lunes, 13 de septiembre de 2010

¡Ya es la hora de ir a la escuela!


Ilustración tomada del blog de Vanina Margaría

Sarita tenía sus ojos abiertos. Muy abiertos.

Y su cabellera rojiza más ensortijada que nunca.

Desde hacía rato, Sarita estaba despierta en su cama. Muy despierta.

Daba vueltas para un lado. Daba vueltas para el otro.

Sarita contaba ovejas, como le había enseñado su abuela.

Pero, nada de regresar el sueño.

Las ovejas se le dispersaban por los verdes campos del desvelo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus hermanos.

- Sarita, ¡sí que molestas! Aún no suena el despertador – dijo su hermana.

- Tengo sueño – dijo su hermano – La noche fue muy cortita. ¿Ya es hora de levantarse? – preguntó. Y se volteó hacia la pared para seguir durmiendo.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus padres.

- Sarita, por favor, ¿qué haces despierta a las cinco de la mañana? – dijo la madre sobresaltada por la voz de su hija – ¡Acuéstate y déjanos dormir!

- Ten en cuenta que es su primer día de clases. – comentó su padre.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijo Sarita y despertó a sus abuelos.

- Sarita, ¡falta algo para que suene el despertador! – respondió la abuela.

- La noche es joven aún – le comentó su abuelo – Cobíjala un poco más. Y se abrazó a su almohada para seguir dormido.

El despertador sonó como un montón de palomas alborotadas.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – gritó Sarita llena de alegría, y despertó a todos con los aleteos de sus risas.

No necesitó que la llamaran a bañarse, ya estaba lista esperando a su madre.

- Sarita, siéntate bien en esa silla – dijo su madre – Estás medio parada.

- Mastica bien tu pan con mermelada – comentó su abuela.

- Desayuna tranquila – dijo su padre a Sarita – Estamos con sobrado tiempo.

- No te preocupes – comentó su abuelo que, con una caricia y una sonrisa cómplice, le agregó: – Yo hice lo mismo cuando fui al colegio por primera vez.

Luego del desayuno y el lavado de sus dientes, su madre la vistió con el uniforme nuevo del colegio e hizo dos hermosas trenzas con su cabellera.

- Sarita, mírate en el espejo – dijo su abuela – ¡Estás preciosa!

- Tu morral tiene todo en orden – comentó su padre, cuando se lo alcanzó.

- Aquí tienes tu merienda – dijo su abuelo – te hice un emparedado especial.

La puerta del colegio era un alboroto cargado de sorpresas.

Muchos niños se apretaban a las piernas de sus padres, temerosos.

Algunos lloraban, obligados a entrar a rastras. Otros se reían.

Sarita miraba todo y avanzó de la mano de su hermana sin decir nada.

Desde lejos, había visto un montón de juegos y juguetes y corrió hacia ellos.

Al regreso, a gritos, demostraba toda la alegría de su primer día de clases.

- Además, hay una tortuga enorme, se llama Lala. Y podemos montar en ella.

Horas pasó contando su jornada hasta que, cansada, se durmió.

- Con tantas alegrías se olvidará de nosotros – pensó su madre al darle el besito de las buenas noches.

- ¡Sarita, levántate que ya sonó el despertador! – dijo su hermana mayor.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – dijeron sus padres, al lado de su cama.

- ¡Ya es la hora de ir a la escuela! – repitieron sus abuelos, desde la puerta.

Sarita apretó en su pecho su almohada en forma de elefante.

- ¿Por qué? – les preguntó a todos – ¡Si ya fui ayer!


Texto del libro "Sarita" de Armando Quintero.

Si quisiera leerlo en catalán vincúlese a http://ventafocs-interessant.blogspot.com/ El cuento tiene traducción de Catalina Cerdó Torrandell, Mallorca, España.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Los fantasmas también sueñan

Ilustración: Armando Quintero

El fantasma invisible

Siempre había sido un fantasma recatado.
Pero, desde hacía varios días, no se le podía ver.
Aquel fantasma se había enamorado de una bellísima mujer invisible que pasó a su lado. Ella olía a rosas blancas, con la fuerza de un jazmín.
Como ser invisible no es lo mismo que ser fantasma, por seguirla, se quitó la sábana que lo cubría.
Sólo para acompañarla. E intentar conquistarla sin levantar sospechas.

La mujer visible

Montada sobre aquel árbol viejo, seco, sin hojas y sin frutos, la muerte aguardaba a los campesinos que pasaran por debajo.
Para segarlos con un golpe certero de su guadaña, como ellos con sus hoces lo hacían con el trigo maduro de los campos.
Pero ellos, conocedores de las historias que los abuelos les habían narrado sobre el sitio, siempre tomaban el más prudente de los atajos.


