanita realizaron su maravillosa presentación. Registrada, luego, en el Libro de las Crónicas del Reino, guardada por muchas generaciones en la memoria oral de todos los abuelos y cuentacuentos, como celebrada en romances y canciones de juglares y trovadores desde esos tiempos.
Cuando Juan tomó la cajita y salió al centro del salón, comenzaron los aplausos. Cuando abrió la caja y Juanita - en malla de fino terciopelo y con su mejor falda multicolor de volados y lentejuelas - saltó a la mesa, los aplausos recrudecieron, para repetirse, con igual intensidad, ante cada uno de sus números.
Juanita saltó la cuerda, tocó la flauta, bailó un minueto, una mazurca y hasta un vals. Simuló los balidos de una oveja, los cantos de un gallo, los mugidos de una vaca, los aullidos de un lobo y hasta hizo unos sonidos que asustaron a todos, aunque no los conocían en la corte: eran los barritos de un elefante, que había aprendido a imitar cuando viajaron con Juan por el norte de África. Dio numerosos saltos mortales, sencillos y triples, de frente, de lado y de espalda. Entre aplausos, hurras, vítores y vivas cerraron su actuación con la, ya famosa, "Canción Festiva" Todos aplaudían y reían, reían y aplaudían a rabiar... ¿Mnnn...? ¿Todos? Sí: todos, menos la princesa. Con tanto aplausos y risas, me distraje, ¿de acuerdo?
Juanita, rompiendo todo protocolo, brincó, desde la mesa donde saludaba, a la falda de la princesa. De inmediato, al centro de su pecho y, de ahí, a su hombro. Luego, se acercó a su oído y le dijo algo, casi en secreto. La princesa, primero, se sonrió - leve, como toda una princesa - para, poco a poco, reírse, hasta culminar en el más sonoro estallido de carcajadas que se haya oído en la historia del reino.
Todos los que escuchan o leen este cuento preguntan siempre si se sabe qué es lo que le dijo Juanita a la princesa. Por suerte, mi tatarabuelo - que estaba de paso ese día en el reino, y asistió a toda la presentación, lo guardó muy bien en su memoria. Se lo dijo al bisabuelo, éste a mi abuelo y, por él, lo sé yo:
-Bli bli bli bli, burulú bli bli, blum blam bli bli. Bli bli buruli blibli blumblam blibli.
En la familia, todos, siempre hemos lamentado no haber aprendido nunca el pulgués, el pulgñol, el pulgán o cómo se llame al idioma de las pulgas. Nos queda el consuelo de saber que la Princesa que no reía lo hablaba a la perfección.
-El que se ha reído de mí, has sido tú, Ogro Miniatura - comentó Laura Aquilina - Y, por tres veces.
-¿Te parece? No fue mi intención - respondió el aludido -, el cuento es así. Pero, explícate: ¿dónde sientes que aparecen mis risas?
-Primero: me hablas de los resultados de una canción que no me cantas.
-¿Resultaría tan maravillosa la "Canción Festiva" si la canto? Además, si lo hiciera, dejarías de ser mi amiga, es seguro: ¡canto horrible!
-Buen recurso. Así, salvamos la poesía y, con lo otro que acabas de decir, la música. Sigo. Me dejaste con el deseo de saber qué fue lo dicho por la pulga. Como variación del recurso anterior, una manera diferente de culminar un cuento y una puerta o ventana abierta a la imaginación y el absurdo: ¡no es una mala idea!
-Lo dices tú - comentó Ogro Miniatura - Pero, ¿dónde más me río?
-Con un cuento tan corto. Nos falta aún suficiente camino hasta el palacio.




