jueves, 17 de marzo de 2011

Los inicios de una amistad (primera parte)


Foto antigua de la Plaza 19 de abril de Treinta y Tres. Tomada del Portal Olimar virtual.com




1

Fue una amistad que iniciaste al llegar, cuando se te escapó una gallina.
Habías venido del campo, a esa nueva casa, con tus padres y tu hermana. Tu padre intentaba mejorar en lo económico e iniciaba un nuevo empleo en la ciudad.
Estabas ayudando a descargar la mudanza, que fue transportada desde la estancia en tres carretones tirados por caballos.
Una de las gallinas se te escapó cuando la intentabas meter en el nuevo gallinero. Y se te disparó para la casa de enfrente.
 ¡Buena que te quedó! –te comentó una vecina. Y te agregó, casi en secreto: Esos viejos son medio locos, es posible que ni te la devuelvan.
Te acercaste temeroso. Veías a los ancianos por el cerco de la casa.
La mujer vieja parecía esperarte. El hombre, que se había adentrado hacia los fondos del jardín, reapareció, con la gallina atrapada entre las manos. Y te la alcanzó, sin decirte una palabra.
 ¡Muchas gracias! –le dijiste, mientras le sonreías al recibirla.
Los miraste de frente. La mujer era una vieja poquita, suave, delgada, modosita. Con buenas ropas, aunque algo gastadas. Un gran pañuelo blanco, cuidadosamente amarrado a su cabeza, le cubría el cabello. El hombre, mucho más alto que ella, de elegante porte y una blanca cabellera cuidada, se notaba fuerte, muy fuerte. Y no tan descortés como lo aparentaba. 
Y pensaste para ti: “¡Ni medios locos se ven!”. 
– ¡Qué no se repita! –oíste que te dijo el anciano, como única respuesta.
 ¡Se lo aseguro, señor! –le respondiste. Y cruzaste la calle.
– Tuviste suerte –comentó la vecina. Son unos viejos raros. No saludan. No hablan con los vecinos. Ni dejan que los niños se les acerquen.
No le respondiste, sólo pensaste:”Ya veremos si son tan así”.
Guardaste la gallina con mucho cuidado y continuaste con la descarga de la mudanza. De vez en cuando mirabas hacia la casa de enfrente.
Como a eso de las cinco de la tarde, ya estaba todo arreglado y tu madre preparaba la cena. Saliste con tu hermana a jugar en el cordón de la vereda. En medio de los juegos, volviste a mirar hacia la casa de los viejitos.
La mujer regaba el jardín. El hombre hacía lo mismo en la huerta.
Recogían el agua de un pozo, en sendos baldes, que distribuían entre los canteros y camellones, con cuidadoso esmero.
Algo más tarde, observaste que entre las abundantes rosas del cerco de la entrada a la casa, se veía a la anciana. Te pareció que ella te sonreía.
En las semanas siguientes, tú y tu hermana averiguaron.
Y descubrieron mucho más sobre aquella pareja de ancianos.
Eran hermanos, solteros. Parecían no tener hijos. No iban a tener nietos.
Ella cultivaba el jardín más grande y cuidado de la ciudad.
El anciano había sido un barbero de prestigio en “La Capital” y estaba jubilado. Cuidaba la huerta con esmero y colaboraba en la atención del jardín.
Una tarde no pudiste más:
– Se ven muy solos –comentaste.
– ¿Qué decís, quiénes se ven solos? –preguntó tu hermana que estaba entretenida peinando una de sus muñecas.
– Ellos, los viejitos de enfrente.
Más tarde, regresaste con una idea firme sobre aquello.
– Dicen que las parejas que no tienen hijos, los adoptan –comentaste.  .
            – Nosotros tenemos nuestros padres… –te respondió tu hermana.
            –…Nadie dice nada de abuelos para nietos –seguiste.
            – Pero no nos darán papeles –te respondieron.
            – Ni los necesitamos. Es una adopción de corazón a corazón.
            Aquello quedó decidido. Y así lo harían.
Desde ese día, ambos se lo prometieron entusiasmados: los dos viejos dejarían de estar tan solos, a como diera lugar.
– Seremos sus nietos, aunque ellos no lo sepan –te dijo tu hermana.
– Y ellos, nuestros abuelos del corazón –le agregaste.
A la mañana siguiente, entre las rosas del cerco de la entrada a la casa de enfrente, la anciana te hacía señas para que te acercaras.
– ¡Buenos días, m´hijo! –te saludó. Esto es para que se lo entregue a su mamá.  De regalo –te agregó, mientras te alcanzaba un ramo de flores.
– ¡Muchas gracias! –le respondiste al tomarlo entre tus manos.
Convencido de que los corazones de ambos habían iniciado su trabajo.
Al otro día, tu madre te envío a llevarle un arroz con leche, en uno de los tazones grandes, que había hecho para la familia.
– Hay que ser agradecido con la anciana de la casa de enfrente –te dijo. Este ramo adorna muy bien la casa.
“Y su sabroso aroma, la inunda hasta en los sueños” –pensaste.
Cuando salías, le pediste a tu hermana:
– ¡Acompañame, no quiero ir solo! –y mientras cruzaban la calle, casi en secreto, le dijiste: Nuestro plan está dando buenos resultados…