Pasaminutos

El tiempo pasaba tan lento por aquel lejano pueblo que, el inventor, creó un extraño aparato para acelerarlo. Lo denominó pasaminutos
Posiblemente funcionó una hora.
La que el tiempo se tardó en cruzar por la llamada calle principal, desde la entrada, a la salida de aquel pueblo.
Allí, sobre un taburete muy antiguo, estaba funcionando el aparato.
El tiempo lo tomó entre sus manos, para observarlo con cuidado.
Lo hizo con tanta lentitud que, como suele pasar en esos casos, el pasaminutos se le resbaló de las manos y se desparramó en el suelo.
El inventor no logró jamás recomponerlo y el tiempo, sin ninguna pereza, se lo llevó consigo.


Un secreto a gritos

No podía guardarlo más.
Le habían pedido el mayor de los silencios. Más, se lo hicieron jurar. Pero, llevaba mucho con él adentro. No estaba seguro de aguantar más.
Correría hasta la montaña para gritarlo, y aliviarse de su peso.
Lo haría lejos, en una cueva que había descubierto.
Y, lo hizo. Lo gritó desde el corazón, a pura fuerza.
Nunca supo que la cueva era tan profunda que salía por el otro lado del mundo. Y, menos, que el secreto se escuchó, completo, por allí.
Corrió con mucha suerte: en esa provincia de China, nadie hablaba su idioma.
Además, los que oyeron el secreto, comentaban entre sí que, los espíritus del bosque habían gritado algo, en una lengua tan extraña que era preferible no traducir.


Una puerta en silenciosa espera
En una montaña, que se eleva en medio de un extenso valle atravesado por un río, había una enorme puerta bien cerrada.
Todos los que sabían sobre ella estaban seguros que, dentro de la montaña, había algo oculto. Pero nadie, nunca, había encontrado la llave que permitiera abrirla. Aunque intentaron hacerlo por todos los medios y con todos los recursos sin lograrlo. La puerta resistía todos los embates.
Una vez, una pareja de enamorados que venían bajando por la montaña, después de subirla desde su otro lado, encontraron, debajo de una piedra que reverberaba, unas viejas llaves. Cuando, por fin, llegaron al pie de la puerta cerrada, comprobaron que la llave calzaba perfectamente en su cerradura.
Al abrirla, se encontraron con una habitación iluminada que tenía una mesa pequeña con una llave en su centro y otra puerta cerrada.
Abrieron la nueva puerta y, otra vez: una habitación iluminada, una mesa, una llave, otra puerta cerrada. Y, continuaron desde allí, hasta abrir cuatrocientas ochenta y nueve puertas más.
Agotados, y en común acuerdo, decidieron detener su recorrido.
Juraron, mutuamente, ante esa puerta no decir nada de nada, a nadie.
Se regresaron y cerraron con su llave la cerradura de la primera puerta. Luego, se acercaron a las orillas del río, en su sitio más caudaloso, y lanzaron la llave al centro profundo de sus aguas.
¡Lástima!, porque detrás de la puerta cuatrocientos noventa hubieran encontrado el verdadero Jardín del Edén.
El libro de lluvia

No es un invento de esos que uno podría leer en los cuentos. No.
Las gotas de lluvia se cansaron de pasar directamente de las alturas a la tierra o, en el mejor de los casos, a otras aguas para volver al cielo.
Se reunieron en asamblea general y, como corresponde a toda comunidad representativa y protagónica, decidieron guardar un registro de todo su pasaje y presencia por estos lugares en un libro de lluvia.
Y, no sólo por aquello de “las palabras dichas vuelan; escritas, permanecen”, que las haría más humanas, sino por algo más convencional y simple: creer que con ello harían historia.
Claro que, como suele pasar dentro del mejor estilo de algunos seres, no previeron nada, ni siquiera lo pensaron. Solamente lo decretaron.
Y, sucedió lo que tenía que suceder. Con la acumulación de tantos registros, gota a gota, el libro desbordó sus propios márgenes y, con toda su magnitud y fuerza, generó el diluvio universal.
Lo demás, todos lo conocen: de generación en generación: se gestaron, poco a poco, las historias de los hombres.
Esas que, por supuesto, ignoran lo no previsto ni pensado por las gotas de lluvia, aunque ellas lo hubieran decretado en una asamblea general.