Ogro Miniatura hizo un prolongado silencio, luego preguntó:
-¿Estarías dispuesta a escuchar un cuento bien largo? Sé uno que siempre nos contaba el abuelo. Lo había escuchado cuando era un niño, se lo aprendió, y lo disfrutaba mucho, contándolo. Es de un rey que quería un cuento sin final.
-Recuerda que extraño mucho los cuentos que dejaron de contarme. Y, más: tenemos camino para hacer y no creo que me canse de ellos. Estos que tú narras me interesan por dos cosas: lo novedosos que me resultan y el agrado que le pones al decirlos. Hay buena sal y especias en tus cuentos, y en ti.
-¡Qué honor tener tus alabanzas! Pero, más: ¡qué disfrutes de ambas cosas!. Aquí va el cuento:

viernes, 19 de agosto de 2011

Capítulo I: El mejor Arquero del Rey

Dibujo tomado del blog de Laura Michel
(Haga clic en el nombre para verlo)

Este era un Rey que tenía el mejor palacio de todos los palacios del reino, y de todos los reinos vecinos. Porque tenía los mejores arquitectos de éste y los otros reinos. Se lo habían construido con las mejores piedras para tener los mejores muros, las mejores torres, los mejores torreones, las mejores almenas, con los mejores fosos, los mejores puentes levadizos y las mejores puertas. Con las mejores habitaciones, las mejores ventanas, los mejores salones, las mejores salas, los mejores corredores, los mejores pasadizos, los mejores pisos y los mejores techos. Las mejores capillas y - por qué no -, las mejores mazmorras y prisiones. Como, también, los mejores patios y las mejores plazas arboladas, con las mejores fuentes, de éste y otros reinos.
Como tenía los mejores ebanistas y los mejores carpinteros, se permitía tener los mejores muebles, con las mejores sillas, las mejores mesas, los mejores taburetes y los mejores baúles, arcas y arcones. Como tenía los mejores herreros, podía tener los mejores candados, las mejores cerraduras, trabas y cadenas, las mejores armaduras y escudos, las mejores mallas, los mejores cascos, las mejores espadas y florines, como los mejores mazos, las mejores lanzas y las mejores flechas. Como tenía los mejores alfareros, podía tener las mejores vasijas y vajillas, las mejores jarras y jarrones. Como tenía los mejores plateros, joyeros y zapateros, se vanagloriaba con los mejores cuchillos y las mejores cuchillas, las mejores cucharas, los mejores tenedores, con las mejores coronas, medallas, sortijas y pulseras, los mejores anillos, los mejores cálices y las mejores copas, jarras, platos y fuentes de fina plata y reluciente oro y, por supuesto, con los mejores zapatos, calzas, estribos, arneses y monturas existentes.
Tenía los mejores huertos y jardines del reino, y de los reinos conocidos. Porque tenía los mejores hortelanos y los mejores jardineros de éste y los otros reinos, que alimentaban las mejores sementeras para abonar las mejores tierras y poder cultivar las mejores legumbres, las mejores hortalizas y las mejores plantas con las mejores flores conocidas de todo el reino - y, sin dudas -, hasta más allá de todos los reinos vecinos.
Tenía los mejores sastres, los mejores hilanderos y tejedores del reino, por ello, los mejores trajes, las mejores capas, los mejores mantos y abrigos, las mejores cortinas, las mejores alfombras y tapices, las mejores mantas, los mejores manteles, servilletas y pañuelos, las mejores sábanas y los mejores cubrecamas que pudiéramos imaginar, para éste y otros reinos.
Un día, mejor dicho, una mañana que el Rey estaba aburrido - (¡ah!, la mejor mañana, aunque fuera la única de ese y todos los días, con el mejor y mayor, aburrimiento de los reinos) -, llamó a su único y mejor consejero, que le recomendó el mejor paseo para rey aburrido. Y miró, con su mejor mirada, desde su mejor ventanal, hacia el mejor camino del mundo, con las mejores curvas, las mejores rectas, los mejores bordes, naturales y empedrados, los mejores puentes que cruzan sobre los mejores ríos, arroyos, pasos y riachuelos y, con las mejores palabras, llamó a su chambelán, quien llamó al mejor sirviente para llamar al mejor mozo de cuadras que llamó a su mejor muchacho ayudante de cuadras para que trajera al mejor caballo para ensillar con las mejores sillas y , así, el Rey podía cumplir con su único y mejor deseo del momento: dar su mejor paseo, para quitarse su mejor aburrimiento en aquella mejor mañana de todas las del reino.