Fragmento de la novela Cuando tu mundo era tan pequeño que aún cabía en una tacita de plata   
de Armando Quintero Laplume

Los inicios de una amistad (segunda parte)



Antigua campana de la estancia del 13. Tomada del Portal Olimar virtual.com





2

            Tu hermana golpeó las manos.
Por la ventana, frente al portón de la entrada a su casa, la anciana asomó su cabeza y les sonrió.
            La mujer secó sus manos en el delantal y, agradecida, tomó el tazón.
            – Pasen, por favor –les dijo. Les mostraré mi jardín. Otro día, él lo hará con su huerta –les agregó por el anciano, que se veía al fondo, fumigando un cantero grande, con tomateras muy ordenadas. Ahora está muy ocupado.
En los días siguientes, descubrieron que los ancianos tenían una casa toda llena de objetos maravillosos. De cuentos.
Como lo eran sus mesas y sillas de cedro, labradas, en la sala. Unas viejas lámparas de pié y de mesa. Un enorme reloj de péndulo que, con sus sonoras campanadas, indicaba las horas correspondientes. Unas viejas camas de hierro. Un arcón antiquísimo, con revistas de hojas amarillentas por el pasar del tiempo…. Y libros, muchos libros, en unas enormes bibliotecas de caoba que iban del piso al techo.
La abuela, en las tardecitas, se sentaba en un pequeño y pesado taburete pintado de blanco. Luego, los llamaba para acomodarlos en cada una de sus rodillas. Y les narraba historias sobre las constelaciones, la luna, el sol, las estrellas, el recorrer de los ríos, el paso de los vientos, los cambios de las nubes y hasta de los sonidos del silencio.
A veces, desde su mecedora, el abuelo les leía o les contaba cuentos.
Y les hablaba de cuando los blancos y los colorados pelearon en la Guerra Grande y él sólo tenía diecisiete años recién cumplidos… O, de las dos Guerras Mundiales con sus batallas, persecuciones y el uso de armas nuevas y poderosas. Y ustedes se lo imaginaban en el frente de batalla, heroico.
También, aprendiste a amar la música que hay en las hojas de los árboles movidas por el viento, en las gotas de la lluvia y en las sonoras aguas que corren por las cunetas. A diferenciar los cantos de los pájaros, el croar de las ranas y el chirrido de los grillos. A apreciar las palabras y el valor de los silencios...  Incluso un día – casi me olvido de decirlo a proteger a los sapos y a las lagartijas, que allí proliferaban por doquier.
– En esta casa no se mata a ninguno de ellos –les dijo el anciano, mientras señalaba a dos sapos y una lagartija que estaban cerca. Ellos son los amigos de la huerta y el jardín. Ni siquiera se los maltrata, ¿entendieron?

            Una tarde, sentado en la acera, leías un libro ilustrado.
 ¿Qué lee? –te preguntó el anciano, acercándose.
– La maestra recomendó “Don Quijote de la Mancha para niños”.
 ¡Qué disparate! Eso, por más bonito que se vea, no es la obra de Cervantes. Cuándo aprenderán las maestras que a los niños no hay que darles lecturas adaptadas. Cuesta trabajo, pero hay que seleccionar bien los pasajes. El que adapta, como el traductor, es traidor.
            Molesto con lo ocurrido, te llevó a una de sus bibliotecas y de allí tomó uno de dos enormes libros con tapas de cuero que sobresalían entre todos. Era una edición muy antigua, con los grabados de Gustavo Doré.
            Te habló y te habló sobre un hombre flaco montado en su caballo, tan viejo como él, que salía al mundo en busca de aventuras. Y sobre su vecino bonachón y gordo que lo acompañaba con su asno.
             ¿Cómo Platero, abuelo? –preguntaste emocionado.
            Y te leyó el inicio del Capítulo VIII de la Primera Parte de las aventuras del Ingenioso Hidalgo de La Mancha: la de  los molinos de viento.
Y, desde ese día aprendiste a escuchar – luego a leer – fragmentos de Homero, Dante, Goethe, Shakespeare… A disfrutar La Biblia y a emocionarte con el Popol Vuh.
            Así supiste que, al escuchar o al leer poemas y cuentos, la vida de cada uno se colorea con ellos. En cualquier espacio y en cualquier momento. Como lo sabemos desde el inicio de los tiempos. Por más blanco o triste que sea el pueblo donde a uno le tocó vivir.
            Y, con ellos, uno no se enferma ni se torna gris. Como le sucedió a María, la niña que estaba gris porque nadie le había mostrado la posibilidad de colorearse de poemas y de cuentos. Sí, la niña de la historia de Jairo Aníbal Niño, que unos años después te aprendiste para narrar en el vuelo, cuando viajabas invitado a la Feria del Libro de Bogotá.
Tú en aquel momento, en cambio, sólo tuviste la alegría de saber que uno se vuelve como una simple lluvia de múltiples y tenues arco iris. Tan maravillosos que se humedecen y refrescan desde tu propio corazón con las palabras de otro.
Y supiste algo más.
Supiste que la vida no es sólo cuentos y poemas.
Pero que, más allá de todas las situaciones tristes o alegres que a uno le toquen, vivir su vida, es el más hermoso de los cuentos.


Fragmento de la novela Cuando tu mundo era tan pequeño que aún cabía en una tacita de plata    
de Armando Quintero Laplume