La enciclopedia sin hojas

Cuando el escritor fue a consultar uno de los tomos de su enciclopedia, descubrió que estaba sin hojas.
Como tampoco quería quedar en la ignorancia de qué era lo que había sucedido con ellas, investigó.
Unas pequeñas huellas le indicaron el posible camino a seguir. Y lo hizo.
Al mirar por el agujero notoriamente agrandado de una cueva, se encontró a un ratón con anteojos. Estaba consultando las hojas que faltaban.
A su lado, en una edición miniatura, y abierto en uno de sus relatos, se veía “El Aleph” de Jorge Luís Borges.
El escritor, emocionado del entusiasmo intelectual del otro, nada dijo.
Sentado en el cómodo sofá de su sala, se limitó a aguardar que, terminada la consulta de ese verdadero ratón de biblioteca, le devolvieran las hojas faltantes.

Descantinflado

Mario Moreno aún no se llamaba “Cantinflas” cuando vio, desde la puerta de su vecindad, a una pequeña niña mocosa y harapienta.
Ella, más que cargar, arrastraba un enorme guacal de chiles jalapeños hacia las antiguas puertas del mercado popular.
Nada dijo. Pero años después, y cuando ya cargaba con todo el peso de su merecida fama, se dio cuenta que, desde ese momento y para siempre, quedó descantinflado ante la mísera condición humana.

Un bosque sin árboles


Las carreteras se quedaron sin árboles.
Igual ha sucedido con las autopistas. Y, antes sucedió con las avenidas y las calles. Si seguimos así, a poco, este país se quedará sin árboles.
Pero, que no cunda el pánico. El progreso siempre nos da soluciones. Ahora tenemos un nuevo bosque para contemplar cuando circulamos por ellas: el de las coloridas vallas metálicas, cargadas de anuncios comerciales.

Una selva apretujada

Por un poco más de espacio necesario le reclamaban los elefantes a los hipopótamos, los leones a los elefantes, los tigres a los leones, las gacelas a los tigres, las hienas a las gacelas, los gorilas a las hienas, los monos a los gorilas y las ratas a los primeros. Sin detallar los silbidos, chillidos y ululares de las aves, el golpeteo de las colas de los cocodrilos, los bruscos movimientos de las pirañas y la tensa calma de otras especies, que parecían mantener silencio.
Los reclamos se elevaban bajo los techos con toda su intensidad.
Porque los hipos, gruñidos, barritos, quejidos y aullidos de cada uno de los animales de aquel poblado zoológico invadían, ya, a los espacios más íntimos de las fábricas, talleres, edificios y casas de la gran ciudad.
¿Quién fue el primero, si lo hubo? ¿Todos lo hicieron a un tiempo? ¿Fue una solución organizada o meramente ocasional? Nunca lo sabremos. Sí, sólo se supo que, al irse todos los hombres, mujeres y niños, alguien abrió las jaulas y refugios de los animales.
Ahora, los espacios de todo el zoológico incluyen las calles, avenidas y cada una de las numerosas habitaciones abandonadas por sus pobladores.
Por ello, si usted llega a una gran ciudad y comienza a sospechar que sus pobladores pasan a su lado como si usted no existiera para ellos. O, lo miran desafiantes o amenazadores, no le hablan ni responden y, menos, le sonríen, no se asuste. Sólo, cuídese.
Y, responda a todo, con la mayor serenidad que le sea posible.

El camino sin regreso

Cuando el ingeniero constructor escuchó comentar sobre los caminos sin regreso, no lo pensó dos veces. Y trató de concretar la idea, a la brevedad.
El gozo de llevar a cabo una obra digna de su ingenio, lo mantuvo despierto por días. Luego, durante semanas y, por último, por meses.
Medía y pensaba. Repensaba y volvía a medir. Realizaba cálculos y cálculos, borroneaba proyectos y más proyectos. Trabajaba sin descanso.
Para nada, porque sus caminos terminaban siendo, a lo sumo, unos simples caminos sin final. Que, en nada, se parecían a los que deseaba.
Llegó a la conclusión que, para lograr un verdadero camino sin regreso, había que consultar a alguien especialista en ellos. Hasta, si era necesario, asociársele. Y lo hizo.
Lamentablemente, encontró una socia que resultó muy convencional en sus quehaceres: sólo realizó su labor de siempre. Eso sí, perfecta.
Él no logró sobrevivir para construir los caminos soñados, menos para reconocer que asociarse a la muerte nunca ha sido un recurso ingenioso.

Textos tomado del libro de Armando Quintero Laplume Sucedidos
Mini cuentos para palabreros y otros oficiantes