Vestido con su mejor traje de paseo, el Rey estribó, con sus mejores botas, en los mejores estribos hecho con los mejores cueros del reino, que tenían los mejores enchapados en oro y plata, de los más finos. Y, con el mejor toque de su mejor látigo, al mejor espoleo de sus mejores espuelas de plata y oro labrado, con diamantes incrustados, y al sonido de su mejor azuzar a su mejor caballo, montado de lo mejor, comenzó a trotar, con el mejor trote - sin dudarlo - para avanzar hacia el mejor camino de su reino, y de todos los reinos vecinos.
Trotó y galopeó, galopeó y trotó, hasta las doce del día, cuando en el mejor cielo del mundo, brillaba, con el mejor brillo del mundo, el mejor sol de este mundo y de los mundos descubiertos, provocando el mejor - y mayor - calor del reino, y de los reinos conocidos. Buscó el Rey un resguardo con la mejor mirada, y consiguió, un hermoso túnel de árboles, con los mejores troncos, las mejores ramas y las mejores hojas, que brindaban - como lo imaginas - su mejor sombra.
Realizaba el Rey el mejor descanso de todas las jornadas, cuando observó que, en el primer árbol donde estaba apoyado, había un círculo blanco con una flecha clavada en su centro. Nada tenía de extraordinario el hecho, sino fuera que, en el segundo, en el tercero, en el cuarto... en el décimo... en el vigésimo... en el centésimo... ¡en todos los árboles de aquél túnel había círculos blancos con sus flechas clavadas en su centro! Y, los círculos, ¡eran cada vez más pequeños!
El Rey tenía los mejores arcos y las mejores flechas del reino, porque tenía, como ya lo dijimos, los mejores hacedores de esas armas entre todos los reinos (los vecinos - por lo menos - que, de buenos, o cansados de tantas guerras, nada querían saber con ellas, y los que las apoyaban) Además, él - que se consideraba el mejor arquero de su reino y nadie, aún, se había atrevido a negarlo, ni en éste, ni en los otros reinos - lo sabía, no era el responsable del hecho (no necesitaba ser el mejor investigador para reconocer que no eran sus flechas y, aunque era el mejor arquero del reino, tenía que aceptar, muy a su mejor pesar y a costo de la mejor modestia, que no hubiera logrado clavar sus flechas en tantos centros)
-Quien hizo esto - se dijo el Rey para sí -: ¡es el mejor arquero del reino!
Con la mejor rapidez posible, se montó en su caballo, con veloz carrera - la mejor del reino - se regresó a su palacio, llamando, con los más fuertes y mejores gritos del reino, al Capitán de su Ejército y, apenas lo vio, le ordenó, con la mejor orden del reino, ¡y, sólo de palabra!, que trajera ante él al responsable de aquello.
El Capitán del Ejército preguntó, preguntó y preguntó, investigó, interrogó y presionó. Nadie sabía, o quería, darle datos del suceso - por desconfianza o por miedo -, todos guardaban el mejor silencio. Así pasaron días, semanas, un mes, dos, hasta que, a la mitad del tercero, apareció el responsable del hecho. Para la sorpresa de él, y la mayor del Rey, por supuesto, la mejor sorpresa del reino. El Capitán del Ejército lo traía de su mano: era un muchachito de unos seis años, con la mejor mirada de "yo no fui", como cualquiera de su edad en esas situaciones.
Cuando el Rey lo tuvo ante sí, le dijo:
-¡Muchacho!, ¿Cómo has logrado, tú, eso?
Y, el niño, con un colorcito subido en sus mejillas, la mejor sencillez posible y haciendo una gran reverencia - sin dudas, la mejor del reino - le respondió:
-Es muy fácil, mi Señor, es muy fácil: primero clavo las flechas, y después les pinto el centro.




-¡El mejor chasco del mundo! Qué final tan interesante - dijo la princesa.
-De verdad que sí. Aunque, con un rey tan prepotente, ¿podías esperar otro?
-Espera, no me refería al rey, Ogro Miniatura. Es que no me esperaba que los niños fuéramos tan ingeniosos para resolver nuestros juegos y combinarlos con el juego de los adultos - comentó Laura Aquilina - Mmm... Aunque para un rey como ese, cualquier niño lo resolvería así, "de la mejor manera del mundo" ¿No te parece?
-¿Te das cuenta del contenido de tus palabras? - preguntó Ogro Miniatura- ¿Te molesta si te observo que, con ellas, estás abriendo puertas y ventanas a los niños y a los adultos? O, ¿ya lo sabes?
-Sí. Lo aprendí desde pequeña, desde cuando Reina Abuela me contaba sus cuentos antes de dormir. Ella siempre me decía que los cuentos no tenían edad, que cada uno, a sus años, era quien descubría la llave para abrir el cofre mágico donde se guardan todos los mensajes que cada cuento lleva dentro... Hablando de ello, tú has hecho algo qué hace mucho tiempo Reina Abuela no me hace: contar cuentos... Observándolo bien, no sólo Reina Abuela. Poco a poco, en palacio, todos han dejado de hacerlo. Los extrañaba, mucho, y recién lo descubro. Recibo y atesoro lo hecho. Con un pedido: Ogro Miniatura, ¿Puedes contarme otro cuento?
Un brillo súbito asomó en sus ojos, como si en ellos se reflejara la luz de un relámpago.
-Un cuento no se le niega a nadie - respondió el aludido, al comenzar con:


Del libro de Armando Quintero Laura Aquilina y el Ogro Miniatura

lunes, 8 de agosto de 2011

Laura Aquilina y el Ogro Miniatura


Ilustración tomada de la web.


Dedicatoria: Al Ogro Miniatura de nuestra infancia que, sentado en los hombros de nuestros abuelos, nos contaba o leía muchos de los cuentos recreados en esta historia.

Prólogo



Hace muchos años... ¡Dinosaurios!... No, no tan lejos. Pero, eso sí, bastante más acá de esas edades y algo más allá de nuestros tiempos: en la Edad de las Tinieblas, y en un país de cuyo nombre quisiera acordarme, existió la princesa Laura Aquilina III, "Heredera de Estas Tierras y hasta más allá de la Mar al Norte"
Su figura era la de una verdadera princesa y cumplía con las tres "b" de toda princesa de cualquier cuento de hadas: era buena, bonita y bondadosa.
Era buena, porque - según las leyes del reino - no hacía más de lo que le pedían sus padres. Tampoco menos, que, sin dudas, puede significar, nada.
Era bonita, porque tenía ojos de princesa, rostro de princesa, cabellos de princesa y porte de princesa. Cosa que no es de extrañar dada su condición. Y, por su herencia y formación, ¿qué otra cosa podía ser?
Era bondadosa, porque sabía aceptar a todos y, al sólo roce de sus manos, a la simple dirección de su mirada o a los suaves sonidos de sus palabras hacía de las espinas, rosas. Claro, me dirás tú, eso para las rosas no es difícil, es lo que ellas hacen siempre. Pero, para un humano, te lo aseguro, es un verdadero reto. Si no me lo crees, inténtalo y después me lo dices.
Laura Aquilina - a quien, desde ahora, llamaremos así, para abreviar - era la única heredera del reino. Tenía un hermano mayor, el primogénito, pero, según la costumbre, al cumplir la edad establecida por la ley, debía salir a desencantar o liberar una princesa de otro reino, para casarse con ella y - todos lo sabían -, sería atrapado por los hechizos de una malvada bruja, devorado por un furibundo dragón o, sencillamente, se quedaría a vivir, muy feliz y para siempre, en el reino de la agraciada y, por una u otra causa, nunca más regresaría. Así - al menos lo confirmaban Las Crónicas del Reino - había sucedido con todos sus antecesores.
Su castillo - llamémoslo de ese modo, porque aunque Rey Padre y Reina Madre aún vivían, por las razones anteriores, podemos asegurar que, si aún no lo era, lo sería a la muerte de ellos - se alzaba sobre una montaña de rocas de cristales grises. Tenía cien altísimas torres que se metían como saetas entre las nubes más altas. El pueblo se apretujaba o se colgaba aquí y allá de los muros del castillo, de sus riscos y picachos, saltando juguetón por entre la montaña. Sus techos, sus puertas y ventanas tenían el mismo color gris de los muros, las torres y las rocas de la montaña. Igual, de ese mismo gris eran todos los objetos, animales, vegetales y, por supuesto, las personas.
Los ancianos y adultos del reino recordaban que esto no había sido siempre así, que había sucedido poco a poco, como al contagio de una peste desconocida. Había comenzado unos siete años atrás, lo aseguraban. Algunos lo atribuían al constante reverberar del sol en las rocas de cristales; otros, a los encantamientos de una bruja envidiosa de tanta paz como la que disfrutaban; incluso, unos suponían que era por la niebla que ya envolvía a todo en la Edad de las Tinieblas. Pero, eso sí, nadie hablaba sobre esto con nadie. Ni, menos, lo contaba.
El olor gris a leña quemada y pan se sentía desde antes del amanecer y los serruchos de los carpinteros, los yunques de los herreros y los martillos de los zapateros animaban todo, con su extraña melodía de siempre, como para que casi no importara el gris de los primeros rayos del sol de cada mañana, que avisaban de los tonos grises de cada jornada. Salvo, cuando por allí pasaba Laura Aquilina.
La princesa era una niña de unos doce años y, quizás por ello, a alguno se le ocurría imaginarla con los colores de otros tiempos. No era que los añoraran, no. Además, la querían en los tiempos que vivían y, por si fuera poco, sabían por un poeta que era sólo un parecer aquello de: "cualquiera tiempo pasado fue mejor" Pero, tampoco, lo comentaban con nadie, ni a nadie se lo contaban.
Y así estaban las cosas.
Pero, volvamos a la princesa.
A Laura Aquilina le encantaba sestear bajo el gris sol de la tarde. Trataba de encontrar lugares soleados sobre la suave grama gris de los grises jardines de su palacio. Su mejor lugar - lejos - era bajo El Árbol de las Tres Manzanas Grises, donde podía encontrar la suficiente sombra como para que los rayos grises del sol no la molestara en los ojos. Se descalzaba, para que los dedos de su pies disfrutaran del brillo gris del sol. El zumbido de las abejas grises y el aroma gris de las flores le dieron sueño y se durmió. No sabemos, ni lo sabremos nunca - ¿tú, te atreverías a preguntarle a una princesa? -, si tuvo sueños grises. Lo suponemos.
No había pasado mucho tiempo cuando sintió una cosquilla un poco más arriba de uno de sus desnudos tobillos. Sacudió su pies y el cosquilleo paró. Luego sintió cosquillas en el dorso de su mano izquierda, apoyada en la hierba. Le molestaba y volvió a sacudirse. Las cosquillas pasaron a su nariz y esto sí le molestó mucho. Hasta despertarla del todo.
Laura Aquilina abrió sus ojos y miró la punta de su nariz. Los ojos, como bien has de suponerlo, se le cruzaban un poco. Había algo allí. Algo no muy grande y con muchos colores. Como una flor de otros tiempos, como le oyó decir a Reina Abuela una vez que soñaba en voz alta, dormida en su mecedora.
El algo de colores saltó de su nariz a su pecho, y se sentó allí.
-¿Ya estás despierta? - preguntó "el algo", con timidez.
-Sí - suspiró Laura Aquilina -. Estoy despierta pero quisiera no estarlo. ¿Qué deseas que haga por ti?
El algo de colores, fuera lo que fuera, no había dicho por qué era que quería que Laura Aquilina se despertara, y cuando la princesa se sentó para verlo mejor, esto hizo que el pequeño ser se cayera a la grama gris.
-¡Un gnomo! - dijo Laura Aquilina -. El gnomo más hermoso, ¡me imagino!
-No. No soy un gnomo - respondió el algo de colores -. Soy un ogro.
-¿Qué dices? ¿Un ogro?... ¡Por favor! Los ogros son grandes, muy grandes y, con sus inmensas manos y sus enormes pies, destrozan y aplastan todo lo que existe sobre la tierra. Además, se ven sucios con sus desarregladas barbas...
-¿Tú has visto en tu reino algún ogro tan grande y feo? - le preguntó el pequeño ser de colores, con la pícara sonrisa de quien se sabe la respuesta.
-Bueno, no. Pero Rey Padre, Reina Madre y los Reyes Abuelos creo que sí, porque siempre me hablan mucho de ellos. Incluso, me recomiendan que ni les dirija la palabra porque son muy peligrosos - le contestó Laura Aquilina -. ¿Podrías ser tú un ogro bebé? - preguntó de inmediato, pensando que era probablemente un niño pequeño que ya deseaba ser una persona mayor.
-No - fue la respuesta -. Ya crecí por completo. Soy un ogro miniatura.
-Quisiera oírte gruñir dando manotazos y golpes sobre la tierra con tus pies.
-Los ogros miniaturas no gruñimos y, menos, damos manotazos y golpes con nuestros pies como gnomos malcriados. Hacemos otras cosas. Nos gusta...
-Dar pasos de siete leguas - dijo riendo Laura Aquilina, mientras pensaba para sí: "Y, despertar a los que duermen", pero esto último no se lo dijo.
El ser de colores, entre tanto, empezó a dar brincos y brincos, pasando de un color a otro con tanta rapidez que Laura Aquilina se imaginó que así de bellos se tendrían que ver los arco iris, si saltaban, cuando su reino aún no era gris.
-Me has hecho enfadar. Iba a decirte que nos gusta contar cuentos. ¿Por qué no crees que soy un ogro?
-Está bien - respondió Laura Aquilina, pensando en los sentimientos de ese ser pequeño que, quizás, sólo se acercó como un nuevo amigo -. Tú eres un ogro de verdad y ¿qué le gustan comer a los ogros?
-Niñas, y mejor si son princesas - dijo Ogro Miniatura.
-¿Qué? ¿No te parece que soy muy grande para que me puedas comer?
-¡Ten cuidado! ¿Estás segura de ello? No conoces de qué soy capaz, como para estar provocándome. - dijo Ogro Miniatura, con una calmada sonrisa -. Ya que hablaste de comer, ¿qué tienes para ofrecerme? Tengo un hambre horrible. En toda esta semana que llevo de viaje, sólo he comido, y poco a poco, de las provisiones que traía. Acaban de terminárseme esta mañana, al desayuno.
-Te invitaré a comer en palacio. Comenzaremos con una ensalada de verduras, seguiremos con una sopa de vegetales, un sándwich de pan de centeno con salmón y ostras - para culminar - de postre, con una torta de manzana, salpicada de mermelada de melocotón. ¿Te parece? - preguntó Laura Aquilina que, de sólo pensar en la cena que ofrecía, ya le estaba dando mucha hambre.
-Todo suena muy sabroso. Lo último más. Me gustan mucho los aromas y el sabor de las manzanas y los melocotones. ¿Me llevas en uno de tus hombros?
-Se supone que los ogros dan pasos muy grandes - replicó Laura Aquilina - pero según veo, tú, no. Ven, te cargaré.
-No te preocupes - le dijo Ogro Miniatura, que desplegó un pequeño par de alas surgidas desde el centro de su espalda y se alzó con mucha elegancia por el aire -, los ogros de nuestra especie volamos. Quiero ir en tu hombro para contarte algunos cuentos mientras llegamos.
Ogro Miniatura voló varias veces alrededor de la asombrada Laura Aquilina, que notaba, por primera vez desde hacía tiempo, la maravilla de los colores, contrastando sobre el fondo gris de todo su mundo. Sonrió - sintiéndolo cada vez más como a su nuevo amigo - cuando aterrizó, finalmente, sobre su hombro.
-Siéntate y, tranquilo, comienza a contarme un cuento - dijo Laura Aquilina -, tenemos un largo camino. Hoy me separé mucho del palacio. ¿Quieres una fruta?
-Lo sé, te vi cuando salías y te acompañé hasta este lugar - respondió Ogro Miniatura -. Y, por mi hambre no te preocupes. Mientras cuento no siento nada más que las palabras que digo. Creo - mejor te diría: estoy seguro - que hasta me alimento con ellas. Ya te darás cuenta cómo se logra esto, y de su importancia.
Comenzaron a recorrer el largo camino que va, desde El Árbol de las Tres Manzanas Grises, hasta las puertas del palacio. Ogro Miniatura iba narrando, serenamente.


Del libro de Armando Quintero Laura Aquilina y el Ogro Miniatura